Sociedad

Resolviendo el enigma de las noches de verano: la ilusión de la eternidad

Escena de El sueño de una noche de verano. Titania y Bottom, de Edwin Landseer, (1848) noches de verano
‘El sueño de una noche de verano. Titania y Bottom’, de Edwin Landseer. noches de verano

Se han escrito canciones y se han ambientado películas y libros cuyos momentos estelares suceden en las horas más tardías de los meses de verano. El icónico baile de Armie Hammer en Call me by your name (Luca Guadagnino) —cuando corría aquel tiempo en que todavía se podía disfrutar inocentemente al no conocer las acusaciones contra el actor por su fetichismo caníbal y abusos—, no sería tan romántico a plena luz del día de un frío febrero y, probablemente, la escena de Y tu mamá también (Alfonso Cuarón) en la que Gabriel García Bernal, Diego Luna y Maribel Verdú beben mezcal y se cortejan en un chiringuito tampoco hubiera generado el mismo efecto en un mediodía otoñal; a nadie se le ocurre pensar en el mantón mágico de Sueño de una noche de verano (Shakespeare), que cubre a ese grupo de hadas, romances mitológicos y una cabeza de burro, sin relacionarlo con el misticismo de la festividad de san Juan. 

De alguna manera, cuando el sol baja los plomos y las playas, las ciudades y los campos se extienden en la oscuridad durante la época estival, aparece la idea —o la ilusión—, de que durante esas horas el mundo no posee ese rostro archiconocido al que se saluda cada día, sino que tiene un destello diferente en la mirada y su voz se vuelve más melódica y suave, más parecida al murmullo de las olas o al sonido de las chicharras que al chillido del claxon de las ocho y media de la mañana. Todo se vuelve más sencillo y primigenio, con un cabello en el que las canas brotadas a causa del estrés se han difuminado con los colores trigueños, dorados, cobrizos y negros. En definitiva, se logra alcanzar, por primera vez en tiempo, quizás en meses, la calma; se pierde esa necesidad de control que tanto determina los actos y las decisiones diarias, porque se sufre la incapacidad de vivir en la incertidumbre. Los brazos se balancean ligeros y aparece una versión de uno mismo mucho más parecida a aquella que no tenía tanto miedo a divertirse, ni a fallar. 

Hot summer nights, mid july, when you and I were forever wild, recitaba Lana del Rey en su canción «Young and Beautiful», que fue concebida como parte de la banda sonora original de El gran Gatsby de Baz Luhrmann y terminó convirtiéndose en uno de sus himnos. En el tema se pregunta si su enamorado la seguirá amando cuando ya no sea joven y hermosa, y elige precisamente esta imagen de las noches de verano para evocar el enamoramiento porque, en ese contexto platónico, uno puede elegir ser salvaje y querer como si el amor nunca se fuera acabar; se es joven y la ilusión de la eternidad está en el aire.

Parte 1. La ciudad (es otra)

Quien vive en una metrópoli durante muchos años suele nadar en un flujo de amor-odio que viene dado por una relación en la que el abuso de poder de la ciudad es evidente; consigue mantener a quienes residen en ella atados, gracias al viejo juego de dar constantemente una de cal y otra de arena. Sabina afirma que Madrid es una ciudad invivible, pero insustituible y Xoel López se pregunta en la canción que lleva el nombre de la capital, si dicha localidad le abrazó o le engulló, si le besó o le curtió. No obstante, concluye que entonces ya era preso de sus calles, que en ella confluyen todos sus caminos y su luz le atraviesa cada día. En otras palabras: es capaz de desquiciar a un santo, pero al fin y al cabo termina enterneciendo.

Estas cuestiones negativas, sin embargo, carecen de sentido cuando Bibiana Álvarez canta «Luz de Luna» de Chavela Vargas en el balcón, durante una noche calurosa del verano en Kika, de Pedro Almodóvar, o cuando Carmen Maura grita «¡Riégueme!», caminando por la noche sobre las aceras abrasadas de algún barrio de Madrid en La Ley del deseo, del mismo director. El barrendero, efectivamente, le consiente ese generoso manguerazo, que se convierte en una de las imágenes más conocidas del cine español y que jamás de los jamases tendría cabida durante una noche de otoño, ni siquiera en una de primavera, porque entonces la ciudad sigue siendo la misma, no ha entrado todavía en esa especie de bucle espacio-temporal que son julio y agosto, en el que incluso el transporte público, el trabajo y la rutina, transcurren de forma diferente —y eso que en los últimos años recuerda más a Mad Max: Fury Road (George Miller), que a aquellas deslumbrantes calles retratadas por el director manchego, pero eso es otro tema que no compete en este momento—.

Ya existen filmes que han tratado como temática principal la incursión en la rareza que envuelve a las grandes ciudades durante los meses más calurosos del año, que da pie a fantasías e inquietudes. Mark Fisher establece en su ensayo Lo raro y lo espeluznante que lo raro forma parte del ámbito de la subjetividad y es, en definitiva, «una percepción de la realidad deformada», lo que considera que, aunque resulte familiar, puede llegar a asustar porque no forma parte de lo que normalmente tiene lugar. Obras como La virgen de agosto (Jonás Trueba), demuestran que las noches de verano tienen algo tan especial —y raro—, que son capaces incluso de dejar a una mujer embarazada sin tener relaciones sexuales, por obra del espíritu santo o del embrujo de las fiestas de barrio, ese interrogante queda en el aire.

