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El tribuno Clodio: sobre mezclar fiestas, política e hipocresía

Publio Clodio Pulcher
Publio Clodio Pulcher en el oráculo de las aves sagradas. (DP)

61 a. C. A pesar de la fresca temperatura matinal de primavera, el foro romano hierve de expectación. Han pasado tres meses desde el mayor escándalo social que se recuerda en Roma, y hoy por fin es el día en que se dará cierre a tan larga polémica. Está a punto de comenzar el esperado juicio por sacrilegio de Publio Clodio Pulcher, y una verdadera multitud se arremolina como puede para ocupar el mejor sitio posible, desde donde distinguir claramente a los protagonistas del espectáculo.

Sobre todo a Clodio, que no parece haber perdido un ápice de su insolente arrogancia patricia ni de su aura de modernidad glamurosa. Permanece imperturbable en su asiento, con el cinturón flojo y la túnica suelta, al estilo de la alta sociedad despreocupada que veranea en la exclusiva y carísima Baiae. La misma elite que no repara en gastos cuando se trata de fiestas o de escandalizar a las mentes más conservadoras. En esto la familia de Clodio llevaba la delantera a casi cualquier otra en Roma: pocos linajes hay más ilustres o poderosos que los Apio Claudios. Sin embargo, aparte de sus riquezas o sus grandes obras públicas, lo que llama la atención de muchos romanos, para bien o para mal, son sus controvertidas costumbres. Como el protagonismo que tienen las féminas de la familia en la vida pública, el desvergonzado descaro con el que disfrutan de su inmensa fortuna o el haber adoptado las maneras de hablar de las clases populares; siguiendo el ejemplo de su hermana mayor, Clodia Metela, el miembro más joven de la familia Claudia había adaptado su nombre a la pronunciación del latín de la calle, de Claudio a Clodio, ganándose la complicidad de la plebe. ¿Esnobismo, política o ganas de escandalizar? Sea como fuere, los Claudios no dejan a nadie indiferente.

A pesar de todo ese poder, y aunque no es evidente para un observador casual, Clodio está profundamente preocupado. Tres meses de rumores maliciosos y especulaciones dan para mucho, y lo que en principio era poco más que una travesura, una pequeña transgresión sin mala intención, se ha convertido en un problema político de primer orden. Presentarse en la fiesta religiosa de la Bona Dea, reservada exclusivamente a las mujeres, le había parecido una idea muy sugerente. Su querida Pompeya, esposa de Julio César, le había animado al respecto. Solo tenía que ponerse ropas femeninas como en cualquier otra bacanal y ella lo colaría dentro. 

Pero todo salió mal cuando se presentó aquella noche de diciembre en casa de César, donde se celebraba el ritual. ¿Cómo podía saber él que aún estaban allí las vestales? Fue Aurelia —madre de César y organizadora del evento— la que se dio cuenta de que algo no iba bien. Un hombre de treinta años es difícil que pase por una mujer de verdad, aunque vaya disfrazado y se oculte entre las sombras. A pesar de su precipitada y rocambolesca huida, le había reconocido sin duda.

Desde ahí, la bola de nieve no hizo más que crecer imparable. Aunque no había cometido ningún delito tipificado, las autoridades religiosas determinaron que era sacrilegio. Muchas esposas de importantes senadores se horrorizaron ante la ocurrencia clodiana. El ritual debió repetirse para que no cayera la maldición de la diosa sobre Roma.

La mayoría de la clase aristocrática, en especial los optimates, la facción conservadora, consideraba un ultraje intolerable lo que Clodio había hecho. Por no hablar de que sus poderosos enemigos habían olido la oportunidad de hacer sangre: su cuñado Lúculo se permitió el lujo de abandonar su retiro entre estanques de peces para sumarse a la causa contra él. El viejo desagradable desempolvó antiguos rumores de incesto, homosexualidad e incluso motín, que databan de sus días de la guerra contra Mitrídates en Asia. El Senado no solo había decretado un juicio con jurado contra Clodio, sino que en las elecciones a las magistraturas solo le había tocado en suerte una triste cuestura en Sicilia. Su carrera política parecía herida de muerte, y eso para un patricio romano de tan alta cuna era terriblemente doloroso.

