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El Atlas, la peana del mundo

El Atlas, la peana del mundo
Las Cascadas de Uzud, en el Atlas Medio marroquí, 2015. Fotografía: Alberto Loyo / Getty.

Ouzoud significa «aceituna» en lengua bereber, y las cascadas más altas y bellas de Marruecos se llaman así por los olivos que flanquean y ofrecen sombra al camino por el que se accede a su parte inferior. Es el uadi Tissakht —afluente del Oued el Abid— el que, en llegando a las anfractuosidades próximas al pueblo de Tanaghmeilt, forma este majestuoso salto de agua que en realidad son varios; una escalinata de agua con siete escalones, habitualmente ceñida con un arcoíris. Un paraje de ensueño, con aires de oasis. No solo los olivos mullen la arenisca roja de este rincón del Atlas Medio: hay almendros, higueras, algarrobos. Cae a ciento cincuenta kilómetros de Marrakech, pero el turismo que afluye a él es todavía predominantemente nacional; familias y grupos de amigos marroquíes que vienen a refrescarse en los días de calor. El agua es limpia y muy fría, y está permitido el baño bajo las propias cascadas. A la vera del río hay restaurantes que plantan sus mesas en el mismo cauce del río, de manera que se puede comer o cenar con los pies sumergidos en el agua. Tal vez con una pintoresca compañía: la de los macacos de Berbería, una especie en peligro de extinción (aunque goza de buena salud en Gibraltar), pero cuyos miembros han aprendido que esta romería de turistas es una fuente de alimento fácil.

El Atlas. Nos cuenta la mitología griega que quien llevaba ese nombre fue el caudillo de la titanomaquia, la guerra —que duró diez años— de los titanes contra los dioses olímpicos. Cuando los primeros fueron derrotados, la mayor parte de ellos fueron enviados al inframundo, pero su jefe fue conducido por el triunfante Zeus al borde de la Tierra. Allá «donde el Sol para a los caballos cansados», fue condenado a cargar a hombros la bóveda celeste por toda la eternidad, adoptando la postura en la que milenios más tarde se lo dibujará típicamente en la portada de los libros de mapas, que acabarán siendo conocidos con su nombre: atlas. De su reino mauritano nos relatan asimismo los mitos de la Hélade que por allá se fueron dejando caer, a lo largo de los siglos, aventureros de toda índole, atraídos también por el jardín de las Hespérides: una arboleda frondosa de cuyas ramas colgaban unas cautivadoras manzanas de oro. Las Hespérides eran las hijas de Atlas, que vigilaban con celo aquel pequeño edén. Y uno de los que allá llegó un día a tratar de violentarlo fue Perseo, envalentonado después de matar a Medusa, aquella pavorosa criatura que convertía en piedra a quienquiera que la mirase. Atlas, al verlo, recordó una profecía que le habían susurrado tiempo atrás: «Llegará el momento, Atlas, y el oro será robado del árbol, y la mejor parte irá al hijo de Zeus». Vástago del rey de los dioses era Perseo, así que —aunque en realidad el vaticinio se refería a Heracles, como comprobaría tiempo más tarde— el precavido titán mandó perimetrar el huerto con un alto muro y reforzar su custodia con un dragón de siete cabezas, llamado Ladón. Seguidamente, negó la hospitalidad al héroe medusicida. Pero este llevaba en las alforjas de su viaje la cabeza cercenada del monstruo, que no había perdido sus poderes. Se la mostró al titán, y este, entonces, se convirtió al instante en piedra. Su cabello y su barba devinieron bosques como el de Ain Khela o el del cedro Gouraud; sus hombros y sus brazos, hileras de montañas; su cabeza, el pico más alto. Atlas era ahora la cordillera que ha continuado siendo hasta hoy, peana del mundo allá en el finisterre del planeta conocido por los viejos helenos. ¿Las cascadas de Ouzoud eran tal vez sus lágrimas, su orina, sus circuitos sanguíneos o linfáticos?

