
La historia del cine está repleta de cadáveres, y no solamente de los que llevan colmillos. Hablo de antiguas películas cuyas copias originales se perdieron o se deterioraron con los años hasta el punto de quedar irrecuperables. Entre las desgraciadas difuntas se cuentan varias películas de un auténtico gigante de la cinematografía, el director alemán Friedrich Wilhelm Murnau. Su obra maestra Nosferatu: Una sinfonía del horror también estuvo al borde de la defunción pero, haciendo honor a su temática, regresó de entre los muertos.
La producción, estreno, escándalo judicial y casi desaparición de Nosferatu: Una sinfonía del horror bien podrían convertirse en el argumento de su propia película. El proyecto nació impulsado por Albin Grau, estrambótico arquitecto alemán obsesionado con la magia negra y el ocultismo. En sus ratos libres, disfrutaba vistiendo túnicas repletas de símbolos esotéricos y portando espadas ceremoniales. Se unió, cómo no, a una sociedad secreta, Fraternitas Saturni (la Fraternidad de Saturno) donde era conocido con el evocador sobrenombre Maestro Pacitius.
En 1921, deseoso de que el público conociese los fascinantes secretos del ámbito paranormal, el Maestro Pacitius fundó una productora cinematográfica, Prana Film, con el objetivo de estrenar películas centradas en lo oculto. Decidió que su primer proyecto sería la adaptación de la novela Drácula del escritor irlandés Bram Stoker, publicada en 1897. Dado que en 1921 Bram Stoker llevaba ya una década bajo tierra, el Maestro Pacitius pensó que sería fácil esquivar lo de tener que pagar derechos de autor, y cambió los nombres de los personajes y lugares. El conde Drácula pasaría a llamarse conde Orlok. La acción dejaría de transcurrir en Londres y sería trasladada a la inexistente ciudad alemana de Wisborg. También cambiaría el título Drácula por Nosferatu, una palabra supuestamente rumana que Stoker, como otros escritores del terror gótico de la época, había usado creyendo que significaba «el no muerto», pese a que nadie ha encontrado registros históricos de que el término hubiese existido jamás en Rumanía. De hecho, el verdadero origen del término todavía se discute hoy; podría provenir del rumano nesuferitu («el insufrible»), a veces usado para mencionar a Satán. O quizá del antiguo griego nosoforos, «el que porta la pestilencia». En cualquier caso, estas minucias antropológicas no preocuparon demasiado a Bram Stoker, para quien el folklore rumano era una mera excusa argumental.
Y todavía menos preocupaban a Pacitius. El arquitecto hechicero reconvertido en productor contrató a un joven y prometedor director en alza, Friedrich Murnau, quien, a sus treinta y tres años de edad, tenía una breve experiencia de dos años como director. La película fue escrita y rodada en 1921, y estrenada en 1922. A Pacitius, pese a su fervorosa creencia en el más allá, no le hizo temblar una pestaña la posibilidad de que el desvergonzado plagio provocase la aparición de Bram Stoker convertido en espíritu deseoso de revancha. O, aún peor, en vampiro; lo cual podría dar pie a otra película: ¡la venganza de Bram Stoker! En cualquier caso, no fue necesaria la resurrección del escritor porque aún estaba viva su viuda y heredera, Florence Balcombe, quien se mostró igualmente deseosa de venganza cuando supo que los maléficos alemanes —contra quienes su país, Inglaterra, acababa de combatir en una sangrienta guerra— habían estrenado una película que copiaba la más famosa obra de su difunto marido. Enfurecida, presentó una demanda judicial solicitando la correspondiente indemnización monetaria.
El mundo de lo oculto, sin embargo, funciona por sus propias leyes que están fuera del alcance de todo raciocinio y experiencia sensorial. En otras palabras: mientras se desarrollaba el proceso judicial, la empresa Prana Film declaró la bancarrota habiendo producido únicamente esa película. El Maestro Pacitius se libró de pagar regalías. Florence Balcombe no se rindió y solicitó que, ya que ella no iba a recibir dinero, fuesen destruidas todas las copias de Nosferatu: Una sinfonía del horror. El juez alemán que llevaba el caso así lo ordenó. Y, en efecto, fueron destruidas todas las copias que circulaban por Alemania, así que estuvimos a punto de quedarnos sin una de las obras magnas del séptimo arte. Por fortuna, algunas copias habían cruzado el Atlántico, quedando fuera del alcance de la justicia germana. El Maestro Pacitius se había salido con la suya, asegurándose lugar en la historia. En pleno siglo XXI, continuamos nombrando a Pacitius gracias a una película enteramente basada en el talento de otras personas, Bram Stoker y Murnau, y no en su propio talento. Es el portentoso, sensacional, aterrador poder de Saturno.