No es que Clodio careciera de apoyos, en realidad tenía muchos amigos: los jóvenes aristócratas, esos mismos que se dejaban barba al estilo griego, celebraban su hazaña y le dedicaban sus fiestas. Las clases populares adoraban a un patricio guapo, estiloso y rico que se expresaba como ellos. Pero nadie con aspiraciones políticas serias podía posicionarse muy abiertamente en su favor. Como silencioso ejemplo, la ausencia más notoria entre el público senatorial aquella mañana: la de Julio César. 

El incidente lo había puesto entre la espada y la pared. La relación que los romanos tenían con su religión oscilaba entre la superstición y el pragmatismo, y César era de los segundos. En el fondo, le importaba bien poco la conducta irreverente de Clodio, incluso era divertido ver a los tradicionalistas tan indignados. Pero más allá de sus valoraciones personales, él era el pontifex maximus, el más alto funcionario religioso en el momento del escándalo, y la casa era la suya. No podía dejar pasar por alto la cuestión sin más. Especialmente a raíz de que arreciaran los rumores sobre una relación sexual entre Clodio y Pompeya. Todo este estúpido asunto se había convertido en un enorme engorro para César, por otra parte aliado político de la familia Claudia, una de las cabezas visibles de la facción popularis. El futuro gran hombre decidió proteger su prestigio por la vía de divorciarse de la imprudente Pompeya —«la mujer de César debe estar por encima de toda sospecha»— y partir inmediatamente a tomar posesión de su provincia en Hispania Ulterior.

Así las cosas, a Clodio el juicio era lo que menos le preocupaba. La acusación era menor, una nimiedad en la práctica. Su abogado, el excónsul Cayo Escribonio Curio, ya se había agenciado un testigo dispuesto a declarar que la noche de autos Clodio estuvo con él a ciento cincuenta kilómetros de Roma. Una falsedad a la altura de la endeblez de la acusación. Si todo iba como se suponía, la farsa terminaría allí mismo, cuestión de rutina. Ni siquiera escuchaba el discurso de su propia defensa. Pero cuando la acusación dio paso a sus testigos, un murmullo recorrió el foro. Clodio se fijó en la figura que se aproximaba al estrado y no podía creer lo que veía. 

Era nada menos que Marco Tulio Cicerón, con toda su estudiada pomposidad, quien subió a la plataforma a declarar y lo que salió de su boca dejó a Clodio atónito. Él mismo había estado con el acusado esa misma noche en Roma. Era sin duda culpable de sacrilegio. Un monstruo impío, un atentado contra la religión y las tradiciones republicanas, un peligro para el Estado. La implacable oratoria de la lengua más afilada de Roma cayó con todo su peso difamador sobre Clodio, que sentía la rabia creciendo en su interior. Todo el mundo sabía que Cicerón vivía de las rentas obtenidas con la desarticulación de la conspiración de Catilina, y que se pavoneaba como «padre de la patria» mientras su prestigio se marchitaba, a la búsqueda de nuevos horizontes. Pero esto era demasiado, una traición en toda regla. 

Nunca habían sido rivales antes. De hecho, eran prácticamente vecinos desde que Cicerón se hiciera construir una lujosa casa en el Palatino. El hijo pródigo de Arpinum pasaba muchos ratos en la mansión de Clodio, fascinado con la compañía de su atractiva hermana mayor. Si incluso se había puesto de su parte en la conjura de Catilina, haciéndole de guardaespaldas. ¿Cómo se atrevía a intentar medrar a costa de hundir su carrera? Afortunadamente para Clodio, los esfuerzos de Cicerón resultaron vanos, pues en el jurado pesó la enorme popularidad del acusado y la no menos enorme cantidad de dinero aflojado. El veredicto final fue absolutorio y Publio Clodio marchó a su cuestura con dos proyectos en mente: uno, encontrar una vía alternativa de encauzar su futuro político y el otro, vengarse de Cicerón. Quien por su parte, y para acabar de sellar imprudentemente esta nueva enemistad, se pasó varias semanas insultando sin freno a Clodio, a sus hermanas y a su querida —y enérgica— esposa Fulvia en el Senado.

La solución que Clodio encontró para conseguir sus objetivos indica la indudable inteligencia, imaginación y talla política del personaje, oculta tras la catarata de obscenidades que nos ha dejado Cicerón como legado principal. Consciente de que no podría ya seguir la carrera política hasta el consulado por la vía que le correspondería como patricio —el cursus honorum—, Clodio decidió dar un espectacular cambio de rumbo. Se apoyaría en su mayor fortaleza; la clase plebeya de Roma, una apuesta como mínimo arriesgada.

