Libros

¡Mátenme con estilo, por favor se lo pido!

Nighthawks by Edward Hopper 1942
«Noctámbulos» de Edward Hopper, 1942.

Amo a una chica, pero no follamos. Viene a menudo a casa. Nuestra única intimidad es mi cuarto de baño. Cuando la visita se alarga, utiliza mi retrete. Me dice, en inglés: «¿Puedo utilizar su cuarto de baño?». Y, a continuación, lo hace.

Cuando se marcha, me siento en el váter y pienso que ella ha estado ahí, sentada, con su culito desnudo y expuesto y con todo lo demás. Y me excito.

Eduard Limónov escribió los textos que conforman Diario de un perdedor durante los años de su exilio en Estados Unidos, entre mediados de los setenta y principios de los ochenta, cuando era un completo desconocido en los márgenes de Nueva York. Entre 1975 y 1983, llevó una vida de precariedad silenciosa: sin papeles, sin prestigio, sin más pertenencia que la lengua rusa que insistía en no abandonar. Se ganaba el sustento como camarero o corrector en publicaciones casi invisibles, mientras observaba el mundo norteamericano desde el fondo de un vaso de resentimiento y deseo. Aquellas páginas, no pensadas para el lector, fueron cuadernos de subsistencia; no se publicaron hasta mucho después, primero en Rusia y luego en traducciones que hoy nos llegan como mensajes embotellados desde una orilla turbia.

Limónov nació en 1943 en Dzerzhinsk, una ciudad industrial de la antigua URSS. Fue, sucesivamente o a la vez, poeta disidente, okupa en París, soldado en los Balcanes, columnista de prensa, político nacionalista, «performer» involuntario, protagonista de biografías ajenas. Supo incomodar en todos los idiomas que tocó. Su figura atrajo por su condición cambiante, proteica, casi mitológica en su terquedad. Emmanuel Carrère lo convirtió en personaje central de una de sus novelas de no ficción más celebradas, retratándolo como la encarnación sucia y fascinante del alma rusa contemporánea. Pero más allá del personaje, quedó la escritura: una prosa cortante, desnuda, sin filtros ni disculpas, atravesada por una necesidad casi física de autenticidad.

Diario de un perdedor es el cuaderno de campo de un hombre sin campo. Narra con crudeza los gestos mínimos del fracaso: vagabundeos sexuales que no erotizan, monólogos que se retuercen sobre sí mismos, odio hacia todos los sistemas, incluidos los que alguna vez le abrazaron. Escribe como si no tuviera nada que perder —porque en esos años no tenía nada— y por eso sus frases tienen el filo de lo que no se retracta. «Quería escribir el libro más asqueroso que se pudiera imaginar un americano», declaró tiempo después. Y, en efecto, logró algo peor: un libro íntimo, repulsivo y lúcido. Cada página es una pequeña bomba contra el orden sentimental del lector. Su mirada no busca escandalizar con la provocación fácil, sino herir con precisión allí donde duele más: en la hipocresía cotidiana, en la cortesía social, en la impostura del éxito. Es un diario sin consuelo ni redención, donde la humillación no se niega ni se supera, sino que se convierte en músculo literario. Hay en su derrota una forma de resistencia: escribir desde abajo sin aspirar a subir.

Limónov murió en 2020, pero su voz persiste como la mancha de aceite que no puedes quitar de tu camiseta favorita. Para quienes leen sin buscar modelos ni lecciones, sino zonas de verdad incómoda, sus diarios siguen siendo un lugar necesario. Que Diario de un perdedor vuelva hoy a circular en castellano gracias a Fulgencio Pimentel no es solo un acto editorial, sino un gesto político: publicar este libro en 2025, con su brutalidad íntima, su incorrección sostenida y su desprecio por cualquier forma de edulcoración, implica ir contra el criterio tibio de casi todo lo que pasa hoy por literatura. Una obra como esta, escrita hoy por un desconocido, no atravesaría ningún comité de lectura: ni premios, ni becas, ni editoriales la tocarían sin pinzas.

En esta edad dorada de la autoficción, donde cualquier revés vital —una ruptura, una ansiedad mal gestionada, una tristeza más o menos fotogénica— se convierte en trauma reciclable que da para trescientas páginas ñoñas, decir como el escritor ruso «No me interesa la moralidad. Me interesa la verdad» es un acto de guerra contra la sensiblería, una declaración literaria que se planta en medio del decorado con la violencia de una película de Takashi Miike. En los fragmentos que componen sus diarios no hay redención ni pedagogía emocional. Solo el desgarro de esa verdad sin filtros que nos sacude brutalmente.

Lloro por ti en Nueva York. En la ciudad de los húmedos vientos atlánticos. Donde florecen los prados infinitos de la peste. Donde los siervos sirven a sus amos, que son siervos a su vez.

