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La diosa toma paella en el mar de China

La diosa toma paella en el mar de China
La playa de Lo So Shing, isla Lamma, 2020. Fotografía: Getty. diosa mar de china

Este reportaje se encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº36 especial Mar.

Voy a decirle algo que no va a gustarle: no hay islas secretas en Hong Kong. Ya no. Si alguna vez ha bicheado la posibilidad de volar hasta allí, se habrá tropezado con una buena ración de guías que, con un tono entre el cuchicheo y la recomendación connaisseur, estimulan su espíritu aventurero prometiéndole que puede huir de la «jungla de asfalto» de Hong Kong y «descubrir una isla secreta y salvaje» navegando un poquitín por el mar de China. Le invito hacer números: Hong Kong tiene más de siete millones de habitantes, 6.73 personas por metro cuadrado, y a su alrededor hay doscientas cincuenta islas. ¿Ve ahí alguna posibilidad de descubrir un pedacito de tierra virgen? ¿Una islita que —tal y como prometen esas guías— florece salvaje e inhóspita al margen del ser humano e Instagram?

Siendo geográficamente escrupulosos: haberlas, haylas. Otra cosa es que pueda llegar hasta ella sin apellido compuesto o, lo que viene a ser lo mismo, un yate propio. En tal caso —ya está acostumbrado a vivir de enhorabuena, sabrá prescindir de la nuestra— a su disposición está el mundo, y en esta parte concreta, las islas Soko. Navegando hacia el suroeste, en algo más de una hora desde la ciudad, puede plantarse en dos pequeñas islas (Tai A Chau y Siu A Chau) con vegetación verde fosforito para jugar a Indiana Jones sin que nadie le importune, porque están deshabitadas. Lo que algún día fue hogar de pescadores y campo de refugiados vietnamitas hoy es un paraje plagado de ruinas de santuarios y playas vírgenes. 

Pero más allá de eso, conviene desterrar el adjetivo secreto si va en busca de respiro tras tanta luz de león y tanto rascacielos: no es más que un cebo para los viajeros que no gustan de ser llamados turistas. A la mayor parte de esos dos centenares de islas puede llegarse en ferri o en kai-to, así que el nivel de aventura, como ve, es bastante limitado. No va a visitar esos «paraísos» llenos de «contrastes» y que son «auténticas experiencias de inmersión con los lugareños», como promete la repugnantemente florida literatura turística, pero sí puede atracar en deliciosos lugares singulares.

Le hablamos, en concreto, de la isla Lamma, o Pok Liu Chau. Con sus catorce kilómetros cuadrados, es la tercera isla más grande de Hong Kong, una auténtica rareza selvática a menos de media hora en ferri. El nombre quizá le resulte familiar porque en 2012 un buque chocó contra una de esas embarcaciones: fue una de las mayores tragedias marítimas de esta parte de China, con treinta y nueve muertos. Además de esa leyenda calamitosa, a la isla la persigue otra leyenda moderna, estampada en folletos y webs por doquier: es «la isla bohemia» de Hong Kong, incluso peor. «La isla hípster», dicen.

La diosa toma paella en el mar de China
Los pasajeros de la línea de ferry que conecta isla Lamma y Hong Kong, 2020. Fotografía: Getty.

Tiene apenas cuatro mil habitantes —y sí, una buena parte de ellos escuchan a los Smiths—, fundamentalmente occidentales. En torno a los años setenta, en consonancia con la época, descubrieron este oasis —disculpen lo sobado del término, pero aquí sí aplica— a tiro de piedra de la gran ciudad, y allá que se mudaron con sus poemas, sus guitarras y sus sustancias. Hasta entonces había sido una pequeña isla de pescadores, marisquerías y palomas, además de la sede de una de las grandes fábricas de plástico hongkonés y taiwanés, actividad que también pobló la isla de cantidad de gweilos (expatriados británicos). Aunque, para ser justos, este trozo de tierra llevaba generando una irresistible atracción para el forastero desde mucho antes de que la construcción de un muelle la acercase más a la elefantiásica urbe. Su nombre original (Pok Liu Chau) significa «lugar de atraque para extranjeros», y ya desde las dinastías Tang y Song era un enclave de parada para embarcaciones de todo el globo. En 1760, Alexander Dalrymple, el primer hidrógrafo del Almirantazgo británico, leyó regular un mapa portugués, en el que figuraba escrito «Lama» junto a la isla. Creyó que ese era su nombre, pero en realidad solo era una advertencia: el término luso se refería a la fangosidad de su costa, pero acabó rebautizando la ínsula. Los británicos añadieron una eme adicional, y chimpún. 