La única opción que le quedaba a Clodio para entrar en el Senado era hacerse elegir tribuno de la plebe. Un cargo de lo más interesante, puesto que podía vetar cualquier ley o decreto del Senado, a la vez que podía proponer leyes mediante la asamblea de la plebe. El único problema es que ser plebeyo era requisito imprescindible para optar al cargo. Nada insalvable para nuestro personaje, que solo tuvo que esperar una oportunidad para llevar su plan adelante, oportunidad que le puso en bandeja Cicerón durante el consulado de César en 59 a. C.

La intención de Clodio era hacerse adoptar por un miembro plebeyo de su familia, un tal Publio Fonteyo, varios años menor que él. El único obstáculo para esta transitio ad plebis lo constituía la reticencia de César, que era quien debía presentar la petición en asamblea y confirmar la legalidad. Un movimiento demasiado atrevido sin un motivo de peso. Y entonces fue cuando Cicerón metió la pata: criticó abiertamente a César, Pompeyo y Craso por su triunvirato. César decidió entonces darle manos libres a Clodio para que se lanzara sobre él. Clodio fue adoptado por Fonteyo y emancipado inmediatamente después, en una pantomima totalmente legal, para ganar las elecciones al tribunado de la plebe de manera fulminante.

Desde su flamante nuevo cargo se atrajo a la plebe concediendo un subsidio de grano gratis al mes. Pero no era suficiente: en paralelo necesitaba organizarla de alguna manera, y esto pasaba por la restauración y control de los collegia. Estas asociaciones voluntarias habían formado el tejido asociativo popular de las clases modestas, y cobraban importancia especialmente durante las fiestas de las compitalia, en los que incluso los esclavos participaban. Como solían aprovecharse estas fiestas para reivindicaciones diversas que terminaban en tumultos o desórdenes públicos, la aristocracia romana las había prohibido, con el pretexto de que cualquier año derivase en revolución abierta. Estas leyes de Clodio pasaron por el Senado sin mayor oposición, ya que nadie supo ver su verdadero alcance hasta que fue demasiado tarde. Incluso Cicerón las aceptó a cambio de que no se investigara su actuación como cónsul en las ejecuciones de los conspiradores de Catilina, excesivamente apresuradas.

Solo entonces comenzó a revelarse el plan de Clodio en toda su magnitud. Puso a hombres de su confianza a confeccionar las listas de los colegios que incluían libertos y esclavos. De allí salieron grupos coordinados que usaban la violencia —un recurso habitual en política romana— para impedir asambleas, votaciones o juicios. Cicerón tuvo miedo y echó espumarajos por la boca denunciando la maniobra. La siguiente ley que presentó Clodio pedía que cualquier ciudadano culpable de la ejecución de otro fuera enviado al exilio sin juicio previo: el objetivo estaba claro. Ahora Clodio era el amo de las calles de Roma y nadie quería correr el riesgo de enfrentarse con él, así que Cicerón se escabulló de la ciudad, abandonado por todos. Las bandas de los collegia asaltaron su casa, que resultó arrasada. El tribuno Clodio condenó formalmente a Cicerón y erigió un templo a la Libertad en el solar que dejaron las llamas al apagarse. Ahora el gran orador era enemigo del Estado.

A su manera novedosa, Clodio había conquistado el poder, y en los convulsos años de finales de la República, los grandes nombres se acostumbraron a tenerle muy en cuenta en sus movimientos. Como le ocurrió a Pompeyo el Grande cuando cayó en desgracia ante la opinión pública. Clodio decidió medirse con él y sus bandas iniciaron una campaña de acoso al niño bonito del Senado que tendría funestas consecuencias: el tribunado de Clodio terminó y un brutal exluchador, Milón, le sucedió en el cargo. Patrocinado por Pompeyo, se rodeó de un grupo de antiguos gladiadores bien pagados y adiestrados para enfrentarse a los collegia clodianos en combate abierto. No le iba a salir gratis haber forzado al victorioso general a recluirse en su casa una temporada. Este equilibrio de poderes moderó la agresiva política de Clodio, que se mantuvo como agente independiente durante los vaivenes de los años 50. Tuvo que tragar con el retorno de Cicerón —protegido por Milón—, y fue alternando apoyos a diferentes miembros del triunvirato según su propia estrategia; durante estos años se transformó en un político moderado que favorecía los intereses de la plebe, especialmente la más acaudalada.

