
Si un sabio taoísta hubiera existido, nadie lo habría sabido
Roland Barthes
Dos rabinos judíos, en el asiento de atrás de un taxi, circulan por el centro de Nueva York. Uno le dice al otro. “¡Oh, maestro, es usted el mayor erudito de nuestra comunidad de fe, es un líder tan admirable, que a su lado yo me siento insignificante!” El otro de inmediato responde: “No, por Yahvé, usted sí que es el más grande entendido que tenemos en el judaísmo sobre la Biblia y el Talmud; ¡a su lado yo no soy nada!” Al oír la conversación, el taxista dice: «Señores rabinos, ambos son grandes sabios. Al lado de cada uno de ustedes, yo sí que no soy nadie». Uno de los rabinos, indignado, se vuelve hacia el otro y le dice refiriéndose al conductor del coche: “Pero bueno, ¡quién se ha creído este que es!”
Conforme se acerca el conclave para la elección del nuevo papa de Roma, son más numerosos los cardenales que declaran en los medios de comunicación que ellos no quieren ser elegidos, o que no se sienten capacitados, y que ser papa es “una carga enorme”, con lo que entienden que nadie desea serlo. Otros dicen que quien desee ser elegido papa debe estar “enfermo de la mente o del corazón” Ejemplos: Cardenal Carlos Aguiar (aquí), Cardenal Schomborn (aquí), Cardenal Chomali (aquí) y Cardenal Cristóbal López (aquí).
En la película Cónclave (Edward Berger, 2024), protagonizada por Ralph Fiennes, Isabella Rossellini y Stanley Tucci, se cuentan las intrigas que se producen en el encierro de los cardenales en los salones y dependencias del Vaticano para elegir un nuevo papa. El cardenal Aldo Bellini (interpretado por Tucci) representa el ala más progresista y es uno de los favoritos. Cuando, al comienzo del film, el cardenal decano Thomas Lawrence (Fiennes) se encuentra con Bellini antes del conclave, este le comenta con cara de consternación que los periódicos lo sitúan como favorito en las apuestas. Lawrence le dice que él está de acuerdo con la prensa; a lo que responde Bellini con cara triste: “¿Y si no quiero ser papa? ¿Y si no lo merezco?” Lawrence afirma, con aire tranquilizador, que está convencido de que lo merece más que cualquiera de ellos. Según avanza el conclave y Bellini comprueba que el cardenal Tedesco (conservador) tiene posibilidades de salir elegido, se pone nervioso y presiona a Lawrence para recabar para sí todos los apoyos: “Si se elige a Tedesco, la Iglesia retrocederá más de sesenta años, hay que derrotarlo”. Lawrence le afea que utilice la palabra “derrota” con el argumento de que no se trata de una guerra. Bellini, muy alterado, responde gritando: “¡Sí es una guerra!”
¿No han visto la película los cardenales que han acudido en estos días a Roma para elegir al sucesor de Francisco? ¿No saben todos estos cardenales que se dejan entrevistar por periodistas que los medios de comunicación, por fieles que intenten ser a sus declaraciones, distorsionan lo que dicen? ¿Es la falsa modestia una forma de arrogancia? ¿Es la soberbia el peor de los pecados?
El cónclave
Cuando se elige un cargo político, lo habitual es que los candidatos se presenten en sus campañas electorales con el argumento de que conocen mejor que nadie cuáles son las soluciones a los problemas de los ciudadanos y que ellos y su partido son la mejor opción. Hablando en plata dicen: “Votadme a mí porque soy el mejor”. Pero, cuando se trata de elegir al sucesor de san Pedro y al “representante de Dios en la tierra”, ese argumento es el menos inteligente; estratégicamente no es el más correcto. Jesús de Nazaret dijo: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29) y “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Marcos 9:35).
