Literatura Arte y Letras

El mundo de María Negroni

María Negroni
María Negroni. Foto extraída de la web de la autora.

En el libro X de sus Confesiones san Agustín plantea como tercera tentación el deseo de ser respetado y amado: timeri et amari velle. Se trata de un deseo que hay que rechazar como si este deseo careciera de toda legitimidad. En el comentario de Martin Heidegger a este libro en el semestre de verano del 21, el filósofo se detiene en este punto y considera que es «el mundo propio» el que pretende justificar tal deseo. Si dejamos al margen el deseo de ser respetado que emerge en el contacto con el mundo de los otros, junto al de ser elogiado, y nos centramos en el de ser amado, no podemos dejar de pensar en su absoluta necesidad. La renuncia a tal deseo que la vida tiene que ir reduciendo, como confirma toda ascesis proceda de la religión que proceda, no puede sin embargo acompañarnos desde el inicio. Es decir, que en el amanecer de la vida no es posible eliminar algo tan natural y espontáneo como puede ser la necesidad de ser amado por la madre. La carencia del amor de la madre exige una compensación que un niño que la sienta radicalmente, solo la puede encontrar en la construcción de un mundo propio. Tal mundo propio no es el justificante del reclamo del ser amado, sino lo que llena el agujero de la falta de amor. Es un vacío doloroso, una herida que no se cierra nunca, y que puede ser extraordinariamente creativa y productiva.

Tal es el caso de María Negroni, cuya escritura a lo largo de toda su vida ha levantado un mundo en el que se reconoce y se explica, en el que se refleja y se comprende. Es un mundo hecho de edificios en el que se percibe el cuidado de las elecciones y las afinidades, donde ella entra e indaga, determinando las diferencias, reconociendo las semejanzas, para finalmente situarse ante ese mundo siempre inacabado, siempre abierto a otros nuevos, y a que sus elementos puedan ser dispuestos de otro modo, sacando y volviendo a colocar, para que la imagen sea lo más precisa posible, lo más fiel posible, y logre desvelar aquello indecible, incomprensible, el punto ciego, invisible, que siempre está ahí, desconcertando y desorientando el rumbo de la vida. En ese lugar, entre el desamor y la construcción del mundo propio, es donde quiero situarme. Es finalmente El corazón del daño, el relato que acaba de publicar Random House, la historia que desvela por qué María Negroni ha construido el mundo que ha construido. Elijo el Pequeño mundo ilustrado, publicado por Wunderkammer en 2016, como ejemplo de construcción de ese mundo propio, lo que naturalmente es algo que se despliega en toda su obra —sea poesía, ensayo o relatos— pero que quizás sea en este libro donde alcanza mayor visibilidad, debido a que se concentra en la idea del mundo como enciclopedia, como diccionario o como colección, que ha sido el formato de mundo propio de esta escritora. En El corazón del daño asistiremos al nacimiento del impulso de escritura como compensación de la carencia. En el Pequeño mundo ilustrado asistiremos a la construcción de ese mundo propio.

1.

Tu cuerpo, Madre, apenas llegado, decía:

Estoy ausente.

A esto lo he llamado escribir. (P. 31)

Madre: escrito en mayúscula. La escritura se define aquí como la ausencia del cuerpo de la Madre. En la casa de la infancia hace mucho frío. «Del comedor helado a la puerta de mi habitación, kilómetros. (p. 17)». «Me quedaba en tu campo helado, rodeada de sustos. (P. 25)». «En ese páramo, en tiempos de esos días, los sentimientos se destejían más rápidos que la nieve y una coraza empezaba a cercar el corazón. (P. 22)». «¿Quién me calienta, quién me ama todavía?», le hace decir Nietzsche a su Ariadna en su ditirambo Lamento de Ariadna. Las imágenes del sol poniente, del paisaje helado, son recurrentes para aludir a este estado del ser que siente el desamor. La reina de las nieves se pasea en los textos de María Negroni. La Madre también tiene frío: «Me dice que tiene frio, me pide que me acueste con ella, que la abrace, que sea su mantita. (P. 46)». Nunca mejor expresado esa utilización que quiere ser amor y es lo contrario del amor. Entre el frui (disfrutar) y el uti (utilizar) se abre una distancia inmensa pero además muy peligrosa, porque es muy difícil distinguir uno de otro. «Está el mandamiento del amor recíproco, pero se plantea el problema de si un ser humano es amado por otro como tal ser humano (propter se) o por mor de alguna otra cosa. Si un ser humano es amado por sí mismo, fruimor eo [disfrutamos de él], si no, utimor eo [lo usamos]», comenta Heidegger en su exégesis de san Agustín. Convertir a la hija en «mantita» es claramente una utilización, que tantas y tantas veces ocurre en la llamada relación amorosa, pero que, en realidad,  está muy lejos de ella, aunque sea tan difícil darse cuenta.