Nosferatu: Una sinfonía del horror convirtió a Murnau en una sensación internacional. Su lenguaje cinematográfico escapaba de todo lo imaginable por entonces y nadie había visto cosa semejante en una pantalla. Murnau era aún joven, pero toda una generación de cineastas sería inspirada por Nosferatu (y también por algunos de sus siguientes, en particular la monumental Faust, de 1926). Incluso hoy, Nosferatu sigue siendo considerada un puntal en el aprendizaje del arte del cine. Murnau, por desgracia, no tendría mucho tiempo más. Murió en un accidente de tráfico en 1931, justo cuando el cine sonoro estaba empezando a dominar la escena, así que nunca sabremos cómo hubiese sido un film de Murnau con diálogos hablados.
Uno de los aspectos más notables de Nosferatu es que copia el argumento general de la novela Drácula, pero envía un mensaje muy diferente. Si es que la novela tiene un mensaje claro, ya que mucho se ha escrito sobre el posible subtexto. Algunos especulan con que el libro expresaba la posible homosexualidad reprimida de Bram Stoker, incluyendo un presunto triángulo amoroso con su esposa y un actor de quien el propio Stoker se había encaprichado. Aunque, por otra parte, el escritor hizo gala de una vociferante homofobia cuando su amigo Oscar Wilde fue encarcelado bajo la acusación y condena de «sodomía y gruesa indecencia». Otros autores señalan el posible carácter xenófobo del texto, ya que en la Inglaterra de la época era común la suspicacia y rechazo hacia los inmigrantes de Europa del este. En fin, las interpretaciones son muy variadas y subjetivas. Drácula puede ser leída como una condena de la liberación sexual de la mujer, siendo el vampirismo, que se contagia exclusivamente por un estrecho contacto sospechosamente similar al coito, un trasunto de la sífilis. Otros, no obstante la leen como una defensa de esa liberación, representando las necesidades de la sexualidad femenina de una forma que no fuese escandalosa en los ámbitos literarios del momento aunque, eso sí, la protagonista femenina es una víctima del vampiro y son varios hombres de su entorno quienes la rescatan de sus desvaríos erótico-sobrenaturales.
El subtexto sexual de la novela, sobre el que siempre se ha discutido, no parecía interesar a Murnau ni a su guionista Enrik Galeen. Aunque el propio Murnau era homosexual de manera más inequívoca que Stoker, no quiso interpretar la historia desde ese ángulo. Su película parecía subvertir otro aspecto de la novela: el triunfo de la era moderna, la era de la razón, sobre las épocas pasadas dominadas por la superstición.
En la novela, el vampiro es real, desde luego. Pero procede de la primitiva Europa del este, donde es objeto de supersticiones propias de campesinos y gitanos que nunca supieron cómo hacerle frente. Cuando el conde Drácula llega a Londres, los hombres civilizados encabezados por el especialista Van Helsing le ponen cerco mediante una investigación colaborativa y racional mezcla de trabajo policial e investigación científica. El vampiro es obligado a huir de Inglaterra, y es después cazado y aniquilado cuando intenta refugiarse en su Rumanía natal. Un selecto escuadrón de ilustrados caballeros británicos ha terminado con ese monstruo ante quien los campesinos rumanos han estado indefensos durante siglos. La ciencia y la razón han podido más que la superstición. La novela, como muchas otras de su tiempo, se contagia del espíritu optimista de la revolución industrial y se fundamenta en la creencia de que las maravillas tecnológicas que caracterizaron el cambio de siglo iban a producir, sin duda, una humanidad mejor.

La película fue escrita y rodada en 1921, bajo circunstancias muy distintas. Entre 1914 y 1918, Europa vivió la más sangrienta guerra que el planeta hubiese visto hasta entonces. Alemania había salido derrotada y dos millones de sus hombres jóvenes habían muerto en el frente, mientras que otros cuatro millones habían regresado heridos, mutilados o psicológicamente destruidos. En 1918, además, estalló la espantosa pandemia conocida como «gripe española». Entre febrero de 1918 y marzo de 1919 hubo, como poco, trescientos mil fallecidos en Alemania, casi todos ellos también hombres, pues la mayor tasa de mortalidad se daba entre los varones adultos.
