
Viendo cómo los niños EGB devoraban series de institutos, alguien debió de pensar que los adolescentes más creciditos, al filo del COU, tendríamos que alucinar con una serie de universitarios. Al fin y al cabo, era llevar el desmadre un paso más allá, sin llegar a lo Belushi, pero casi. Comoquiera que en España no había fraternidades, el escenario elegido para dar forma a ese universo de feromonas disparadas fue un colegio mayor, lo más parecido a un Alpha Delta Pi que podía encontrarse al oeste de la Complutense.
No se puede decir que fuera una serie de tramas complejas; Colegio mayor giraba en torno a la actividad del Baroja, cuyo eslogan entre los veteranos ya lo decía todo: «El Baroja siempre moja», y es que, no nos engañemos, dicha actividad consistía de manera casi exclusiva en intentar tirarte a alguien, un poco a la desesperada, como todo buen universitario. Los embarazos no deseados y los problemas con papá se los dejaron a Compañeros.
Había, además, un punto sexualmente revolucionario: la lujuria no quedaba solo en manos de chicos llenos de acné y dedos rápidos sino que incluía también a las chicas, que se peleaban por conquistar la cama del recién llegado Jorge Sanz, ese improbable sex symbol de los primeros 90. La presencia de Sanz era imponente —venía de protagonizar Belle Époque, ganadora de un Óscar aquel mismo año— pero el éxito residía en la cantidad de brillantes secundarios que rodearon al chico de Valentina en su empeño por seducir de una santa vez a Lola Baldrich.
De entrada, Antonio Resines hacía de director del colegio, un director en los cuarenta y pico pero tan salido como sus alumnos y con un aire disparatado, imprevisible e infantil que recordaba inevitablemente al señor Belding de Salvados por la campana. Junto a él, sus dos manos derechas: Vicente Haro como bedel que se las sabe todas y Quique San Francisco, eterno opositor cuya habitación en el colegio se había convertido directamente en una suite. El hecho de que ambos fueran padre e hijo en la realidad añadía más química a la relación.
Luego, por supuesto, estaban las chicas, porque fuera de las historias de amor y sexo solo hay dioses y bárbaros. Esas chicas tímidas, como la preciosa Baldrich, recién salida de la refundación de Objetivo Birmania y a punto de dar el salto a Médico de familia, o las chicas lanzadas, noventeras, grunges, con ese punto enloquecido de la Telemadrid de Leguina, Hilario Pino y el Gran Wyoming. Chicas como Ana Duato, Eva Isanta, Ángeles Martín o Cayetana Guillén Cuervo en su papel de la Betty Rizzo del Baroja, tormentosa relación de amor-odio incluida con el rockero Achero Mañas.
En resumen, lo que la serie vendía era una expectativa y una nostalgia. Lo que probablemente nunca sucedió y lo que no iba a suceder cuando dejáramos el instituto por mucho que soñáramos con ello. Incluso la sintonía de la serie, compuesta por Luis Mendo y Bernardo Fuster, los mismos autores de «La puerta de Alcalá», lo dejaba claro desde el prin cipio: «Todo es posible en esta vida como si fuese el primer día en un colegio mayor», algo que, con el tiempo, entendimos que era mentira.
A los dos años, la serie dejó esa clandestinidad de Telemadrid y pasó a La 2 de TVE, últimos coletazos del gobierno socialista y primeros del de Aznar. No es que el castillo de naipes se viniera abajo porque se respetó bastante la idea central, es decir, el empeño de todo el Baroja por mojar cuanto antes, pero la fórmula, esa mencionada tensión entre los extremos de John Belushi y Zack Morris, se agotó pronto.
Lo que tardamos sus espectadores en madurar, supongo, y sus actores en encontrar terrenos más cálidos, al abrigo de aquellas primeras sitcoms de Antena 3 y Telecinco que les lanzarían a la fama, justo, curiosamente, cuando Jorge Sanz comenzaba su ocaso.