En este relato María Negroni recuerda y revive su sentimiento en el trato con la Madre de un modo intenso, pero sobre todo desvela todo aquello que podría haber permanecido en lo oculto, sobre todo para ella. Ese carácter de desvelar lo oculto que tiene todo el relato, de lo que realmente es, frente a lo que parece, se muestra con toda transparencia al reproducir una carta a la Madre (p. 103) en que todo parece «normal», en que la relación parece transcurrir dentro de una cotidianidad amable. El contraste entre el relato y la carta es tan agudo que abre el abismo existente entre las apariencias y la realidad. El corazón del daño está ahí justamente para eso, para enseñar a quien no se ha dejado domesticar por la amabilidad de las apariencias, para exponer la crudeza de la realidad que se alcanza por medio de una escritura que es indagación. Después de oír a la Madre que quiere morir, la Madre aquejada por el asma y otras enfermedades sin fin, leemos:

No quiero que nos deje solas [se refiere a ella misma y a su hermana pequeña]. No tan todavía solas, ni tan enteramente, sin su amor friolento, en el jardín de la experiencia.

Con el desmorono, empiezo a escuchar un ruido: el motor implícito de la escritura. Lo que será después mi poesía, nuestro secreto tácito, un pacto entre las dos.

Empiezo a reunir cosas, o bien sombras verbales de cosas, pera enterrarlas más tarde en algún libro que tendrá, como todos los libros, la forma de una caja. (P. 48).

Vale la pena detenerse un momento en este pasaje (como, por lo demás, en casi cualquiera de los textos de esta escritora), pero este en particular, porque atañe al asunto al que hemos querido dedicar esta presentación. Todo empieza por «un ruido», —ella no dice «sonido»— dice «ruido», al que de inmediato llama «el motor implícito de la escritura». Es éste posiblemente el primer anuncio de la escritura que todavía carece de toda musicalidad para ser solo «ruido». Solo después alcanzará «el sonido» a través del acto transfigurador de la escritura. Pero a este «ruido» sucede inmediatamente un acto: «reunir cosas», es decir, el acto natural del coleccionista. Lo que sigue después nos alerta acerca del carácter peculiar de esa «reunión de cosas», propia de María Negroni y de toda la genealogía que ha reconstruido a lo largo de toda su obra. La «reunión de cosas» es para ser enterradas en algún libro «que tendrá —dice— como todos los libros, la forma de una caja». [Me permito una pequeña digresión: recuerdo cuando con Enrique Granell hablábamos de una posible edición de Bronwyn de Juan Eduardo Cirlot. Un día, me trajo un proyecto en el que lo que planteaba era hacer una «caja Bronwyn». Añadiré ahora que conozco a María Negroni gracias a Enrique Granell. Cuando le pasé al editor el proyecto, me contestó que él no hacía cajas sino libros]. Sirva esto solo para comprender cómo se forman las «familias». En efecto, hay quienes piensan en el libro-caja, o que una caja es un libro y viceversa, y quienes no encuentran ninguna relación entre uno y otro. Al gran artífice de las cajas, Joseph Cornell, María Negroni le ha dedicado páginas memorables. Sobre la vida de la forma libro, escribe:

Un libro es, al principio, algo redondo.

Después se ajusta.

En cierto momento se corta la esfera, se aplana, se la transforma en rectángulo o paralelepípedo.

Se da al planeta forma de tumba.

Al libro le basta con esperar la resurrección. (P. 13)

«La Intimidad es redonda», decía Gaston Bachelard, y ese fue el punto de partida para el gran proyecto Esferas de Peter Sloterdijk. Libro/esfera/planeta/tumba: la seriación simbólica es prodigiosa y en ella ya se advierte la corriente gnóstica que invade el pensamiento y el sentimiento de María Negroni. Pensar el mundo como tumba es propiamente una idea gnóstica que no termina con la secta histórica de los gnósticos, sino que sobrevive a lo largo de los siglos a través de los Piranesi y hasta la poesía del siglo XX, cuando ya no hay dónde exiliarse porque se ha perdido el Oriente de luz y solo queda la posibilidad de construir mundos paralelos, mundos extraños, incluso siniestros. En El corazón del daño hay un pasaje que se repite —creo que es el único en todo el libro—al menos el final (pp. 39 y 99), y que corresponde al comentario de una fotografía:

Hay una fotografía en blanco y negro en que estamos las tres: Mamá, mi hermana y yo. Mamá tiene un solero a cuadros, gris y blanco, el pelo negro, una sonrisa joven. Mi hermana es un renacuajo con un dedo en la nariz. Yo —once años contra el sol del balcón que da a la calle Azcuénaga— presagio de tristeza. Por mis ojos negros, como no los tuve nunca, cruzan barcos guerreros, lanzas y hombres hambrientos de poder, es decir deseosos de mujer. Veo que los barcos se acercan y que aún no he decidido: a) si quiero que los barcos se hundan, y con ellos los hombres y todo lo demás; b) si yo misma he de apurar las armas y subir a los barcos; c) si he de ignorar a los barcos y quedarme al lado de Mamá para siempre, pero eso se parece demasiado a la muerte.

