Ciencias

Crónica menor del cosmos en ocho paradas

Crónica menor del cosmos en ocho paradas

La astrofísica, cuando se presenta con bata blanca, fórmulas y reverencia, tiene quizá poco encanto. Pero si se la sacude un poco y se le quita el polvo académico lo que aparece es un universo tan ridículo como sublime: objetos que se evaporan, estrellas que fracasan, cadáveres que resisten y entidades que emiten más luz muertas que vivas. Estas son solo algunas de sus excentricidades. Ocho anomalías, ocho rarezas que no explican el cosmos, pero lo hacen aún más fascinante.

La enana que no era rosa

El cosmos alberga estrellas para todos los gustos y para todos los tamaños, pero hay una que no existe: la enana rosa. La expresión suena tierna, incluso comercializable —casi como un Pokémon o una estrella de reality—, pero no: en el catálogo estelar no hay hueco para ese tono cromático.

Las que sí existen forman una especie de espectro evolutivo digno de telenovela cósmica. Están las enanas blancas, cadáveres termonucleares de estrellas que un día fueron brillantes y que hoy no hacen más que enfriarse como brasas olvidadas. Las enanas rojas, esas ancianas tenaces y longevas, pequeñas fábricas de hidrógeno que pueden vivir billones de años sin que nadie las aplauda. Las enanas marrones, por su parte, son estrellas que lo intentaron pero no lo lograron: tenían masa, tenían forma, pero no llegaron al umbral de la fusión. Se quedaron en el limbo de la ignición, condenadas a una existencia tibia, sin gloria ni drama. Y luego están las teóricas enanas negras, el epílogo final de las blancas cuando se enfrían tanto que ya ni emiten luz. No hemos visto ninguna, pero sabemos que llegarán… dentro de unos cuantos billones de años.

En este desfile de colores y destinos no hay rastro de una enana rosa. Ni teórica, ni hipotética, ni siquiera como concepto. No es que no se haya descubierto todavía: es que no encaja físicamente. Las temperaturas, los tipos de radiación, los espectros de emisión… todo conspira contra esa tonalidad. No hay equilibrio termodinámico que produzca semejante pigmento en la piel ardiente de una estrella. El rosa no es un color viable en el teatro nuclear del universo. Y es una pena.

Un agujero que se esfuma

Los agujeros negros son esos tipos duros de las películas que acaban mostrando su lado vulnerable. Se presentan como entidades absolutas, colosos gravitatorios capaces de devorar materia, luz y esperanza con la misma facilidad con la que una traga saliva. Pero, contra todo pronóstico, incluso ellos tienen una grieta. Una pérdida sutil, casi indetectable, que carcome su grandeza desde dentro: la radiación de Hawking.

Propuesta en los años setenta por Stephen Hawking, esta forma de radiación no surge del agujero en sí —que, por definición, no permite escapar a nada—, sino del propio tejido cuántico del espacio circundante. Las partículas virtuales que aparecen y desaparecen constantemente en el vacío pueden, en las proximidades del horizonte de sucesos, romper su simetría y dejar escapar una parte de energía. Una especie de tributo cuántico al universo, un goteo invisible que no cesa nunca.

Es un proceso lento, desesperantemente lento en el caso de los agujeros negros supermasivos que habitan el centro de las galaxias. Pero en los más pequeños esa evaporación puede acelerarse como un reloj apurado. En teoría, cualquier agujero negro terminará por desaparecer, reducido a un destello final de energía, una última llamarada antes del olvido. El titán que todo lo traga, al final, también se deshace a sí mismo.

Así que sí: incluso los monstruos cósmicos tienen fecha de caducidad. El universo también se cobra sus deudas. Y lo hace con elegancia, sin estridencias, como quien se limita a esperar. Porque en cosmología basta con tener paciencia.

Una estrella con migraña

El magnetar no es una invención de Marvel, aunque podría serlo. Suena a villano con capa, a mutante radioactivo o a entidad vengativa capaz de doblegar planetas con solo fruncir el ceño. Pero no: es una criatura real, una aberración cósmica que nace cuando una estrella masiva colapsa y se convierte en una estrella de neutrones con problemas de temperamento magnético.

Mientras que una estrella de neutrones ya es un objeto impresionante —un núcleo estelar del tamaño de una ciudad pequeña que contiene más masa que el Sol y donde un centímetro cúbico de materia pesa más que el Everest y a saber cuántos campos de fútbol—, el magnetar lleva la extravagancia un paso más allá. Es como si a ese cadáver comprimido le añadieras superpoderes. Su campo magnético puede ser mil veces más intenso que el de una estrella de neutrones corriente, y un billón de veces más fuerte que el de la Tierra. Una obscenidad magnética.

Ese campo no solo distorsiona partículas, sino que también puede alterar la estructura misma del vacío cuántico. Los magnetars sufren de temblores colosales, auténticos espasmos de energía llamados estallidos gamma suaves, que pueden liberar en fracciones de segundo más energía que la que emite nuestro Sol en cien mil años. Si un magnetar estuviera siquiera a unos pocos años luz de distancia su influencia sería letal. Las moléculas perderían su cohesión, la electrónica colapsaría. Y sí, incluso las bandas magnéticas de los billetes desaparecerían. Ni el dinero sobreviviría. Un apocalipsis por un pedo magnético del universo.