¿Cómo se resuelve un problema como este? Si los cardenales reunidos a puerta cerrada en el conclave aciertan y eligen al mejor de entre ellos, deben haber escogido al más humilde. Si realmente es el más humilde, el elegido debería negarse a aceptar el cargo de papa porque sabe que lo va a hacer fatal: el conocimiento de su debilidad como hombre y de la inmensa tarea que se le pone por delante debe llevarlo a dar las gracias amablemente y renunciar acto seguido al nombramiento. Estamos en un callejón sin salida. Un creyente que quisiera convencer al elegido de que aceptara, podría argumentar que en el nombramiento va incluido un chute de fuerza divina y de discernimiento que el Espírito santo le va a insuflar desde el mismo momento en que sea instituido como papa. Pero, aun así, el elegido (humilde él, repito) debería preferir que esa energía y capacidad de entendimiento recayese sobre otro mejor que él, menos imperfecto; la tarea es ingente.
Cuando a Jorge Bergoglio (Francisco) se le comunicó en 2013 que había sido elegido papa, añadió a su aceptación la frase “Soy un pecador”. En esa frase y en algunos ramalazos de soberbia e intemperancia del difunto papa durante su mandato se basa Javier Cercas en su último libro para afirmar que, como en el caso de San Pedro, no se escogió al mejor sino al más humano. Juan Manuel de Prada, siguiendo a su amado Chesterton, afirma que gracias a eso —a ser dirigida por débiles— la Iglesia católica aguanta en pie después de más de dos mil años. Bueno, a toro pasado es una socorrida e ingeniosa manera de salvar el pontificado del argentino. Pero el balance final del papado de Bergoglio no ha sido bueno: que a día de hoy una pareja de católicos homosexuales no puedan vivir su fe de la misma manera que una pareja heterosexual es un escándalo; que oficialmente siga siendo correcto que un sacerdote aterrorice con el fuego del infierno a un niño de diez años por el hecho de masturbarse es un vergüenza; que los divorciados no puedan comulgar (salvo excepciones al arbitrio del cura) es de coña y que, en general, se siga considerando el sexo como algo malo, impuro e insano ( salvo si se practica dentro de un matrimonio bendecido por la Iglesia) es demencial. Todo esto sigue así y el papa no lo ha arreglado. Francisco ha insinuado muchos cambios, pero pocos se han llevado a buen puerto.
La humildad
El asunto de la humildad es complicado. En cuanto alguien sabe o se cree que es humilde, automáticamente deja de serlo. La escritora Iris Murdoch, inspirada por la santa laica Simone Weil, decía que el bien debe ser inconsciente en el sentido de que no es producto de una deliberación consciente o de una elección racional, sino que se manifiesta a través de una atención moral y de una «mirada justa y amorosa» hacia los demás. (La soberanía del bien, Taurus, 2019). Lo mismo aplica para la humildad.
El autor de novelas de éxito y dramaturgo Somerset Maugham (1874-1965), con setenta años cumplidos, publicó El filo de la Navaja (DEBOLSILLO, 2013). Larry, el personaje principal de la novela, acaba de volver de la Primera Guerra Mundial donde ha sido herido. Su novia lo espera para casarse y su futuro profesional se presenta prometedor. Larry no se conforma con una vida acomodada y rutinaria y decide dedicar varios años a viajar y a conocerse. Termina en la India y allí encuentra la iluminación. Entiende que el sentido de su vida está en redimir a los condenados, a los que han escogido el camino equivocado. El empeño salvador de Larry en varias ocasiones termina mal y acaba generando más daño que bien. El mismo Maugham, que aparece como personaje y como narrador en su novela, lo explica con un relato un tanto irreverente:
— Larry —le explica Maugham a Isabel, ex novia de Larry— está dominado por una de las emociones más fuertes que pueden apoderarse del corazón humano.
— ¿Quieres decir que está enamorado de ella?
— No; eso, por comparación, tendría poca importancia.
— ¿Entonces?
— ¿Has leído el Nuevo Testamento?
— Supongo que sí.
— ¿Recuerdas cómo Jesús se retiró al desierto y ayunó durante cuarenta días? Al cabo de los cuales, cuando sintió hambre, el diablo se acercó y le dijo: Si eres el hijo de Dios, di a estas piedras que se conviertan en pan. Pero Jesús no cayó en la tentación. El diablo lo llevó después a un pináculo del templo y le dijo: Si eres el hijo de Dios, tírate ahí abajo. Pero de nuevo Jesús resistió. El diablo lo llevó después a una alta montaña y le mostró los reinos del mundo y dijo que se los entregaría si se postraba y lo adoraba. Pero Jesús dijo: Apártate de mí, Satanás. Ahí termina la historia según el bueno e ingenuo de san Mateo. Pero no fue así. El diablo era taimado y se acercó a Jesús una vez más y le dijo: si aceptas la vergüenza y el oprobio, la flagelación, una corona de espinas y la muerte en la cruz, salvarás al género humano, pues en ningún hombre cabe hallar un amor más grande que este, que dé la vida por sus amigos. Jesús aceptó. El diablo se rio hasta que le dolieron los costados, pues conocía el mal que los hombres cometerían en el nombre de su redentor.
