Cine y TV

‘Nosferatu’, de Robert Eggers: el vampiro y el sexo

Nosferatu. Imagen Focus Features.
Nosferatu. Imagen: Focus Features.

(Este artículo contiene spoilers de un final que ya sabemos desde 1922, pero ahí queda el aviso)

Digamos que existen (y me van a perdonar la simplificación) dos tipos diferentes de remakes. Por un lado, están aquellos que presentan una actitud reverencial por el material de origen, y rinden el debido tributo en cada plano. Por otro, están los que buscan un nuevo camino para contar lo ya contado, y tratan de ofrecer una relectura, una revisión o incluso, en ocasiones, una impugnación de la obra que recrean. Gus van Sant siguió el primer camino con su Psicosis, reproduciendo plano a plano el film de Hitchcock, porque, ¿cómo se podía mejorar lo que ya era perfecto? En la esquina opuesta del cuadrilátero se encontrarían títulos como 12 monos o La cosa, que cogían filmes magníficos (La Jetée y El enigma de otro mundo, respectivamente) y los reimaginaban como algo muy distinto y no menos brillante. O El planeta de los simios de Tim Burton, que… en fin, ya conocen cómo salió aquello. Frente a Nosferatu (F. W. Murnau), absoluta e indiscutible obra magna de una historia de un cine que, hace cien años, se encontraba aún inventando caminos nuevos, Robert Eggers ha apostado por hacer ambas cosas a la vez. Y es en esa cuadratura del círculo donde la película encuentra sus mayores virtudes, pero también algún que otro problema.

«La productora cinematográfica Prana, entre cuyos directivos se encuentran personalidades que se ocupan desde hace años de las ciencias ocultas, han decidido tomar el vampirismo como base para uno de sus guiones». De este modo se anunciaba en 1922 el rodaje de Nosferatu en un diario berlinés. Y lo cierto es que la historia que hay tras la existencia del film de Murnau es tan sugerente como la propia película: un proyecto impulsado y producido por el ocultista Albin Grau, miembro de la sociedad secreta Fraternitas Saturni, con el objetivo de depositar en ella parte de la doctrina mágica por la que se guiaba. Así, para descifrar Nosferatu no basta con desentrañar los rasgos estilísticos de su director, sino que es necesario ahondar en las claves esotéricas de su productor. Abundan en todo el metraje los símbolos alquímicos, herméticos y teosóficos, hasta el punto de que por momentos la película parece un mensaje cifrado que espera ser resuelto. Y es ahí, en su dimensión más mística que terrorífica, donde un cineasta como Robert Eggers encuentra la razón de ser de su remake, estrenado más de un siglo después.

Por eso, aunque el esquema narrativo de este nuevo film parece ser, como el de su predecesor, una simple trasposición del Drácula de Bram Stoker, laten bajo su superficie muchos más elementos que singularizan la propuesta, y la convierten en una obra absolutamente personal y coherente dentro de la filmografía de Eggers. Y sorprende la forma en que el director de El faro encuentra esa personalidad en las decisiones formales de la película original, porque en realidad pocos hallazgos hay en el remake que no estuvieran ya, de una forma u otra, en Murnau. Pero Eggers los abraza, los hace suyos y, cuando es menester, los resignifica. Así ocurre con los símbolos enoquianos que aparecían en los documentos del pasante Knock, que dan pie al cineasta para convertir aquí al personaje en un ocultista practicante de oscuros rituales. Y también con el omnipresente uso de las sombras asociado al conde Orlok, que deviene ahora prolongación fantasmal de su figura, y representación visual de su capacidad de infestar a toda una ciudad. Pero, en realidad, la herencia más interesante del Nosferatu de 1922 reside en su uso del color. Sí, el cine tenía colores ya en sus primeros tiempos, aunque se conseguían por métodos muy distintos a los de hoy: en este caso, Murnau optó por rodar siempre de día y, posteriormente, distinguir las escenas diurnas (o con iluminación interior) bañando el celuloide en un tinte amarillento, y las nocturnas con un azul acerado. Uno de los momentos más sugerentes del film era el plano en que el viento apagaba la débil llama de una vela y súbitamente la imagen cambiaba de color para remarcar la llegada de la oscuridad y la indefensión ante el vampiro.

Eggers rescata esta dualidad tonal, y despliega en sus imágenes una perpetua tensión visual entre esos dos colores: el frío azulado de las noches y los exteriores contra el dorado cálido de las lámparas, velas y antorchas que pueblan el relato. Aquí, cada elipsis viene marcada por un súbito cambio cromático. Y lo que es más importante: la calidez del fuego deja de representar la seguridad y protección frente al monstruo para acompañar y subrayar la presencia de lo oculto, de los poderes que están más allá de la comprensión humana. Ahí el director de La bruja se encuentra como pez en el agua y aprovecha para introducir algunos elementos de su propia cosecha, como la magnífica escena en que el joven Hutter presencia el ritual de los aldeanos para acabar con un (presunto) vampiro. Porque, lejos de abandonar el folk horror que impregnaba sus películas previas, Eggers lo recoge y lo trasplanta del entorno rural al urbano: Nosferatu es (entre otras muchas cosas) la historia de cómo la luz de la razón poco puede hacer frente a las supersticiones de un pueblo pretendidamente llano. Tampoco en esto se aleja demasiado de su referente: aunque la película original se considera uno de los principales exponentes del expresionismo alemán, en realidad no acababa de ajustarse plenamente a sus principales rasgos de estilo, y uno de los motivos era que Murnau se empeñó en rodar en exteriores, en lugar de utilizar decorados diseñados para la ocasión. Así, a diferencia de obras rodadas íntegramente en estudio como El gabinete del doctor Caligari (donde Robert Wiene deformó a placer las calles y edificios por los que paseaba el sonámbulo Cesare, de modo que el decorado se convirtiera en una plasmación exterior de la psique del personaje), en Nosferatu el fantasmal Orlok imponía su retorcida y estilizada silueta sobre unos entornos naturalistas, avanzando ya esa pugna entre lo real y lo monstruoso que propone Eggers.

