
Cantaba Joaquín Sabina que «no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió». Y lo hacía en una canción de aires porteños lanzada justo cuando la década de los 80 daba sus últimos coletazos. Hoy, cuando la nostalgia se ha convertido en un rotundo valor capitalista, el recuerdo amable de aquellos años nos asalta desde un gran número de películas y series empeñadas en mirar al pasado con las lentes tintadas del color rosa de la añoranza. Pero la saudade es traicionera, y por eso resulta refrescante ver propuestas como La niña de la cabra, que no temen poner sobre la mesa las grietas de ese discurso simplista de «cualquier tiempo pasado fue mejor».
A primera vista, la nueva película de Ana Asensio parece ajustarse al molde de un cierto cine español reciente: el de obras tan magníficas como Verano 1993 de Carla Simón o Las niñas de Pilar Palomero, entre otras. Cintas en las que sus directoras diseccionan su propia infancia, o al menos conjuran una visión de aquella que emerge desde un pasado que ellas filman sin romanticismo ni demonización; si acaso, con esa dosis inevitable de melancolía de quien recuerda con afecto incluso los momentos más difíciles o dolorosos de la infancia, sencillamente porque son parte de la propia biografía, y porque hagamos lo que hagamos ya nunca van a volver. El segundo largometraje como directora de Asensio se acerca también a un momento vital similar al que filmaban Simón y Palomero: el instante en el que se aprende algo, y al mismo tiempo se deja atrás cierta inocencia. Son umbrales que se franquean a veces sin ser muy conscientes de ello, y que de forma no tan casual suelen venir acompañados de ciertos ritos de paso externos: la muerte de un familiar, el final del colegio, el primer beso, la primera comunión.
Hasta ahí, nada distinto en La niña de la cabra. Asensio filma con delicadeza a su protagonista, Elena (Alessandra González), y se asoma a unos años 80 no tan idílicos como nos sugieren hoy desde tantos frentes. Pero hay algo fieramente singular en las imágenes de una cineasta que, en dos películas radicalmente distintas, deja traslucir ciertos rasgos comunes. Y ese algo es el empleo del miedo como materia prima para la construcción dramática, pero también visual del film.
En ese sentido, la cinta tiene más que ver con otro coming of age más alejado de sus coordenadas cronológicas y geográficas como es Cuenta conmigo, de Rob Reiner (1986), y en El cuerpo, el relato de Stephen King que servía como base. Y no es que estas películas se parezcan en lo argumental, ni tan siquiera en lo tonal, pero planea sobre ambas el contacto entre la niñez y la muerte —el punto a partir del cual ya no hay vuelta atrás—, y también la forma de conjurar el miedo a la Parca mediante las historias. El poder de los relatos se encarna aquí en los versos de León Felipe («…y que el miedo del hombre ha inventado todos los cuentos») y la propia ‘niña de la cabra’ que se convierte en amiga, confidente y objeto de fascinación para Elena. Se trata de la pequeña Serezade —sin hache—, con su nombre sacado de Las mil y una noches y su mundo, tan distinto al de la protagonista que parece fantástico, irreal. Tanto, que sumergirse en él implica cambiar incluso el formato de la pantalla, como cambiaba el color del texto cuando el Bastian de La historia interminable entraba en el reino de Fantasia —ojo, sin tilde—.
Pero quizá la conexión más poderosa entre La niña de la cabra y el film anterior de Asensio, Most Beautiful Island (2017) es la capacidad y voluntad de la directora para abandonarse por momentos a una atmósfera inquietante, incluso malsana. Si allí el film adoptaba un tinte de terrorífico relato criminal para poner sobre la mesa cuestiones de clase y género, aquí el terror vuelve a filtrarse en los momentos más insospechados, con la cabra de los gitanos erigiéndose en demonio de pesadilla: algo hay también aquí de versión de barrio de La bruja, de Robert Eggers. El peso de la religión católica, el miedo que provoca su iconografía y sus rituales, también invade a Elena, y por extensión a las imágenes. El cura, interpretado por un Enrique Villén alejado por completo de su habitual registro cómico, encajaría sin problemas en cualquier cinta de catholic horror, desde La profecía hasta la Hermana muerte de Paco Plaza. Y la colección de referencias no es caprichosa: La niña de la cabra bebe también del propio medio cinematográfico, y Elena se ve perseguida por las pesadillas apenas vislumbradas de El hombre de las figuras de cera (1924). El film cuasiexpresionista de Paul Léni aparece en un televisor que ven los adultos, y su iconografía se graba a fuego en la imaginación de la pequeña, que recordará una y otra vez esas imágenes de manera deformada, como se procesan y se recuerdan las cosas a esa edad.
Es en esta improbable intersección, entre el relato costumbrista de extrarradio, el cuento de hadas y la película de terror, donde La niña de la cabra se aleja de todo posible referente y se erige en una obra con poderosa identidad propia. Y, sobre todo, donde encuentra una vía singular para plasmar en pantalla la incertidumbre y el miedo que se instalan en los momentos más frágiles de la infancia; en concreto, de aquella infancia de los años ochenta donde era tan habitual ver a ETA en los telediarios como encontrar jeringuillas tiradas en el suelo.