Isabel me miró indignada.
— ¿De dónde diablos has sacado eso?
— De ninguna parte. Me lo acabo de inventar.
En esta cuarta tentación inventada por Somerset Maugham el demonio, con el envoltorio del amor y de forma muy sutil, acaba consiguiendo engañar a Jesús y lo hace, como siempre, apelando a su ego. Como dice el refrán, de buenas intenciones está empedrado el infierno. El altruismo, cuando se práctica de forma interesada, no tiene nada que ver con el amor. El catolicismo, durante gran parte de su historia, ha predicado que la única salvación era la fe. Ateos y creyentes en otras religiones estaban condenados al infierno. Había que evangelizar, hacer apostolado, convencer a los equivocados, traer al redil a las ovejas descarriadas. La arrogancia inherente en esa actitud “salvadora”, además de patética y equivocada, era ofensiva. Esto está cambiando y el papa Francisco ha afirmado que la iglesia es de ”todos, todos, todos”. Los misioneros, en su mayoría, ya no tienen bautizar negritos como principal objetivo, sino que procuran ayudar a salir de la pobreza y la marginación económica y social a los necesitados. Pero aun así, la gran estructura de poder que representa la iglesia continúa siendo un gran obstáculo para que este mensaje llegue a todos los estamentos de la institución y hasta la última punta del mundo católico. El demonio existe y se esconde en los egos inflados de los cardenales y obispos que ejercen la falsa modestia y en su fuero interno ansían mantener el poder.
La solución
Francisco y los nuevos responsables de los dicasterios vaticanos (ministerios) parecen reconocer que la autoridad a la hora de marcar el rumbo de la Iglesia católica no debe recaer exclusivamente en el papa y la curia. La hasta ahora incuestionable “infalibilidad del papa” ya no es dogma de fe y palabras como “clericalismo” y “sinodalidad” se han puesto de moda.
En un sano ejercicio de autocrítica, se insiste hoy dentro de la Iglesia en que el clericalismo se considera un grave defecto. Esta tara no es nueva, pero hasta hace unos años no se hablaba de ella en las homilías y en las parroquias. Se refiere la expresión a la excesiva influencia y autoridad que el clero tiene en la práctica diaria de la fe y en la relación con los fieles. El papa lo denunció como: “un látigo, un azote, una forma de mundanidad que ensucia y daña a la Iglesia”. Se ha llegado a decir que ese excesivo poder de los clérigos es parte de la explicación de los abusos sexuales dentro de la Iglesia católica. La sinodalidad sin embargo es un concepto positivo. Significa la corresponsabilidad de todos los fieles, laicos o religiosos, en la dirección que debe tomar la Iglesia en el futuro. Para llevar este concepto a la práctica, se ha organizado el Sínodo de la sinodalidad que, lejos de un juego de palabras, consiste en organizar reuniones y grupos de trabajo en todos los niveles y en todas las comunidades católicas del mundo para discutir temas conflictivos y aportar soluciones. Estas asambleas deliberativas se extenderán durante varios años (comenzaron en 2021 y en 2024 se ha iniciado una segunda fase global) y las sugerencias y nuevas ideas que se obtengan se terminarán compendiando en un documento que llegará a la curia vaticana y esta, teóricamente, actuará en consecuencia para modificar lo que sea preciso. Lo de la sinodalidad suena -permítanme de nuevo una opinión- a no he podido hacer los cambios, tengo miedo a que haya un cisma porque la oposición conservadora es implacable e insistente y entonces voy, le pido opinión al pueblo llano, a los soldados rasos, y de ese modo, en caso de que quieran los cambios, ganó argumentos sólidos contra los intransigentes. No parece este concepto muy coherente con la idea de que Dios ilumina en sus decisiones al papa y a sus cardenales. Si así fuera, no sería necesario preguntar al feligrés de paisano. El Vaticano es una dictadura, pero, para lo que le interesa, utiliza el sufragio universal.