Mientras lo leía, pensaba «esto es la encrucijada», y así efectivamente lo tituló Encrucijada, pero añade que también pudo llamarse «Primer golpe de adolescencia». Ya sabemos que eligió la segunda posibilidad, pero también sabemos que la primera y la tercera no le abandonaron nunca.

2.

En El Corazón del daño leemos:

Siempre fui adicta a las enciclopedias.

Muchos años después, con el dinero de una beca, compré la Enciclopedia Britannica en la librería Strand de Nueva York.

Más tarde aún, transformé la adicción en teoría.

Tuve la audacia de decir que la tecno-arcadia del Capitán Nemo y la Enciclopedia de ciencias, artes y oficios de Diderot y D’Alembert, son equivalentes. También, que existe afinidad entre la colección de ‘histéricas’ de Jean-Martin Charcot, el Diccionario de lugares comunes de Flaubert, las cajas de Joseph Cornell, los falansterios de Fourier, el Mundaneum de Le Cobusier, las taxonomías de Linnaeus, las exposiciones universales y ese texto inclasificable que es La biblioteca ideal, de Raymond Queneau.

Vaya una a saber.

Las mezcolanzas son mercados de pulgas de la imaginación.

Bienvenidos a la salvación y perdición simultánea del poema. (P. 44)

Fue en el texto titulado «Enciclopedias» del Pequeño mundo ilustrado donde María Negroni tuvo la audacia de decir que «la tecno-arcadia del Capitán Nemo y la Enciclopedia de ciencias, artes y oficios de Diderot son equivalente pues ambas son microcosmos —pequeños cofres alfabéticos— que permiten ordenar el caos de la historia, manteniendo a raya lo escurridizo, lo efímero, lo conjetural. En ellas, cada entrada es un espécimen momificado, una reliquia que ha sido aislada del continente referencial de la enunciación (de las violencias del mundo) y que, por eso mismo, tranquiliza». (P. 71) El caos de la historia, es decir, del saeculum, el siglo o el mundo, tiene que ser de algún modo reparado con un orden que ofrezca protección, tranquilidad, como el orden del alfabeto por ejemplo. Aunque Negroni no olvida la otra cara de la enciclopedia, la de ser una momia, una reliquia que aquí solo es resto y ya ha perdido toda connotación sagrada. Se podría hacer un diccionario con las voces imprescindibles de María Negroni: marioneta, maniquí, autómata, caja, castillo, noche, cine… Pequeño mundo ilustrado es como un museo en el que en sus vitrinas vamos encontrando a sus autores (Cornell, Baudelaire, Poe, Robert Walser, Athanasius Kircher…) y sus paisajes (las Wunderkammer, los palacios de cristal, Bomarzo, los dioramas …). Una inmejorable definición de lo que es una enciclopedia nos la ofrece ella misma cuando describe la «enciclopedia mágica de Walter Benjamim» en El arte del error:

Vale la pena insistir. Quizá el rasgo más nítido de toda colección sea este: en ella, lo que se buscaba es un encierro, una protección, un ensoñadero: uno de esos lugares que —como el museo, la biblioteca, el gabinete o el poema— permiten albergar descubrimientos, rarezas, piezas únicas, es decir, presuntas huellas de una experiencia auténtica. He aquí un escenario proclive a la acumulación y la privacidad, simultáneamente adicto a lo infinitamente ínfimo y a lo infinitamente inasible, con el cual el yo cuantifica su deseo, lo ordena, manipula y carga de sentido. (P. 30)

En la escritura de María Negroni constantemente pueden percibirse esos saltos, como el que va de la «tecno-arcadia del capitán Nemo a la Enciclopedia de Diderot», propios de lo que Binswanger denominó «ideas fugaces» y Baudelaire había llamado fusées: es decir, un pensamiento irruptivo que explota como un cohete para pasar al siguiente que no está unido al anterior por una estricta lógica, sino por la ley de asociaciones, esto es, por la que rige la imaginación. Por eso un autómata es como el cine pues «¿No hay en él, acaso, un proceso de embalsamiento, de momificación de la vida? ¿No está hecho de fragmentos pegados en una tira de celuloide? ¿No son sus personajes como androides que vuelven una y otra vez… (p. 60)». «Embalsamiento», «momificación»: la muerte se extiende por doquier como un manto gigante del que nada puede escapar, y lo único que puede hacerse con ella es simplemente tratar de conservarla porque de ese modo parece que se atrapa algo de la vida. Del mundo construido por María Negroni el castillo posee una presencia particular. No es el castillo medieval, sino el gótico, me refiero al de la novela gótica que tanto apasionó a los surrealistas. Es el castillo de Horace Walpole, y más allá, el de la condesa sangrienta, cuya historia escrita por Valentin Penrose, prologó María Negroni. En el prólogo se establece una perfecta relación entre castillo y escritura; de hecho, el prólogo se titula «El castillo de la escritura» y de pronto leemos:

