
Para T., allá donde esté
Tolga nació de la tierra a la edad de diecisiete años, lo sacaron después de varios días sepultado bajo los escombros de su casa junto al cadáver de su madre, tras el terremoto que asoló el sureste de Turquía y el norte de Siria el 6 de febrero de 2023.
Llegó a mis clases de alemán para refugiados pocos meses después, flaco y afilado como un polluelo caído del nido, con una marcada alopecia circular en la zona occipital que reforzaba aún más su aspecto de avecilla cambiando el primer plumaje, sonriendo la sonrisa más triste del mundo, y enseguida ocupó su sitio en un extremo de la última fila, silencioso, cortés y disciplinado. Tolga no se llama Tolga, lo llamo así porque así se llamaba el primer alumno turco que tuve en Alemania y porque su nombre también empieza por T, como el de tantos chicos turcos, Tayfun, Turgut, Taylan, Timur, nombres de hombres fuertes que pesan sobre ellos como una losa hasta que acaban juntando las fuerzas suficientes para amoldarse a ellos. Tolga estaba muy lejos de su auténtico nombre, también nombre de guerrero, sus modales eran delicados, su voz delgada, pero se aferraba a la vida como un tallo de cereal cuyas raíces llegaran hasta aquella montaña de escombros de la que lo sacaron, hasta la tierra abonada por el cuerpo de su madre y los de tantos de los suyos.
Si hay algo que puede hacer la escuela sobre cualquier otra institución humana es crear la monotonía suficiente para que chavales que ya en sus pocos años han vivido más horror que el que la vida suele ofrecernos a los demás en su extensión de ocho o nueve décadas puedan aburrirse, dormitar, soñar despiertos y recordar que son solo eso, chavales, ya no los protagonistas de una tragedia, chavales con derecho a hacer tonterías, a ser livianos, a enamorarse y a hacer amigos y enemigos con la misma liviandad, a hacer enfadar al profesor, sin saber lo feliz que le hacen cuando al fin puede enfadarse con ellos en vez de mirarles con un nudo en la garganta pensando en todo lo que han pasado y en su frágil futuro, que siempre cuelga de un hilo como la espada de Damocles. Y una vez más, la escuela obrará con Tolga y el resto de mi clase de refugiados su particular milagro del aburrimiento.
Con los meses, Tolga va perdiendo su timidez y sus ganas de agradar siempre y empieza a juntarse con el grupo de las chicas turcas, a ir con ellas por el camino de vuelta a casa, a quitarles cosas y a hacerles burla como un niño pequeño, pero ellas no se enfadan nunca con él, porque supongo que a ellas también les quita el nudo de la garganta verle feliz haciendo el tonto. A veces, Tolga incluso se atreve a bajarse la capucha de la sudadera, porque su alopecia mejora y el pelo está volviendo a crecer. Llegando el verano se olvida ya de hacer los deberes, se olvida el libro en casa, es el último en sentarse cuando la clase ya ha empezado. Ya no está siempre el primero esperando a que abras para sujetarte sonriendo la puerta. Estamos encantados con él.
Todos los chicos que están en la Internationale Förderklasse (IFK), la clase internacional de apoyo, como llaman aquí en Alemania a estas clases mayoritariamente de refugiados que uno puede encontrar en muchos de los institutos de la zona, tienen historias terribles que contar. Yo, como tutor de una de estas clases desde hace años, conozco muchas de ellas, desde la del chico afgano que vio cómo toda su familia se hundía en el Mediterráneo en un bote en el que iban todos menos él, hasta la chica kurda que desapareció un buen día sin dejar rastro y no sabemos si estará pegando tiros en el norte de Siria con otras muchachas kurdas de su edad o habrá encontrado allí un destino peor, como otras tantas, o quizá vuelva a sentarse un día en su última fila con historias más terribles que las que ya trajo. Son grupos acostumbrados a la fatalidad, a las noticias devastadoras, a noches sin dormir pendientes de un teléfono móvil, a familiares al otro lado que les piden lo imposible a gritos. No suelen hablar mucho de lo que les pasa, porque eso significa volver a actualizar lo que ya ocupa demasiado espacio en sus vidas, y cuando lo hacen desprenden una serenidad admirable considerando lo que cuentan. Pero de todas las malas noticias con las que tienen que lidiar constantemente las que más les afectan suelen ser las que tienen que ver con sus solicitudes de asilo, prácticamente todas rechazadas por sistema, y las consiguientes cadenas de citas oficiales, cartas, avisos de expulsión, prórrogas y noticias de deportaciones de familiares o compañeros de clase, que son frecuentes. El silencio de los días en que uno de los asientos de la clase queda vacío, y a lo largo de la mañana, tras llamadas y correos, va quedando claro que será definitivamente, pesa como una losa sobre todos y cada uno, y les arranca del sueño de ser otra vez chicos que se preocupan solo de cosas de chicos, devolviéndoles a su papel de protagonistas de un drama que terminará donde empezó y no en el continente traicionero que les puso delante el espejismo de una vida normal y en paz, como a Tántalo, otro nombre que empieza por T.