Cuando los fariseos llevaron ante Jesús a la mujer adultera para preguntarle si, como decía la ley, debían apedrearla, él dijo que el que estuviera libre de pecado tirara la primera piedra y se puso a escribir con un palo en la arena del suelo. Todos abandonaron el lugar y la mujer quedó a solas con Jesús: “¿Quién te condena, mujer?” “Nadie”, respondió ella. “En ese caso yo tampoco te condeno”. Como hemos comprobado anteriormente el amor predicado por el Evangelio como principal objetivo y la humildad como elemental instrumento para conseguir que ese amor sea auténtico y dé fruto son incompatibles con el ejercicio del poder y con el ego de los purpurados. En una nación, en un estado, el ejercicio del poder, con moderación democrática y con sus correspondientes contrapesos, es necesario y conveniente. Sin embargo, si se trata de promover el amor, el perdón y la misericordia, una institución como el Vaticano y una jerarquía como la que hoy vertebra la iglesia católica son un obstáculo más que un beneficio. Por eso, la solución es derribar todo el entramado de poder que hoy constituye la Iglesia. Lo siento, no queda otra. Se tendrá que hacer poco a poco, pero lo que hoy tenemos hay que desmontarlo. Hay que volver a lo básico, no hay otra manera.
La anarquía religiosa
Es curioso observar cómo la nostalgia hacia la iglesia de los primeros cristianos es cada día más habitual en la institución católica. Lo normal en cualquier otra organización sería que el progreso y el paso del tiempo hubieran mejorado las cosas y el pasado se viera como algo, gracias a Dios, superado y al que no se quiere regresar. No ocurre así en la Iglesia. La vida en comunidad, la solidaridad entre los cristianos primitivos y la autenticidad de la fe vivida en aquellos grupos perseguidos por la autoridad del imperio romano se han convertido en mitos fundacionales que los verdaderos cristianos de hoy echan de menos. Si es así, se debe a que se comparan con los tiempos más recientes en que la influencia y la identificación con el poder político de la Iglesia se ha hecho habitual. La Iglesia como poder fáctico es algo, por desgracia, real y común en nuestras sociedades.
El anarquismo como ideología política propugna la supresión del estado y el final de todo tipo de poder y autoridad en defensa de la libertad absoluta del individuo. El anarquismo cristiano solo reconoce una autoridad, la de Dios. Esta manera de conducirse en la vida es una forma de pensar muy antigua. Uno de los principales libertarios cristianos fue el escritor ruso Lev Tostoi que, después de una vida no muy religiosa y de alcanzar el éxito literario, organizó una gran comuna en su casa de Yasnaia Poliana y predicó los beneficios de la igualdad, la austeridad y el altruismo. Las comunas tolstoyanas se extendieron por Rusia y fuera de ella y en la actualidad muchas siguen existiendo. La periodista y activista Dorothy Day o el profesor Peter Maurín impulsaron durante los años treinta del siglo XX este movimiento de anarquismo religioso y hoy, autores como Alexandre Christoyannopoulos y Matthew S. Adams lo defienden como la mejor manera de vivir la fe religiosa. Los cristianos de esta tendencia afirman que todos somo iguales y valiosos ante Dios y que sus leyes son las únicas que merece respeto y las únicas, por tanto, a las que hay que obedecer. Afirman que esa autoridad de Dios se manifiesta en las enseñanzas de Jesús que se recogen en el Evangelio. La jerarquía vaticana y todos sus mandos y cargos no son más que equivocaciones y errores humanos para los anarquistas religiosos.
Una de las pruebas a las que recurren los anarquistas cristianos para demostrar sus teorías es al hecho de que en el pasaje del Evangelio del que habla Somerset Maugham en su novela antes citada, el de las tentaciones de Jesús en el desierto, el demonio ofrezca a Jesús la propiedad de todos los reinos de la tierra. Si no gobernara sobre ellos Satanás, no se los ofrecería al hijo de Dios, explican. Cuando Jesús se niega a aceptar el regalo envenenado, lo hace porque es consciente de que todo poder terrenal es corrupto.