Hasta el año 52 a. C. Contra todo pronóstico, Milón se presentó a las elecciones al consulado, apoyado por Catón. Clodio, que aspiraba a pretor para consolidar su poder entre las tribus urbanas, se alarmó ante el ascenso de su enemigo mortal. Las peleas de bandas en el foro se recrudecieron y la vida política romana quedó suspendida ante la oleada de violencia callejera que imposibilitaba cualquier asamblea. El 18 de enero, Clodio viajaba por la vía Apia a la altura de Bovillae cuando se cruzó con una emboscada de Milón, que apareció acompañado de un grupo fuertemente armado de exgladiadores. Arreciaron los insultos y recriminaciones, y una jabalina salió disparada desde las filas milonianas para impactar en el hombro de Clodio, que cayó del caballo a tierra. Sus esclavos lo llevaron a una taberna cercana, pero las huestes de Milón los siguieron, implacables; mataron a sus guardaespaldas y arrastraron a Clodio a la carretera. Allí lo destrozaron justo delante de un santuario de la Bona Dea, dejando su cadáver tirado en mitad del camino. Parecía que la diosa se cobrara finalmente su premio.

Cuando encontraron el cuerpo, los partidarios de Clodio lo llevaron a su casa del Palatino. Fulvia lloró amargamente al contemplarlo y, presa de rabia incontenible, mostró las heridas del cadáver de su marido a la multitud que esperaba fuera. El héroe del pueblo fue transportado al foro entre grandes muestras de dolor y depositado en la tribuna de oradores. Las masas lloraron a su líder, y enfurecidas, entraron en tromba en la Curia Hostilia, sede del Senado, destrozando bancos, mesas y registros escritos con lo que erigieron una pira funeraria en su interior. Las llamas incontroladas destruyeron varios edificios importantes del foro: la plebe romana había dejado clara su postura.

Diciembre, 43 a. c.  Han pasado casi nueve años desde el asesinato de Clodio, y el cadáver que hoy se muestra en la tribuna del foro es otro. Por orden de Marco Antonio, la cabeza cortada de Cicerón se exhibe en un lugar bien destacado. Acompañada por sus hijos, una figura femenina se adelanta entre la multitud. Fulvia, actual esposa de Antonio, toma la cabeza del orador entre sus manos, le escupe y abriéndole la boca, le estira de la lengua. Después la atraviesa con los pasadores de oro que usa para recogerse el pelo. La venganza de Clodio se ha consumado de manera póstuma entre los estertores de la vieja República.

Publio Clodio Pulcher
La venganza de Fulvia, de Francisco Maura y Montaner.

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4 Comentarios

  1. José Antonio

    Bravo.

  2. Innerweltlicher

    He decidido leer todos los artículos escritos por Alejandro García. Una historia que solo conocía en parte y tangencialmente, contada con buen ritmo, estilo y rigor. Esto es lo que hace diferente a Jot Down. Qué gustazo.

  3. Excelente texto, ¡espero ansioso la película!

  4. E.Roberto

    ¡Qué hermoso artículo, señor!; con detalles que desconocía, como por ejemplo el cambio del nombre de Claudio a Clodio por motivos políticos. Ese período de transición entre la República y el Imperio con sus personajes y sus guerras, escaramuzas, desórdenes callejeros o batallas campales, matanzas, venganzas, magnicidios, robos, traiciones y rapiñas institucionalizadas con altisonantes frases en el Senado es apasionante. Indro Montanelli en su Historia de Italia escribe sobre Cicerón: “A él le debemos algunas de las más bellas páginas en latín. Sin embargo, son sus cartas personales las que más nos gustan por su inmediatez, repletas de anécdotas autobiográficas. Escribió con profusión y se describió cómo era: un trabajador incansable, un tierno padre, un atento administrador de las financias púbicas y aquellas privadas, el buen amigo de amigos que podrían serle útil, y un vanidoso tan inconciente de su propia vanidad como para inmortalarla en una prosa impecable, con una especie de candor que redime el efecto transformándolo en virtud”. Yo agregaría que, además de aristocrático era obtuso. Muchísimas gracias por la lectura.

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