Cine y TV

‘The Architect’, una gentrificación distópica

The Architect. Imagen Filmin.
The Architect. Imagen: Filmin.

The Architect es como un Lanthimos en sus primeras obras, por eso del presupuesto y por lo brutal de lo social, solo que menos violento y menos morboso. Menos violento explícitamente, misma violencia estructural, en este caso en el acceso a la vivienda, que no nos falta ni en la ficción ni en la realidad.

The Architect nos ofrece una realidad ficcionada, una metáfora un tanto cómica con personas que caminan en una cinta en un escaparate de ropa, drones como mensajeros y máquinas que nos hablan en los espacios a nuestro paso o nos informan sin ningún contacto humano si podemos optar o no a una hipoteca. Un juego y una parodia que solo hace visible la precariedad laboral de nuestros tiempos, lo absurda que parece llevada al extremo —como todo parece absurdo si se lleva al extremo— y que no se aleja tanto de una realidad de repartidores sobre patinetes, de guionistas vs. IA y de un barrio rojo de Ámsterdam que sigue siendo muy legal. Hoy ya somos un número binario más. No resulta una realidad tan distópica, lamentablemente. Es bastante real, bastante a la vuelta de la esquina, bastante YA.

El argumento de la serie se centra en una arquitecta que trabaja de becaria en un estudio de arquitectura y que no puede pagarse un piso en el centro de la ciudad —sutil guiño feminista a un techo de cristal en que la arquitecta se queda de becaria y el arquitecto se hace famoso—.

Lo que vemos en The Architect es una sociedad muy actual, pero resignada a los brutales apuñalamientos del capitalismo que hacen imposible la vida digna. Tan literalmente que en el capítulo uno sigue este diálogo: «La gente no debería ser apuñalada para poder pagarse un piso aquí en el centro». ¿O es que alquilar es que te apuñalen?

En los últimos años, las grandes capitales europeas se han visto asediadas por hordas de turistas que colonizan el centro de las ciudades y piden refugio y comida. Sin ningún control por parte del Estado, grandes inmobiliarias han ocupado pisos y edificios enteros con el fin de convertirlos en apartamentos turísticos. El espacio es limitado y la consecuencia lógica es que, a falta de materia, los precios suben. Los barrios se ponen de moda, se sustituyen las ferreterías por tiendas de souvenirs, se cierran librerías y se abren Starbucks y los ciudadanos deben quedarse con las pocas viviendas que les quedan a precios desorbitados. Lo que inevitablemente obliga a la población local a desplazarse a la periferia, a barrios más baratos y, en consecuencia, alejados del centro. «Las familias tienen que competir con los fondos de inversión o los inversores extranjeros. La vivienda se sigue viendo como una inversión, no como un bien que tiene una función social». Esto no es el argumento de la serie, esta es la desesperada realidad.

En Madrid, el precio de la vivienda ha aumentado un 4.9 % respecto al año pasado, que ya estaba bastante inflado, y no tiene pinta de bajar. En Venecia, simplemente ya no hay casas donde vivir al priorizar los pisos turísticos ante la vivienda de larga duración, lo que ha reducido la población de la ciudad de 175 000 habitantes en los años 50 a menos de 50 000 en la actualidad. Otro tanto de casos similares lo encontramos en las capitales europeas, aunque muchas ya han hecho un primer intento por regularizar al fin los alquileres turísticos: Berlín, Lisboa, Nueva York… Y nosotros cruzamos mientras los dedos para que llegue pronto a la nuestra.

Durante la Revolución Industrial, el movimiento de lo rural a las ciudades creó los centros urbanos; ahora estos centros se vacían en favor de la ley del dinero. «Gentrificación» viene de la palabra inglesa gentry, que quiere decir aristocracia o alta burguesía. La etimología nos viene al pelo, nada se refleja mejor en The Architect que una ciudad para burgueses.

