Es posible que el mito popular de que existan más de cien palabras en los idiomas inuit para definir la nieve no sea nada más que eso, un mito; así lo desmentiría el antropólogo Franz Boas en 1911, afirmando que existen cuatro palabras raíz para describir este fenómeno en las lenguas árticas, nada más. Sin embargo, poco tiene que ver con creencias la búsqueda continuada de nuevos adjetivos que nos acerquen con precisión a las diferentes tonalidades de blanco que podemos observar cuando cellisquea: virajes al azul, al gris, al amarillo, reflejos embrutecidos, opacados, prístinos. Una gama casi inagotable, un catálogo que si acaso encontramos contenido en las capas y brochazos que Paula Bonet escenifica en las ilustraciones de El año que nevó en Valencia.
Como estudiante de Bellas Artes sentí en más de una ocasión un síndrome de la impostora sibilino y subterráneo al ser incapaz de comprender las sutiles diferencias entre el Titanio, el Zinc, y el Blanco Puro. El blanco es solo blanco. Todas podemos imaginarlo, pero de seguro ninguna verá lo mismo.
Han Kang, recientemente galardonada con el Nobel de Literatura, habla de la nieve en su última novela traducida al español, Imposible decir adiós, con traducción de Sunme Yoon; nos cuenta que los copos son ligeros debido a los espacios entre los cristales que los conforman y que es ahí, en esos vacíos, donde el sonido es absorbido, hecho que provoca el silencio, esa falta de que percibimos al observarlos caer: como si el acto se diera únicamente a cámara lenta. En este álbum, lleno de ausencias, la maquetación juega a favor del sosiego: en columnas cortas, las páginas izquierdas van justificadas a la derecha y las derechas a la izquierda en la mayor parte del texto, generando extensiones de papel limpias y despejadas, parecidas a páramos helados. Las grandes superficies de pinceladas nevadas que Paula esboza en telas de tamaños variados —como ella misma especifica en el epílogo del libro—, se achican y ensanchan, enfrían y a la vez calientan, hablan, pero también callan: tal cual hace el blanco.
En el diálogo que establece con Chirbes, Bonet representa la austeridad y el destierro asociado a los años de posguerra en sus múltiples tonalidades: hay aves, conejos y gallinas de estraperlo en una variedad nívea, que combina con azules que recuerdan a la cianotipia en las fotografías familiares, tapadas por capas aguadas de pintura que se convierten en los velos del tiempo y la nostalgia, de golpe agrietados por los trazos de un lápiz de carbón negro. No deja lugar a la fiesta que supondrían los colores, y los elimina aunque formen parte de la historia —la blusa de puntos rojos de la madre del protagonista ahora solo es una blusa monocroma con lunares que se funden con el fondo, apenas sin contornos, que podemos percibir gracias a la falta o el exceso de masa sobre masa—. La figuración viene también de la mano de las mujeres; la mayor parte de los retratos corresponden a efigies femeninas, en una voluntad clara de cederles lugar, tiempo y dimensión. Su evolución gráfica a través de los años culmina aquí en una síntesis matérica, suelta y espontánea, que conversa plácidamente con los paisajes tanto exteriores como interiores y que, en sus dobles páginas, como en los copos de Imposible decir adiós, atrapa las pausas y los silencios del escritor valenciano.
El contexto común favorece el entendimiento; artista y narrador comparten olores y memoria, tierra y mar. Bonet aísla en elementos sencillos pero concretos los momentos de una vida ordinaria y los convierte en talismanes, estampas que venerar, vivencias para colocar en los altares del recuerdo. Un patrón de flores en una blusa —mi madre tenía un vestido con el mismo motivo, hecho de retales de sofá, en tela de tapicería, que siempre quiso arreglar para que yo pudiera llevarlo—, del color de las rosas secas; la fragancia de las violetas percibida en una loción after shave, encapsulada en un fondo hueso de trazos superpuestos formando una flor pequeña, un toque verde, otro lila, y ya está. Esa Valencia entendida por unos ojos infantiles como sucia y pobre, sin nada que ofrecer, dibujada en la cresta de un pollo con un material tan humilde como la madera carbonizada.
A la masa hojaldrada que es este texto breve, en el que las escenas costumbristas esconden a duras penas su contenido para un niño listo y goloso, le encaja perfectamente el molde que propone Bonet: una superposición de veladuras, de cortinajes semi translúcidos por los que mirar, entrever y especular. La pintora —porque en este caso, diría que es el adjetivo que mejor la define, a pesar de que a su mano se le agarra un texto— deja claro que entiende y experimenta los códigos de la literatura, que traslada a la disciplina pictórica de forma sutil pero convincente, creando una segunda narrativa que se añade a la de Chirbes.