Nosferatu: Una sinfonía del horror está marcada por estos terribles cataclismos. El conde Orlok ya no es solamente un vampiro. Es una calamidad, una catástrofe, una potencia diabólica imparable. Ya no recurre con tanta frecuencia a transformaciones folclóricas —murciélago, lobo, o neblina—, sino que se desplaza convertido en sombras. Ni siquiera parece un humano difunto, como lo parecía Drácula, sino otra cosa (el cineasta alemán Werner Herzog, de cuya versión ahora hablaremos, lo describió como «un insecto»). Orlok no da la impresión de haber pertenecido jamás a nuestra especie. Ni siquiera al principio de la película, cuando finge ser un anciano aristócrata excéntrico, resulta convincente como humano. Es una imitación, como si un alienígena parodiase la esencia humana. Es una pobre máscara. Es alguien, o algo, surgido de algún lugar mucho más profundo e insondable que una tumba. Y Murnau, ayudado por el extraordinario actor Max Schreck, lo demuestra cuando Orlok aparece más y más inhumano conforme avanzan los minutos.
El conde Orlok ya no se limita a chupar sangre, sino que su poder destructivo actúa sobre toda una región sin que él parezca ordenarlo. No decide ser malvado; él es el mal encarnado, y el mal emana de él de manera autónoma. Cuando Orlok llega a Wisborg en un buque fantasmagórico cuya tripulación ha exterminado por el camino, las ratas desembarcan al junto a él, invadiendo la ciudad y diseminando una terrible enfermedad. Tras la llegada de Orlok, decenas de ataúdes desfilan por las calles a diario. Nosferatu es la peste. Así como los hombres alemanes del mundo real han sido víctimas de fuerzas para ellos imparables, los personajes masculinos de la película ya no son capaces de detener a Orlok, indefensos ante un poder que no pertenece a este mundo. La ciencia y el racionalismo que a Bram Stoker le habían parecido la salvación veinte años atrás, son ahora inútiles. Orlok es una fuerza sobrenatural y ninguna ley procedente del mundo natural puede hacerle mella. ¿Quién, pues, podría salvar Wisborg del desastre?
Será la protagonista femenina, aquí llamada Ellen, quien destruya al vampiro. Pero no mediante la ciencia, sino mediante el puro heroísmo: el sacrificio personal. Así como las mujeres alemanas han de sacrificarse para sacar adelante el país. Ellen se entrega al vampiro de manera voluntaria y lo retiene hasta al amanecer para que la luz del sol acabe con él. En la novela, Drácula puede caminar durante el día. La luz no le afecta, y es eliminado con un ataque físico: estaca en el pecho y decapitación. La película trata al conde Orlok como una criatura de la oscuridad, casi como una encarnación de Satán contra el que no hay ataque físico posible. Será la luz, tanto la luz interior de Ellen como la exterior del sol, la única manera de contrarrestar la oscuridad.
En 1979, el mencionado Werner Herzog, realizó su propia adaptación del film de Murnau. La tituló Nosferatu, el fantasma de la noche. Una vez más, el argumento es similar pero vuelve a cambiar el tono. Su película es existencialista, con algunos conceptos casi opuestos a los de Murnau. El conde Orlok ya no es una figura satánica, sino un hombre difunto convertido en un monstruo patético a quien consume la melancolía, y para quien la inmortalidad es una triste condena. Orlok añora desaparecer o, si es posible, retornar al mundo de los vivos. Al contrario que con Murnau, el Orlok de Herzog sí es humano. La obsesión de Orlok con la protagonista Lucy no es una pulsión destructiva, sino que responde al deseo imposible de volver a amar, de volver a sentirse vivo. Este Orlok también lleva la peste consigo, aunque preferiría no llevarla. Aquí, la peste ya no es el reflejo de una época cataclísmica, sino una reflexión general sobre la mortalidad. Durante una memorable secuencia, Lucy atraviesa la ciudad durante lo peor de la pandemia y contempla atónita una fiesta organizada en la plaza mayor. La gente canta y baila. Hay una larga mesa donde los ciudadanos comen y beben rodeados por las ratas. «Es nuestra última cena», le explica uno de los comensales. Los hombres y mujeres de Wisborg saben que van a morir, pero deciden apurar el poco tiempo que les queda. Al igual que recordaba haber pensado Dostoievski en aquella ocasión en que estuvo a punto de ser fusilado: «¡Vivir! Aunque sea un minuto más». Podría discutirse si Nosferatu, el fantasma de la noche es realmente una película de terror al uso, o si Herzog trataba de enfrentarnos a un terror del que no podemos escapar saliendo de un cine o cerrando la tapa de un libro.