Y cada noche. En esta pensión mugrienta. Así de tonto, ruso y solo. Sueño, sueño contigo. Con una mártir hermosa, muerta joven aún y viva todavía. Con un ser tierno de cuello blanco y labios escarlata. Con unas manos llenas de arañazos asiendo la correa del fusil, con una que habla en ruso, ¡con mi amor, con mi Revolución!

diario de un perdedor 01 fulgencio pimentelDiario de un perdedor es un texto escrito con la sangre espesa de una herida antigua que no acaba de cerrarse. Lo que Limónov plasma en este diario no es exactamente literatura, más bien son sus vísceras bañadas por la bilis del resentimiento, la euforia del sexo sucio y una nostalgia que no se permite sentimentalismo. Un manual íntimo del que quiere matarse, pero decide contarlo antes. Los acontecimientos que describe son una sucesión de despropósitos que conforman un descenso. Un descenso deliberado, sin resistencia, con la conciencia de quien se arroja al fango con la convicción de que allí se encuentra la única verdad. Este es un diario de insomnios, de erecciones, de cuchillos guardados bajo la almohada. Nueva York aparece como un espacio espectral, una jungla rota donde cada personaje es a la vez espectador y cadáver. En la tradición de los grandes diaristas autodestructivos, Limónov destaca por una cualidad singular: no se compadece de sí mismo, por el contrario, se detesta sin piedad.

El estilo es limpio como una cuchillada. No hay adornos, prosa engolada o artificios. La frase corta, directa, con olor a ropa sudada. Y de pronto, entre esa miseria verbal, aparecen joyas extrañas, como una flor creciendo entre escombros: «De vez en cuando cruza un remolcador por el East River. Es fin de semana y el río brilla con calma y las hojas oscilan en calma y las cajas forradas de tela vierten calmadamente sonidos de rock and roll y puede que noticias y mensajes comerciales de una vida plena de abundancia». Hay poesía, sí, pero no es una concesión. Es una trampa, un descanso breve antes de la siguiente patada.

Iba yo, gallardo y apuesto, por la avenida Madison con los severos andares crepusculares del hombre que lo ha visto todo, vistiendo abrigo de cuero y tocado con una gorra cuya siniestra sombra me cubría casi completamente los ojos, cuando vi venir hacia a mí a una especie de Jesucristo rubio, pálido y gracioso, algo desdibujado, armado solo con sus ojos azules y un impermeable. El pobre tuvo que hacerse daño en el cuello de tanto como lo dobló para verme. Cuando por fin se fijaron en mí, los ojos se le salían de las órbitas, llenos de fascinación y terror: al fin tenía ante sí el animal idóneo.

El sexo atraviesa el libro como un cuchillo. No hay erotismo, hay necesidad. El cuerpo se convierte en refugio y en campo de batalla. Las mujeres, a veces reales, a veces fantasmales, son amadas, temidas y violadas con palabras. «Durante dos noches y un día no paré de taladrarla hasta dejarme la polla en carne viva. Sangraba como un cerdo. Había un manojo de penes en cada uno de los ojos de aquella chica judía», escribe, como si el lenguaje fuera un instrumento de castigo, una forma de confirmar su existencia a través de la destrucción, de dejar huella incluso en la carne que inventa. El alcohol, la masturbación, el fracaso, el odio a los ricos, la nostalgia por un comunismo mítico, el desprecio a la izquierda y la derecha: todo se mezcla en un cóctel denso que huele a vómito, pero también a perfume caro. Lo abyecto convive con lo sublime.

Hay una tensión subyacente que sostiene el libro. Nunca sabes si estás ante un loco o un genio. Probablemente sea ambas cosas, además de un perdedor. O mejor dicho: es alguien que ha hecho del fracaso un emblema. No quiere ganar, quiere que el mundo sepa que ha perdido con estilo. Es un punk con formación clásica, un bandido con biblioteca. Su prosa bebe de Rimbaud, Lautréamont, Maiakovski. Pero también Bukowski, Genet y Henry Miller. Con todos comparte la voluntad de autodestrucción como gesto estético. Y con ninguno el intento de agradar.

Hay algo profundamente actual en este libro. Algo que se opone frontalmente al relato de superación contemporáneo, a la narrativa del éxito, del esfuerzo recompensado. Limónov es la encarnación de lo que hoy se censura: el fracaso sin moraleja, la pobreza sin épica, la violencia sin disculpa. Es un personaje inasumible para nuestro tiempo. Y eso lo vuelve imprescindible. Este no es un libro que se recomiende a la ligera. Hay que tener estómago. Pero también hay que tener sensibilidad para detectar, bajo la costra de brutalidad, una ternura secreta, una necesidad de amor tan feroz que solo puede expresarse con odio. «¡Mátenme con estilo, por favor se lo pido!»

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3 Comentarios

  1. unismondo

    ¡Mátenme con tilde, por favor se lo pido!

  2. Pingback: Reflexiones sobre la búsqueda de dignidad y estilo en la muerte - Hemeroteca KillBait

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