La sociedad es un ente en movimiento en el que cambia todo a la vez y en The Architect se trata el tema de la vivienda en todo su conjunto, las problemáticas que van de la mano y que se engloban dentro del modelo de sociedad posmodernista y tardocapitalista en el que vivimos. Urbanismo, arquitectura, sociedad, economía, estructura relacional… Todo se mueve al mismo tiempo y se interrelaciona. Lo público afecta a lo privado que luego afecta a lo público, pero esto nos cuesta más aceptarlo, aunque uno provenga de otro. Lo grande afecta a lo chico y luego a lo chico que le den.

Los grandes cambios sociales de las últimas décadas han dado lugar a una reorganización familiar y esto afecta inevitablemente a las necesidades habitacionales. Estamos ante un cambio del modelo de vivienda porque también estamos ante un cambio de modelo social. El individualismo, la precariedad laboral, la independencia económica de la mujer; todos factores que han llevado a que la familia nuclear, entendida como mamá, papá e hijos, ya no sea la regla. En las ciudades, cada vez hay más parejas sin hijos, personas que viven solas o diferentes patrones de convivencia con amigos o compañeros de piso. Todos ellos necesitan una vivienda que no se está construyendo y habitan casas que siguen teniendo una habitación matrimonial destinada a la pareja y otras habitaciones más pequeñas destinadas a los hijos. Este plano arquitectónico es una estructura decadente basada en que la familia es la única que puede y debe acceder a la propiedad privada, como centro de la sociedad de consumo y de los cuidados y necesidades afectivas.

«Si los estilos de vida cambian al ritmo de las sociedades avanzadas, la domesticidad parece permanecer ajena a las transformaciones sociales»1

Parece que la sociedad cambia más rápido que la casa, cuando la casa debería ser un reflejo de nuestras necesidades, construirse según nuestra demanda, y, sin embargo, se nos impone un modelo que ya no está vigente y que resulta muy político. En The Architect se alza la misma pregunta: ¿para quién estamos construyendo estas casas?

¿Para quién, realmente? En la serie vemos una sociedad triste, blanca, lisa, en la que el simple gesto de apoyar la cabeza en el hombro del otro se recibe con una sonrisa. Parece que el contacto humano se ha vuelto demasiado poco aséptico. Demasiado íntimo, porque la intimidad no existe en una sociedad individualista. El brutalismo arquitectónico que se menciona en la serie no sabemos si es un claro reflejo de una colectividad parca y represiva o una excusa para abaratar materiales. Por qué no los dos.

Todo nos trae de vuelta a los efectos adversos, a la radicalidad y a la crueldad que nos afecta a nosotros como personas. Con el objetivo del dinero, nos volvemos menos empáticos y aumenta nuestro salvajismo y egoísmo. Nos volvemos seres únicos viviendo en un mundo de muchos y espada en mano. Cada vez nos resulta más difícil relacionarnos con el otro desde el teletrabajo y nuestros pisos de una habitación. La privacidad se ha convertido en un bien cotizado en la era del individualismo y solo se pierde cuando surge la necesidad, como en la imposición de una vivienda colectiva. O como en una pandemia. Es entonces cuando surge la comunidad, ya casi olvidada. 

Esto nos lleva directamente al concepto filosófico y político del uso de la ciudad. ¿Es la ciudad para los ciudadanos o somos los ciudadanos para la ciudad? ¿Nos usa la ciudad o la usamos nosotros a ella? «La ciencia de la ciudad», que decía Lefebvre, «tiene la ciudad como objeto»3.

Desde el urbanismo feminista se lleva varios años reivindicando la puesta en valor de los cuidados, que normalmente recaen sobre las mujeres y las personas que no están inmersas en la vida productiva. De esta forma, se defiende una ciudad accesible, con rampas, calles bien iluminadas y bancos en las plazas y en los parques donde poder descansar. Una ciudad fácil, con comercios y servicios, que acorte las distancias y reduzca la obligación del transporte prioritariamente diseñado para coches y vehículos privados en el mapa urbano. En definitiva, una ciudad que sea agradable de ser vivida, no una que suponga un obstáculo más en la carrera de fondo que se nos ha impuesto.