El estadounidense Robert Eggers ha dirigido la tercera adaptación de Nosferatu en 2024 y, como sus dos antecesores, ha respetado el esqueleto de la historia pero cambiando el tono y el mensaje (y sí, aquí va un spoiler, aunque teniendo en cuenta que la historia tiene ya un siglo de antigüedad, no creo pillarle a usted desprevenido/a). Eggers ha descrito su versión como «un retorcido triángulo amoroso». Aquí, el conde Orlok no es una calamidad cósmica como en 1922 ni tampoco el residuo emocional de un difunto nostálgico como en 1979. El nuevo Orlok es un depredador sin sentimientos; «Soy un apetito», dice. Es incapaz de amar, pero tampoco quiere ni necesita amar. El amor no significa nada para él. Su relación con Ellen, la protagonista, es la relación entre un abusador y su víctima. La película insinúa, aunque de manera ambigua, que Ellen pudo ser todavía una niña, o casi, cuando cayó por primera vez en brazos de Orlok arrastrada por su soledad y necesidad de afecto, aunque Orlok es físicamente repugnante como expresión de su fealdad interior. Para expresar esta idea, Eggers, bien conocido por la obsesión historicista con la que documenta sus películas, recupera el concepto tradicional de vampiro tal y como era en el antiguo folklore: un cadáver en putrefacción, una visión ofensiva.
Ellen está casada con un buen hombre, Thomas. Creyó amar al monstruo en el pasado, y sabe que ahora ya no lo ama. De hecho, ama a su marido, el hombre que le ha permitido sentirse una mujer equilibrada. Pero no puede evitar que el vínculo con Orlok permanezca vivo. Le repugna el vampiro, sin duda, pero a veces su trauma se manifiesta de manera inesperada y se siente atraída por su antiguo abusador, incluso sabiendo que experimenta una emoción perniciosa y destructiva (en la película, esa emoción es convenientemente presentada como una posesión diabólica). Orlok tiene todavía poder sobre ella y le ofrece algo siniestro pero estimulante que su marido no puede ofrecerle, o eso dice ella en un momento de delirio. A su pesar, Orlok la hace sentirse viva. Este mecanismo emocional sirve para que, al final, Ellen consiga demostrar su naturaleza heroica. Sabe que no es capaz de deshacerse por completo de la maligna influencia de Orlok, pero emplea esa influencia para salvar aquello que de verdad ama: su marido. Se entrega por última vez al vampiro, seduciéndolo con el fin de aniquilarlo mientras, una vez más, los hombres de su entorno son incapaces de vencerlo. Aunque hay uno de ellos que, por lo menos, entiende la necesidad del sacrificio de Ellen, y es curiosamente el hombre que abandonó la ciencia por el ocultismo; sin duda, un guiño de Eggers al contexto de la película original.
Eggers amplifica el trasfondo sexual de la historia y lo sitúa en el primer plano. Es una manera de adaptar una de sus películas favoritas de manera respetuosa, pero sin caer en la copia prescindible. El conde Orlok de Murnau era una figura satánica, la encarnación de todos los males del mundo. El Orlok de Herzog era una figura consumida por la nostalgia. Y el Orlok de Eggers es un depredador. Son tres películas estrenadas en el transcurso de todo un siglo (¡han transcurrido ciento dos años entre la primera y la tercera!), las tres deseosas de transgredir el mensaje original de la novela Drácula, y las tres dignas de admiración y consideración por sí mismas. Esperemos que, si algún día hay una cuarta Nosferatu, continúe con la positiva tendencia. O si no, que el Maestro Pacitius resucite y nos arrastre a todos al fin del mundo.
Eggers mato a nosferatu, sucio, pestilente, vacía, sin terror, sin sexualidad de por medio un triángulo amoroso sin vencedor ni vencido una porquería destrozó un clásico así mismo sinners con sus vampiros negros y su crítica es una oda a la vergüenza no saber de cine y las comparaciones mucho menos, no se ha reinventado el hilo negro, como he dicho han matado al vampiro.
Me encanta el universo dracúleo y me encantó encontrar una semblanza tan sugerente como está. Muchas gracias al autor por traer imágenes tan potentes, provocadoras y sobre todo justicieras en estas épocas de fugacidades.
Aproveche; una vez finalizado este articulo, de ver la que me faltaba de estas tres y era la de Herzog. Realmente no parece una pelicula de terror, pero creo que esta a la par con la de Murnau. Y por sobre todo, lo de Isabella Adjani es de una Belleza indescriptible. La secuencia final de su sacrificio es de una intensidad barbara, cualquiera caeria doblegado…