La hermana mayor de una de las chicas turcas a las que incordia Tolga fue la primera deportada de esta clase, muy poco después de cumplir los dieciocho años, y a pesar de que el resto de su familia sí pudo quedarse, los menores de edad por serlo y los padres por tener que cuidar de ellos. Los que han tenido más cerca una deportación saben que la única manera de protegerse es empezar una formación profesional en una empresa lo antes posible para conseguir cinco años de permanencia prorrogables, tres de formación y dos de trabajo, independientemente de que tengan o no capacidad para intentar terminar el bachillerato en Alemania y empezar una carrera: el sistema no les permite convalidar estudios si no tienen el permiso de residencia en regla, y en estos momentos solo los ucranianos lo tienen asegurado. Los que sí tienen la suerte de ser reconocidos y obtener un permiso, o esperan obtenerlo, pueden hacer en nuestro centro un examen que les permite seguir estudiando, aunque no les convalida ningún título y muchos de los que lo aprueban se quedan después por el camino sin conseguir titularse. A mitad de curso se decide a quién presentamos al examen, y todos los que conservan el sueño de terminar la escuela y decidir sobre su destino se esfuerzan en estar entre ellos. Los demás se concentran en la búsqueda de una formación como auxiliares de clínica o enfermeros, o en profesiones industriales con falta de mano de obra especializada, cualquier cosa que les salve de la deportación. La tensión en unos y otros va visiblemente en aumento en estas fechas.
Tolga no participa de esta tensión. Sus notas son malas, tiene dificultades para concentrarse y nadie sabe muy bien a qué clase de escuela fue en Turquía ni cuántos años, pero ni puede mantener el nivel de su grupo en ninguna de las asignaturas ni parece importarle demasiado. Sigue en su última fila, intenta parecer ocupado, aun sin libro o con el libro equivocado, y espera a los recreos y a la hora de salida para acompañar a las chicas. Su alopecia no se acaba de curar.
Empezamos a pensar en alternativas para él, ni el examen, ni la formación en empresas, ni siquiera unas prácticas parecen una opción, pero una compañera veterana que se las sabe todas ha encontrado un grupo donde Tolga podría cocinar con otros jóvenes y hacer así algo que sí hace bien y le gusta, y donde seguro que hay más chicas. Y entre llamada y llamada y correo y correo, la compañera también ha conseguido entradas baratas para ir al teatro con todo el grupo, y así salen otro poco del drama real en el que han vivido para entrar en uno de ficción. La ola. La semana pasada fueron. No les impresionó mucho, claro. Será por dramas.
Pero nos faltó Tolga. Una semana antes de la función, estando yo en casa por enfermedad, me llegó un correo que decía que alguien en alguna oficina había decidido dar la orden de deportarlo a Turquía junto con su padre. Normalmente la policía alemana llega de madrugada a la vivienda de los chicos y se los lleva directamente al aeropuerto para que no tengan tiempo de esconderse, pero Tolga y su padre han firmado siempre todo lo que les han puesto delante, asegurándose el privilegio de poder planear un poco la vuelta a cambio de ser también de los primeros en ser deportados. Tolga pudo volver al instituto para despedirse, la compañera que iba a llevarlo al teatro a ver La ola hizo una foto de él con los otros alumnos refugiados en la escalera de nuestro centro, sonriente, haciendo la V de victoria más triste del mundo, mientras los ucranianos ponían orejas de burro a las chicas turcas.
Mientras escribo esto, Tolga y su padre esperan por sus billetes y la orden de retornar a su pueblo o a algún otro del sureste de Turquía, donde les quede algún familiar que tenga su casa en pie, o donde haya sitio en un contenedor de los miles que todavía siguen sirviendo de viviendas en la región, quién sabe. Sobre el suelo que abona el cuerpo de su madre, donde ambos estuvieron enterrados y del que él renació como una espiga, esperará su turno para fecundar la tierra, paciente, frágil y sonriente, mientras en su cabeza se desvanece el recuerdo de la posibilidad de otra vida, con otras gentes, en otra lengua. Y si soy sincero, espero que nos olvide pronto a todos.