Por tanto, poco hay que objetar al nuevo Nosferatu como reelaboración fidedigna del antiguo. Pero al mismo tiempo, el director busca distanciarse, proponer una mirada nueva y, por si fuera poco, rescatar elementos de Stoker para rellenar los huecos dejados por Murnau y el guionista Henrik Galeen. En su traslación apócrifa de Drácula, además de cambiar los nombres de los personajes, Galeen realizó una modificación de carácter simbólico: allí donde el conde Drácula representaba la pulsión sexual de una sociedad victoriana reprimida y preocupada por las apariencias, el conde Orlok pasaba a ser una metáfora de la enfermedad, y su llegada traía consigo una letal epidemia de peste. En un 2024 pospandémico y sumido en una ola conservadora de neopuritanismo, el vampiro de Eggers es al mismo tiempo sexo y plaga, pero es en esta metáfora dual donde la propuesta exhibe alguna que otra grieta o, al menos, una cierta ambigüedad problemática.

El film no oculta la vinculación entre el monstruo y la sexualidad, y su prólogo (inexistente en el original) ya permite aventurar algunas cuestiones esenciales. Sobre todo, la forma en que Eggers reordena los personajes de Stoker para situar en el centro del relato a Ellen Hutter (Mina Murray en la novela). Ella es, quizá por vez primera, la verdadera protagonista, y Orlok encarna su trauma sexual. No es difícil adivinar en Ellen a una víctima de violación infantil, no tan lejana de la Laura Palmer de Twin Peaks (David Lynch, 1990-2017). Y esta idea esconde un discurso muy poderoso, porque convierte al nuevo Nosferatu en la historia de una superviviente de abusos enfrentada a un trauma que se niega a desaparecer. Por eso Orlok abandona la silueta etérea y fantasmal y vagamente asexuada que era en el film de 1922 para convertirse en un ente intensamente físico, corpóreo e inequívocamente masculino. Y por eso también la cruzada de los hombres, que en Drácula eran los rescatadores de la dama indefensa, se revela fútil, puesto que la salvación recaerá esta vez sobre los hombros de la mujer. Ellos cuestionan su relato, y tratan de protegerla (¡de sí misma!), atándola y narcotizándola. Solo al final aceptan, a regañadientes, la existencia de un mal externo a ella, que, como el Bob lynchiano, ha estado violando a su víctima durante años.

Sin embargo, ¡ay!, en el último momento el cineasta se deja llevar por la fidelidad antes que por la innovación, y es entonces cuando la propuesta se difumina, se tambalea e incluso se sabotea a sí misma. Eggers se empeña en reconducir esta nueva trama a un desenlace similar a la original (donde, cegado por su deseo de beber la sangre de la mujer, Orlok olvida la inminente salida del sol), y por tanto aboca a Ellen Hutter a convertirse en víctima sacrificial del monstruo. En el proceso, este Nosferatu acaba enturbiando la fuerza de su discurso al inmolar a su heroína, negándole cualquier posibilidad de salvación. La reverencia acaba imponiéndose sobre la reescritura, y un relato sobre la supervivencia ante el abuso sexual se convierte en el enésimo ejemplo de abnegado martirio femenino. Es ese gesto final el que impide al film alcanzar la verdadera trascendencia, quedando, pese a su vocación renovadora, como una obra subsidiaria, un comentario a pie de página a partir de otra obra anterior. Otra obra que, hace más de un siglo, sí fue capaz de tomar un relato previo y construir a la vez una adaptación fidedigna y una revisión radical y rompedora. Robert Eggers es, qué duda cabe, un excelente narrador y creador de imágenes, pero en última instancia, rehacer Nosferatu es como adaptar el Quijote: acercarse a su grandeza está al alcance de muy pocos.

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5 Comentarios

  1. de como una película que es, a los ojos del reseñista se condena la misma a «la película que debería ser»… habrá que verla y juzgarla exclusivamente por su (en este caso) incorporeidad

  2. Muy buen análisis

  3. Pingback: 'Nosferatu': un tributo a la sombra junguiana - Jot Down Cultural Magazine

  4. Interesante artículo. Gracias. Sólo una aclaración, la ola de neopuritanismo que dices que nos está martirizando no es conservadora, sino más bien todo lo contrario. Es una ola de izquierdas asiiiii de grande.

  5. Pingback: Los monstruos que están entre nosotros: vampiros y capital - Jot Down Cultural Magazine

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