Como toda mansión gótica, el castillo de Erzsébet Báthory es una morada helada. Una casa negra y vertiginosa donde la apatía coincide con el encierro claustrofóbico y la mirada se ejerce como jurisdicción. Parecido al hogar congelado y eterno de «La reina de las nieves» de Andersen o al castillo maldito de Cruella, todo aquí es ausencia o, lo que es igual, hiperpresencia desfigurada de lo maternal: un mundo de vírgenes de agua recibe en él su cuota de abrazo frío. (P. 15)

He comenzado hablando de la ausencia del cuerpo de la Madre y terminaré hablando de la «hiperpresencia desfigurada de lo maternal» que es su equivalente. Cierto, porque si hubiera habido presencia del cuerpo entonces, cuando era necesaria, no habría habido esa «hiperpresencia» cuando ya no tenía que ser necesaria, sino que, más bien al contrario y al menos para la vida, ha sido un obstáculo que solo la escritura ha podido sortear.

Entre El corazón del daño y Pequeño mundo ilustrado se abre un espacio intermedio en el que ambos libros se encuentran y con ellos, la experiencia del desamor y la construcción de un mundo. El primero descubre lo indecible y hace comprensible la existencia del otro. Un hondo sentimiento de muerte invade ambos. El mundo construido no es sino la tácita mostración de ello. Paseamos por las mazmorras del castillo, por los jardines-laberinto que se repiten sin descanso y que se parecen mucho al de L’année dernière à Marienbad. Pero «hay que remontar la noche como un río tenebroso para intuir de qué están hechas estas fortalezas, qué se esconde tras esos buques-fantasmas, la consternación de su estructura laberíntica, sus trampas activadas por nadie o por espectros nerviosos  (p. 48)». Nos damos cuenta de que esas fortalezas son la negación de este mundo en que habitamos cotidianamente, o mejor dicho, su destrucción en presencia, siempre actualizada. Los asesinatos que puedan cometerse en ellas, reales o imaginarios, son expresión y gesto de una voz que dice «No» en la convicción y el hondo sentimiento de que «este mundo es la concentración de lo imposible» como dijo otro poeta. Pero de todo este horror emerge un brillo salvífico y ese no es otro que el brillo de la escritura de María Negroni.

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Un comentario

  1. E.Roberto

    ¡Qué buen artículo! Aplausos. No se sabe muy bien dónde termina el objeto de estudio y dónde comienzan las reflexiones de la investigadora. Maravilloso. Para leerlo dos o tres veces. “Que las madres amen a sus cachorros sigue siendo un misterio para mí. A veces creo que sucede lo mismo como cuando alguien encuentra un objeto por la calle, de valor ciertamente, y entonces nos asaltan varios instintos contradictorios: devolverlo a su dueño (difícil si no imposible tarea) y tenérselo para si, mucho más fácil, y que el tiempo y su lógica interna si la tiene haga el resto, total, después llega el olvido y solo queda la escritura. Y agreguemos que, según la ciencia, todavía no se ha individuado un area del cerebro avocado a aquel fin, al instinto materno. Mi vieja me decia que, por ser varón yo sería “carne de cañón”, como lo decía su padre, o sea mi abuelo que no conocí y jamás vio un guerra; y nunca supe que otros y contundentes proverbios le habría dicho a mi hermana que jamás me siguió en mis barrabasadas, dignas de coscorrones, rebencazos… cuando me alcanzaba. Creo que la odio todavía porque fue mi inicio, un trámite de la nada al día, y yo para ella solo un encuentro que duró lo que dura la infancia, y además me habría gustado que hubiese sido linda como las actrices del cine, pero nada, solo cocina, marido, ropa para lavar, la casa y al final los hijos si había tiempo; solo cuando cantaba me embelesaba con los tangos de Magaldi, y dos o tres veces cuando me peinaba para ir al colegio, que dicho sea de paso parecía que le atraían más mis pelos rebeldes y negros que mis ojos que los suyos buscaban. Y para colmo yo sabía, y no sé como, que no podía cambiarla, ella era mi madre, una certeza absoluta, una tiranía, una injusticia; mi viejo fue una sombra sonriente cuando me miraba”

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