Si alguien le cuenta que hoy Lamma es un crisol de culturas, lo que verdaderamente quiere decir es que es un cacao maravillao, pero en cursi. Los ferris que salen de Central atracan en una de los dos asentamientos principales de la isla, Yung Shue Wan y Sok Kwu Wan. En materia de primeras impresiones, hay un mundo entre desembarcar en una o en otra. Si se llega a Sok Kwu Wan (que los británicos apodaron «Picnic Bay»), sus tripas celebrarán el atraque rugiendo con bravura. En esta bahía alargada se concentran decenas de pequeños restaurantes, cantinas y puestecillos de comida suculenta junto a modestas barquitas con pescadores que limpian sus redes y ven carreras de caballos en televisores enchufados vaya a saber dónde. De alguna manera, conserva mucha de la esencia de lo que fue: un pueblecito de pescadores cuyas piscifactorías abastecían a Hong Kong, con un paseo marítimo atravesado por juncos, tanques rebosantes de mariscos y sampanes (embarcaciones tradicionales chinas) destartalados. 

Yung Shue Wan, en cambio, es el núcleo principal de la isla y su muelle más transitado. En las horas punta, lo pueblan excursionistas con atuendos fluorescentes y bastones de senderismo, que cogen el ferri para hacer una de las muchas rutas selváticas que serpentean la isla. De hecho, la bicicleta y el pateo son las únicas formas de moverse por Lamma, ya que no hay carreteras ni vehículos en ninguna parte de su territorio. Una senda de cuatro kilómetros («The Family Walk») conecta Yung Shue Wan y Sok Kwu Wan, y es un excelente aperitivo para iniciarse en su frondosidad. También puede conectar ambas poblaciones por el mar, con un barco que hace cabotaje y ofrece panorámicas de la costa deslumbrantes, sobre todo teniendo en cuenta que hace menos de cuarenta minutos usted estaba en algún callejón hongkonés agobiado en una marabunta de neones chisporroteantes y hordas de humanos sudorosos. 

La mayor parte de los hongkoneses van y vuelven en el día, aprovechando Lamma como el sitio de recreo que es. Hacia el sur, se concentra la mayor parte de las rutas de montaña, asequibles si uno soporta el bochorno selvático y se rocía de Autan hasta las corvas. El punto más alto está en el monte Stenhouse, a 353 metros, coronado por unas irresistibles rocas con forma de penes tristes que engrosarán su galería de fotos cretinas. Eso sí: no espere demasiado de uno de los highlights de las rutas menos escarpadas, las célebres «cuevas Kamikaze». Los japoneses las utilizaron para ocultar las lanchas rápidas durante la Segunda Guerra Mundial, y de ahí partían sus ataques suicidas contra los aliados. Hoy es un agujero húmedo rociado de orines y al menos —doy fe— una simpática serpiente. 

La diosa toma paella en el mar de China
La terraza de un restaurante en el puerto de Yung Shue Wan, isla Lamma, 2015. Fotografía: Christopher DeWolf / Getty.

Menos publicitado es uno de los santuarios que pueden encontrarse en estas sendas, el dedicado a la suprema diosa del mar Tin Hau. Comparado con el centenar de templos que hay desperdigados por todo Hong Kong dedicados a ella —incluso tiene una estación de metro con su nombre—, el de Lamma no es el más pintón ni espectacular, pero sí es uno de los más extravagantes, quizá porque se asemeja más al origen de esta diosa obrera. La leyenda cuenta que nació pobre en la aldea de Fujian, en una familia de pescadores. Su historia está sintonía con los dioses oceánicos de otras religiones (salvó a los hombres de su familia de morir en el mar, y desde entonces protege a los que se adentran en aguas peligrosas) pero es en los detalles donde está la gracia. Incluso para el sintoísmo, es una extravagancia que Tin Hau fuera soltera, y aún más: que escogiera serlo. De hecho, tardó mucho en ser «ascendida» a deidad oficial y pasó centurias siendo una diosa popular solo en poblaciones marítimas. Fue la dinastía Qing la que la ascendió celestialmente («Emperatriz del Cielo»), y durante la dinastía Song y la invasión japonesa Tin Hau se había convertido ya en la diosa más querida de gran parte de China, y particularmente de Hong Kong. El santuario de Lamma es modesto, pero aloja una de sus representaciones más folclóricas y marítimas: sentada un trono, flanqueada por dos centinelas demoniacos (Shun Fung Yi y Chin Lei Ngan), tiene un aspecto verdaderamente perturbador, de señora un poco hasta el pepe de todo. 