El constantinismo es otra palabreja de esas que antes solo usaban los teólogos, pero ahora se incluyen en los sermones de los párrocos de pueblo. Se emplea para designar la identificación y complicidad entre la religión y el poder político. ¿Recuerdan la Iglesia española durante los primeros años del franquismo? Se llama así en referencia a la conversión en el año 313 del emperador Constantino I al cristianismo. Los anarquistas cristianos consideran que la época anterior a esa fecha, la de los primeros seguidores de Jesús, fue la única en que realmente se respetaron las verdaderas enseñanzas de Jesús.
El clericalismo y el constantinismo como lacras reconocidas por la iglesia y la sinodalidad como una de las soluciones constituyen una severa autocrítica a la actual autoridad del Vaticano y su curia. Parece evidente que los actuales dirigentes del entramado saben que llevan mucho tiempo haciéndolo mal y que son consciente de que la mayoría de los creyentes de a pie se sienten cada día más separados de ellos, de los que, en teoría, debían ser admirados y considerados como lideres ejemplarizantes a los que respetar y seguir.
Colofón
Pocos católicos dudan de que la Iglesia necesita una profunda reforma. El papa Francisco eligió su nombre en honor a san Francisco de Asís, figura más cercana al anarquismo cristiano que al lujo, la pompa y el protocolo del Vaticano. Se debe hacer una transición pacífica y sin prisas, pero el objetivo, el puerto de llegada, es el anarquismo en el Vaticano, que nadie pierda de vista ese objetivo. Hay mucho camino por andar. No se duerman, por favor.
Lavíhn, anarquismo en el Vaticano.
¿Qué será lo próximo: democracia en Wall Street? ¿Derechos Humanos en el complejo militar-industrial? ¿Integridad en el gobierno de progreso?
La iglesia antes de Constantino no estaba sin jerarquias, tenia lideres aparte del papa de Roma y los patriarcas ya existian los presbiteros y diaconos.
Lo que intento destacar, amigo Gonzalo, es que la conversión al cristianismo del emperador Constantino marca un antes y un después. Antes, los cristianos eran perseguidos y no tenían nada que ver con el poder. Después, se inicia la identificación iglesia estado y de aquellos polvos estos lodos.
Un saludo
Me parece que a este artículo le ocurre lo mismo que critica: se fija en un aspecto y se pasa de frenada a la hora de proponer a donde va… Es cierto que hay cosas que reformar en la Iglesia, pero la solución no es la absoluta autonomía del individuo…
Es cierto que Jesucristo le dijo a la adúltera que Él no la condenaba, pero también es cierto (y se le olvida comentarlo al autor en este artículo) que también le dice «Vete y no peques más». No vale coger solo la parte que nos interesa de las cosas y defender una posición como si el resto de cosas no existieran…
Es cierto, amigo José S, que la lectura termina con el «Vete y no peques más». La inclusión de esa cita en mi artículo tenía como intención destacar que el amor y el perdón son los principales mensajes de Jesús (y del Evangelio) y, sobre todo, que las leyes de los judíos (apedrear a la adultera) se dejan por Jesús en 2º plano si son contrarias al amor. En el Evangelio no estaba previsto que la Iglesia de Jesús de Nazaret («sobre esta piedra edificaré mi iglesia») acabara siendo lo que hoy representa la curia vaticana y el entramado de poder, protocolos y burocracia que vertebra la Iglesia Católica de hoy. No dudo de la buena intención de la mayoría de los que hoy dirigen la Iglesia, pero saben (estoy seguro) que sus predecesores se equivocaron y mucho. Las autocriticas («clericalismo» y «constantinismo») y el Sínodo de la sinodalidad son síntomas de que intentan curar la enfermedad. Pero dudo de que estos medicamentos que administran al enfermo sean suficientes siquiera para frenar la infección. Por eso acabo proponiendo la vuelta a la Iglesia primitiva aunque todos sepamos que se trata de una ingenuidad por mi parte. Pero ¿qué solución hay si no? ¿No dijo Jesús que había que tener una fe como la de los niños?