En este sentido, The Architect también lanza la crítica al plantear la cuestión de arquitectura arte vs. arquitectura para la gente. Sin ánimo de spoiler, la escena «es más que un banco» nos plantea todo un debate moral. ¿Hasta qué punto podemos considerar arte la creación del hombre realizada para ser vivida si no podemos vivirla, si prevalece la estética ante la pobreza, mi privilegio ante tu necesidad? 

En una sola escena que puede pasar desapercibida, pequeña pero que forma una montañita, se cuestiona el planteamiento urbanístico de nuestras ciudades, los beneficiarios reales de un espacio público en el que obviamente no somos el sujeto.

Y así, de un golpe, la ciudad es de los ricos. La ciudad se convierte en un producto porque, en la ciudad para burgueses, todo es consumo y el espacio también es consumido y se capitaliza.

En la serie vemos cómo ya no se nos permite estar parados en un sitio sin hacer nada, simplemente esperando: eso la ciudad no lo puede permitir. La calle, por tanto, se privatiza, y al paso de los minutos estás obligado a pedirte un café o a irte, a continuar el camino de la vida productiva porque la calle no se vive, la calle solo se transita. Me impresiona la paciencia, me impresiona la resignación.

Según el artículo I de la Carta Europea de Salvaguarda de los Derechos Humanos, la ciudad es un espacio colectivo que pertenece a todos los habitantes. The Architect parece gritar: siempre que nadie la compre, claro. Recuerda a esa frase de Simone de Beauvoir que también puede aplicarse a lo urbano: «No olvidéis jamás que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados. Estos derechos nunca se dan por adquiridos, debéis permanecer vigilantes toda vuestra vida».

La crisis de la vivienda planteada en The Architect es una caricatura y un miedo a una situación muy real. ¿Una gentrificación distópica? No lo parece tanto con pisos en alquiler a 1000 euros y habitaciones en pisos compartidos a 500, casas en compra por 200 o 300 000 euros que una persona sola no puede ni soñar, y a veces ni reuniendo dos sueldos.

«Los arquitectos parecen haber establecido y dogmatizado un conjunto de significaciones […]. Lo elaboran partiendo no de significaciones percibidas y vividas por los que habitan sino del hecho de habitar, interpretado por ellos. […] Desde el momento en que estos arquitectos constituyen un cuerpo social, desde el momento que se vinculan a instituciones, su sistema tiende a ensimismarse, a imponerse, a eludir toda crítica».

Parece que la conclusión de The Architect es la misma a la que llegó Lefebvre y plantea una dicotomía moral de la que no tenemos escapatoria ni solución: ¿me adhiero al sistema para sobrevivir o me aparto de él para formar parte de la periferia, del conjunto social degradado?

El debate me resulta conocido. El debate me resulta personal. The Architect es una representación brutal y satírica de una realidad que nos hace llorar, al menos a mí. Porque veo el futuro muy negro, pero el futuro siempre se ve negro hasta que pasa. Y no sé si pasará cuando yo al fin me compre una casa o cuando puedan comprársela los demás. Quizás ese sea el conflicto. Y quizás, de todas formas, lloremos todos.


Notas

(1) Antología de pensamientos feministas para arquitectura”, Zaida Muxí (coord.)

(2) El derecho a la ciudad, Henri Lefebvre.

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8 Comentarios

  1. Aquí el único que hizo casas asequibles de modo masivo para los que emigraban del campo a la ciudad y los obreros fue Franco. Las cosas como son.