Cuásares: pornografía cósmica

Un cuásar no es un lugar, es un suceso. Una manifestación violenta de la física en su estado más exhibicionista. Se forma cuando un agujero negro supermasivo se despereza y empieza a devorar materia con avidez. Polvo interestelar, gas ionizado, restos de estrellas incautas: todo sirve de alimento si se acerca lo bastante. Y en ese proceso caníbal, el disco de acreción que rodea al agujero alcanza temperaturas tan infernales que comienza a emitir radiación en cantidades obscenas. Radiación térmica, rayos X, incluso chorros relativistas que escupen partículas a velocidades próximas a la luz. Es una orgía energética.

Allí no se baila, se incinera. No es una discoteca, sino una cámara de combustión relativista. Lo que brilla no es el agujero en sí —que, por definición, no emite luz—, sino la materia condenada que gira a su alrededor, estirada, triturada y sobrecalentada hasta que se convierte en un faro cósmico.

Brillan tanto que son visibles desde los confines más remotos del universo observable. Algunos de los cuásares que detectamos hoy emitieron su luz hace más de diez mil millones de años, cuando el universo apenas salía de la infancia. Su fulgor es un grito fósil que ha cruzado eras, galaxias y expansiones para llegar hasta nuestros telescopios como pornografía cósmica. Exceso, violencia, descomposición y placer térmico en su máxima expresión. Son el reguetón luminoso de la cosmología: ruidosos, brillantes, ineludibles.

La paradoja de vivir mucho y no servir de nada

Las enanas rojas son las abuelas del cosmos. Pequeñas, tranquilas, tenaces. Son el minimalismo térmico hecho estrella: apenas llegan a un 50 % de la masa solar —en algunos casos, ni a una décima parte—, y eso les permite vivir con la austeridad de quien sabe que lo suyo va para largo. No despilfarran combustible, no hacen aspavientos nucleares, no estallan en supernovas. Arden lento, como si quisieran quedarse a ver cómo termina todo esto.

Su vida útil no se mide en millones, sino en billones de años. Se calcula que una enana roja de 0,1 masas solares puede vivir hasta un billón de años, lo que significa que el universo —con sus modestos 13 800 millones de edad— aún no ha visto morir ni una sola. Las primeras que prendieron siguen encendidas, tercas, calladas, como si llevaran la contraria a todo lo que arde con fuerza para desaparecer pronto.

Su longevidad contrasta con su absoluta intrascendencia. No iluminan nada. No generan espectáculos ni cadáveres exóticos. No hacen historia. Son tan discretas que apenas se detectan más allá del vecindario estelar. Ninguna civilización futura —si es que queda alguna para entonces— recordará su existencia con devoción. Y lo más escalofriante: las primeras enanas rojas que nacieron en el universo apenas han comenzado su vida útil. Han consumido menos del 1 % de su hidrógeno.

Júpiter y la frontera del fracaso

Una enana marrón es lo que pasa cuando una estrella se queda a medio cocer. Tiene masa, volumen, intención, pero no consigue arrancar del todo. No llega a la temperatura crítica para iniciar la fusión sostenida del hidrógeno, ese proceso que define lo que es una estrella con todas las letras. Y como no arde con continuidad, no brilla como debería. Es más gorda que un planeta, pero no lo suficiente como para brillar con dignidad, una cerilla que chisporrotea y se apaga antes de tiempo.

Esa ambigüedad tiene números: se considera que un objeto cruza la frontera hacia la enanez marrón cuando supera las 13 masas de Júpiter. Es decir, cuando tiene la fuerza suficiente para fusionar deuterio —un isótopo del hidrógeno—, pero no la suficiente para mantener el ciclo completo de fusión del hidrógeno en helio. Está demasiado vivo para ser un planeta, demasiado muerto para ser una estrella. La zona gris entre la gloria estelar y la irrelevancia planetaria.

Algunas orbitan solas, como exiliadas cósmicas. Otras parecen acompañar a estrellas, pero sin integrarse del todo en su jerarquía. Su temperatura varía: algunas son templadas, otras apenas más cálidas que el café de media tarde. No tienen superficie sólida ni núcleo ardiente. Son bolas de gas frustradas, con atmósferas que a veces presentan tormentas, bandas, o incluso lluvia de hierro. Una enana marrón es un quiero y no puedo gravitacional. El fracaso hecho cuerpo celeste. Una promesa incumplida que flota en la oscuridad, esperando que alguien la observe lo suficiente como para llamarla por su nombre.

La edad del Sol: ni joven ni sabio

Nuestro Sol es un cuarentón cósmico. Ha superado su juventud incandescente, pero aún no ha entrado en la decadencia. Lleva unos 4500 millones de años brillando con eficiencia y se espera que continúe haciéndolo al menos otros tantos. Está en plena secuencia principal, esa fase de estabilidad nuclear en la que fusiona hidrógeno en helio sin sobresaltos, como quien repite el mismo desayuno cada mañana durante milenios.