Parte 2. La playa (sin tiempo)

Incluso en esos días de celebración en los que se congrega a amigos o familiares y se queda para pasar un buen rato y salir de fiesta, se cae en la poderosa tentación de mirar el reloj: al día siguiente seguro que, aunque quizás no haya que trabajar, se busca descansar para no estar absolutamente demacrado el lunes, o quizás hay que poner lavadoras, o aprovechar para hacer la compra, limpiar o hacer una de esas tareas rutinarias que son estrictamente necesarias para no terminar como una regadera. No obstante, en la playa, de noche, no hay tendales, ni gimnasios, ni quehaceres del día siguiente. Brinda la oportunidad para fluir genuinamente y dejar el cerebro en pausa, acciones tan inalcanzables que bien podrían corresponder al deseo que se le pide a una estrella fugaz durante el solsticio.

El lenguaje permite descifrar el modo en que se vive y se percibe la realidad. En ocasiones, ni siquiera se poseen recursos para explicar lo que se siente porque en la lengua materna no existe término para ello, bien porque a sus hablantes no les ha hecho falta, o porque no han encontrado cómo describirlo. Eso es lo que siente precisamente el pintor alemán Friedrich Kunath, que bautizó a una de sus series de cuadros, actualmente expuesta en el Centro de Arte Contemporáneo de Málaga, There must be a spanish word for this feeling. Y es en esta ciudad, precisamente, donde existe un término para denominar las reuniones nocturnas en la playa. La palabra «moraga» nació para hacer referencia al ejercicio de asar pescados y frutas al aire libre, pero con el tiempo se ha expandido en el imaginario colectivo de la región, resignificándose hasta unir a los ciudadanos con motivo del encantamiento de estas festividades, que tienen lugar en la intimidad del semicírculo de las calas. Decía Geoge Steiner que lo que no se nombra no existe y, por consiguiente, el hecho de que exista una palabra para designar estas festividades, significa que tiene el suficiente calado en la esfera social y emocional en la región como para necesitar algo con lo que referirse a ellas. Efectivamente, como meditaba Kunath, hay una palabra en español para este sentimiento.

Las moragas, dado su origen, tienen una relación indestructible con el fuego, cuyas supuestas propiedades purificantes se han reiterado hasta la saciedad. Ejemplo de ello es la Biblia, concretamente 1 Pedro 1:7: «La fe de ustedes es como el oro, su calidad debe ser probada por el fuego. ¿No será ese el fuego del que habla Jesús? No es un fuego que destruye, sino uno que purifica». Pues bien, las noches de verano son, en la playa, una suerte de hoguera cristiana que consigue silenciar aquellas preocupaciones que tienen cabida durante el resto de días, reduciéndolas a cenizas y volando, mínimas, hacia cualquier otra parte. 

Son ilusiones (qué más me da) 

Que decían Los Chichos

Borges dedicó unas ciento veinte páginas a reflexionar acerca del concepto de la eternidad en un sesudo ensayo que realiza un recorrido filosófico, cultural y lingüístico sobre dicho tema. En Historia de la eternidad es fácil perderse entre todas las referencias y meditaciones que se alejan de la parte más romántica del término y se ciñen a su esencia (no) material, examinando concepciones platónicas, cristianas, lingüísticas y literarias—como en el ejemplo en el que estudia Las 1001 noches—. En definitiva, redunda sobre un tema que tiene tantas perspectivas como se le quiera otorgar y una extensa lista de emociones contradictorias al respecto. Con todo, por mucho que se teorice sobre ello, la eternidad debe su popularidad al enigma que la conforma y ha inspirado desde historias paganas e inundadas de magia sobre criaturas que hacen pactos con el diablo hasta todas las religiones que creen en la resurrección de los muertos, como el judaísmo, el cristianismo o el islam. De cualquier manera, creyentes y ateos, casi todo ser humano tiene la suerte de desear, en algún de su vida, no morir jamás.

Cabe pensar que el misterio de estas noches de verano es precisamente que significan la promesa de un momento eterno, de los que se quedan guardados en algún cajón de la memoria; cuando recorren las conexiones cerebrales se puede percibir de nuevo el aroma que inundaba el espacio, la imagen que veían los ojos, la canción que rebotaba contra el aire y esa brisa fresca que daba un respiro al picor del sudor en la piel. Es posible que la nocturnidad estival ofrezca la esperanza de que, estando tan plácidamente, si se falleciera al salir el sol, se haría repuesto de la fantasía y de la energía que tanta falta hace durante los otros días. O quizás van más allá, y no es que ofrezcan la sensación de que al alba uno se iría de este mundo feliz, sino que estas noches tienen la capacidad de generar la ilusión de que, realmente, son eternas. Ray Loriga titula a su último libro Cualquier verano es un final y probablemente tiene razón. No obstante, a ese fin le preceden las noches estivales. Quizás quienes las disfrutan de verdad, durante unas horas, siempre serán jóvenes.

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Un comentario

  1. Pablo Soto Rodriguez

    Maravillosas reflexiones de humanismo en tiempos convulsos.

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