    • María José Furió

      después de destruir España, no te jode. En esta misma revista: «¡La derecha española destruyó Madrid! O sea, aquí al lado hay edificios, en el edificio donde yo vivía, Escorial 5, cayó un obús. La derecha española destruyó Madrid y la derecha española reconstruyó Madrid. Volvió a crear casas con muy malas condiciones de vida y con muy malos materiales, y con un nivel energético pésimo, que ahora mismo hay unos problemas salvajes, pero reconstruyó un piso mínimo, es la historia de El pisito. Eso no lo ha vuelto a hacer ningún gobierno y no estoy ensalzando a la derecha porque empiezo diciendo “la derecha lo destruyó de manera salvaje”, como está haciendo ahora Rusia con Ucrania: invadió Madrid, quedó totalmente destrozado y luego lo que hizo fue reconstruir para inmigrantes que vienen del campo. Volvemos a lo mismo, estamos hablando de una guerra civil que tiene motivación económica, porque empieza con la sublevación de los campesinos que quieren propiedad sobre la tierra. Entonces, represión absoluta, destrucción de vivienda, mandan a esos jornaleros, que querían ser propietarios de su tierra, agricultores de derecho, vienen con la cabeza baja, en fila, y se ponen a trabajar en fábricas, a reconstruir Madrid» https://www.jotdown.es/2023/09/jana-leo-entrevista/

      • No sé, si tú lo dices. Pero no me consta que el Madrid asediado de la Guerra civil sufriera una destrucción masiva de vivienda a causa de los bombardeos. Quiero decir, estilo Dresde o Tokio en la Segunda Guerra Mundial. En el centro se conservan barrios enteros con edificios de más de cien años. Y en el extrarradio todo fue construcción nueva: se tiró lo viejo y se construyó lo nuevo. Con muy mala calidad, tal y como señalas. Pero ojo, mala calidad con los parámetros actuales. Con los de posguerra, no lo tengo tan claro. La gente que venía a habitarlos, en sus pueblos vivían poco menos que en cuadras. En cuanto a lo que dices de las revueltas campesinas para pedir tierras, se produjeron bajo la República y fueron severamente reprimidas por ésta: recordemos aquello de Azaña de “disparos a la barriga” en el episodio de Casas Viejas. No hubo revueltas campesinas en el franquismo, sí de mineros, estudiantes y obreros fabriles.

  2. De todos modos, en esa misma entrevista que enlazas, la entrevistada dice lo de la mala calidad constructiva de antes pero afirma que en los últimos veinticinco años apenas se ha edificado vivienda social. No sé, mejor algo, aunque malo, que nada.

  3. Baba Yaga

    Distopia?? Parece más bien el presente. Y se va a poner peor. Ahora que Don Hegemon está en franco declive, la única manera de garantizar su supremacía es hacer que todos los demás estén peor. Olvidense de la vieja movilidad social ascendente, del pobre que con su trabajo se compraba una casa, criaba una familia, mandaba sus hijos a la universidad, que a su vez conseguían mejores trabajos y más dinero. Éso quedó en el lejano pasado. Sanciones por acá, guerras por allá, nos obligan a dejar de hacer negocios con el «enemigo», adiós globalización y cómo quien no quiere la cosa toda la estructura productiva de Europa se está resintiendo, y con ella se esfuma la clase media. Y si a ustedes que supuestamente son el «primer mundo» así les pega, imaginen a nosotros los del quinto lo qué nos espera… Jaja.

  4. He vivido gran parte de mi vida en el centro de Sevilla. Recuerdo que cuando era niño odiaba salir a la calle con mis padres, porque cada pocos minutos se encontraban con alguien que conocían y se ponían a charlar, para mi total aburrimiento, porque no hay nada más aburrido para un niño que tener que esperar sin hacer nada. Para ir a una tienda que estaba a diez minutos andando, tardábamos cuarenta.

    Hoy en día mis padres, que siguen viviendo en el centro, tienen que andar más, porque cada vez quedan menos sitios para residentes a los que ir. Pero tardan menos, porque ya no se encuentran con nadie. Solo quedan ellos. Los demás se fueron a otros barrios o a la periferia.

  5. Ayquéloca!

    Lo mejor es vivir como una servidora, en un casoplón en la mejor zona de Arturo Soria y siguiendo la pauta de hacer lo que Franco decía y yo suscribo sin dudar: «Joven, hágame caso y haga como yo que nunca me meto en política»

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