No es joven, pero tampoco viejo. Se encuentra en esa edad ambigua en la que uno empieza a revisar los análisis de sangre con más atención, pero todavía se permite ciertas licencias. Su núcleo, eso sí, ya empieza a acumular helio —combustible agotado— y su destino está sellado desde el principio: llegará un día en que no le quede más remedio que cambiar de fase y abandonar su compostura actual. Pero cuando muera, no lo hará con una explosión dramática. No estallará en supernova, porque no es lo bastante masivo como para ganarse una muerte gloriosa. En lugar de eso, se hinchará primero como una estrella gigante roja, engullendo probablemente a Mercurio y Venus, y dejando la Tierra como una barbacoa orbital. Luego, tras expulsar sus capas externas al vacío interestelar en forma de nebulosa planetaria, quedará solo el núcleo desnudo: una enana blanca, caliente pero marchita, que se irá enfriando poco a poco hasta desaparecer.

Morirá, sí, pero sin ruido. Como una diva cósmica cansada, que tras décadas de funciones solares decide bajar el telón con dignidad, sin fuegos artificiales. Porque incluso las estrellas tienen derecho a marcharse discretamente.

Materia degenerada: resistir para no ser un agujero

Una estrella de neutrones es la versión compactada de todo lo que ha resistido el colapso total. No es una estrella viva, ni un agujero negro, ni un cadáver del todo frío, es el cadáver más tenso del universo. Lo que queda cuando una supernova lo ha arrasado todo menos la posibilidad de seguir existiendo.

Su estructura está hecha de materia degenerada, un estado que no tiene nada de poético, aunque lo parezca. Es lo que ocurre cuando los átomos colapsan y los electrones son forzados a unirse con los protones, creando una sopa densa de neutrones. Es tan compacta que una cucharadita de esa materia pesa varios cientos de millones de toneladas. Pero lo verdaderamente fascinante es que, incluso entonces, algo impide que se derrumbe del todo. Ese algo es la presión de degeneración cuántica, un mecanismo de defensa sacado directamente del manual de la mecánica cuántica. Más concretamente, del principio de exclusión de Pauli, esa norma que prohíbe a dos fermiones, como los neutrones, compartir exactamente el mismo estado cuántico. Ni siquiera en el caos de una estrella muerta vale todo: cada partícula con su espacio, como en un funeral con protocolo. En términos simples: la materia se resiste. Como si incluso en la muerte estelar existiera una cláusula de dignidad que impidiera a los átomos apilarse.

Si la masa del núcleo remanente supera cierto umbral —unas 2,5 masas solares, según estimaciones—, ni siquiera esta presión será suficiente: el colapso continuará hasta formar un agujero negro. Pero si no, lo que queda es eso: una estrella de neutrones, pura compresión, pura resistencia. Un puñado de kilómetros de radio capaz de girar cientos de veces por segundo, emitiendo pulsos electromagnéticos regulares como si marcara el tiempo de la nada con una precisión patológica. Son cadáveres estelares que se niegan a rendirse, restos cósmicos que desafían la gravedad a puñetazos cuánticos. La vida después de la vida, pero en versión hardcore. Como si el universo, tras tanto destruir, decidiera guardar al menos un recuerdo sólido de lo que fue.

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7 Comentarios

  1. Manuel Queimaliños Rivera

    Maravilloso artículo. ¿ no lo leerán estos que se consideran eternos?

  2. Guillermo Guevara Pardo

    Excelente artículo con una pizca de humor que le da una sazón de sabrosura muy interesante. Vale la pena compartirlo. Una felicitación para la autora.

  3. E.Roberto

    Este artículo es una narración maravillosa que, permitiéndome y salvando distancias se parece a los cuentos para dormir a los niños, con tantos héroes rutilantes, monstruosos villanos agazapados, enanas tránsfugas, coloridas e impensables, un elenco de personajes que en vez de ayudarlos a conciliar el sueño los mantendría despiertos esperando lo peor mientras “… el tiempo de la nada pasa…” y en donde no hay ni vencedores ni vencidos. El universo es un barrio problemático y diría proletario que jamás se urbanizará, con sumideros gigantescos donde va a parar de todo. Muy bueno, estimada. Gracias.

  4. Fascinante, divulgativo y maravilloso artículo sobre un tema tan inabarcable como apasionante.

  5. Xavier Villanueva

    Enhorabuena por un artículo cargado de astropoesia!

  6. Que magnífico articulo!! Gracias María. Parece la presentación respetuosa y detallada de los personajes de una enorme epopeya familiar, trascendiendo (nunca mejor dicho) el tiempo y el espacio.

  7. Esta tórrida tarde se aliviado gracias a su GRACIA. ¡ Ingeniosa personificación!
    P.D. A quien corresponda: Hay que solucionar lo del «ROSA»

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