Los habitantes nativos (un escasísimo veinte por ciento de la población) bromean diciendo que Tin Hau tiene un corazón bondadoso, como reza uno de sus títulos, pero empieza ya agotarse de proteger a tanto guiri untado de factor cincuenta y añora a sus marineros de manos callosas. Justo al lado de otro templo dedicado a esta Poseidona china, ubicado en Yung Shue Wan, hay un restaurante balinés que ofrece menús de paella y sangría. Una ofrenda sin duda mosqueante para una deidad con la capacidad de desatar tormentas oceánicas. 

Como les decía, Lamma es un cacao maravillao de mil sabores, no todos exquisitos. Los restaurantes son la cara más evidente: aunque predominan los locales «auténticos» de marisco exquisito, sillas de plástico de colores y cartas solo en cantonés, también hay un bar de tapas españolas y parrillas al más puro estilo de Utah. De madrugada, el paisanaje más frecuente es el de los occidentales con sandalias de Jesucristo poniéndose líricos hablando de la «energía» de la isla, relatando al visitante la sucesión de epifanías sostenibles que les hicieron autoproclamarse ciudadanos del mundo en este particular rincón de China que tan poco se parece a China. 

Que la bilis no nos reste rigor, no vaya usted a imaginarse Lamma como una isla gentrificada con McDonald’s y Airbnb, porque nada de eso. Solo los nativos tienen derecho a construir viviendas de no más de tres pisos, y gracias a eso la isla se ha blindado contra el fervor de resort y tumbona. La consecuencia negativa es que es un poco más enrevesado reservar online un lugar donde hospedarse antes de llegar, pero una vez allí no reviste ninguna complicación. Hay pequeñas pensiones y hotelitos con pulcras letrinas, incluso cabañas con atrapasueños y carteles que rezan «Bob Marley se alojó aquí», en su mano está.

En cualquier caso, la isla tiene encanto de sobra para no ir y venir en el día, créanos. Puede acabar cualquiera de las excursiones de montaña bañándose en playas semidesérticas, en las que, aun así, yo me cuidaría de volver a hacer toples. Las de Hung Shing Yeh y Lo So Shing son las más populares, y en pocos kilómetros hay otras tantas mucho más tranquilas y recónditas. Si acaba en la arena de Hung Shing, deténgase en un diminuto puestecillo ubicado al final del sendero que se funde con el mar. Allí venden un pringoso manjar de sabor irreproducible: una especie de tazón de tofu almibarado que flota en azúcar roja y jugo de jengibre y que insisten en denominar «bocadillo». Podrá degustarlo contemplando el skyline visible desde cualquier punto de la isla, insólito como pocos: las tres descomunales chimeneas de la central eléctrica de Lamma se reflejan en las aguas cristalinas, un espectáculo hipnótico, hijo mestizo de Blade Runner y Rohmer

Lamma no es una isla secreta, ni mucho menos. No le brindará la oportunidad de presumir de batallitas exploradoras, pero es un rincón bastante marciano donde poder avistar delfines blancos, tortugas centenarias y hípsteres pasadísimos de rosca. Si va, elegirá menú señalando fotografías borrosas, degustará pantagruélicos festines de especies indudablemente lovecraftianas y será objeto de mofa de algún pescador cuando le cace intentando sacarle una fotografía «artística» que colocará en sus redes sociales con alguna oda a la gente sencilla. Pero debería ir. Porque no tiene pinta de que a la diosa Tin Hau le quede demasiada paciencia para seguir tolerando la paella. 

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Isla Lamma, 2016. Fotografía: Anthony Wallace / Getty.

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Un comentario

  1. Will Rogers

    A la diosa no le queda paciencia para tolerar la paella porque nunca ha probado una de verdad. No la especie de sucedáneo que fraguan en la isla. Que vaya un auténtico «paeller» valenciano y cambia de opinión seguro.

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