Tienen unos dos mil cuatrocientos kilómetros estos pequeños Andes norteafricanos que ocupan no solo territorio marroquí, sino también argelino y tunecino. Su punto culminante, la petrificada cabeza del titán derrotado, es el Toubkal, un pico de 4167 metros coronado con nieves casi perpetuas, meteoro inusual en este rincón del mundo. Hay cosas insólitas, sigue habiéndolas, en el reino del porteador del firmamento. Los árabes del Medievo lo consideraban, no un accidente continental, sino una isla, con el mar de agua del Mediterráneo a un lado, y el piélago de arena del Sáhara al otro. Su fauna singular maravillaba ya a los romanos, que capturaban aquellos bichos y se los llevaban a la Ciudad Eterna para solaz de los asistentes a los espectáculos del Coliseo. Sus montañas eran cobijo de los ya citados macacos, de ciervos, de jabalíes, de gacelas e ibis, pero también de osos, uros, leones, leopardos y elefantes. Del Atlas provenía el paquidermo que montó Aníbal en la segunda guerra púnica. Los leones de Berbería, reverenciados en todo el norte de África por su fortaleza y ferocidad, fueron el símbolo del Imperio etíope, hasta el derrocamiento de Haile Selassie, y subsistían aún a principios del siglo XX, pero el último salvaje fue cazado en 1922; hoy queda alguno en zoos. Berbería tenía también leopardos que se dieron igualmente por extintos tras la captura del que se creía su último ejemplar en 1985, pero en los últimos años se han avistado huellas y otros rastros sobre los cuales se han abalanzao los zoólogos, instalando cámaras de fotos automáticas en los que se supone que son sus lugares de paso, sin que se haya logrado aún ninguna instantánea. El Atlas sigue siendo un espacio misterioso, con manzanas de oro difíciles de robar.

Durante la Edad Media, sus estribaciones servían de refugio para comunidades disidentes que a ellas huían, escapando de las persecuciones en las épocas rigoristas. Algunos se convertirían después en imperios rigoristas ellos mismos, nacidos y acrecidos bajo la protección de sus yebel —«montañas»—. En el Alto Atlas fue que nació el movimiento almohade, liderado por Muhammad ibn Tumart, que en los riscos fue nombrado mahdi por sus partidarios, y desde ellos emprendió en la década de 1120 una yihad exitosa que acabaría adueñándose de todo el Magreb, arrasando el previo Imperio almorávide, al que acusaban de relajación e impiedad. Merece una visita Tinmel, el pueblo concreto en que se instaló y desde el cual aglutinó a las tribus que serían sus tropas, ubicado sobre una colina en un entorno de belleza paisajística asombrosa, y cuya mezquita monumental, erigida en homenaje al caudillo, fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1990.

El Atlas era indomeñable. En 1884, el capitán de ingenieros español Julio Cervera Baviera todavía escribe, en Expedición geográfico-militar al interior y costas de Marruecos, que 

Tuat, Draah, Nun, casi todo el Sus y la cordillera del Atlas, son países ocupados por tribus completamente independientes, cuyos jefes naturales no reconocen como soberano al titulado emperador de Marruecos. Únicamente algunas kábilas del Sus, que ocupan la zona de terreno comprendida entre Tarudant y la ciudad de Marruecos, reconocen al sultán como jefe religioso que merece respeto y adoración por descender directamente del Profeta; pero no se dignan pagarle impuestos ni obedecer sus órdenes, limitándose á enviar á la corte embajadas o comisiones portadoras de regalos, sobre todo durante la pascua de principio de año y con motivo de otras festividades; donativos o presentes que aquellas tribus hacen extensivos á otros príncipes musulmanes, considerando más bien esto como precepto religioso que como acto de sumisión al gobierno del sultán.

Otros buscarán en el Atlas, en el siglo siguiente, soledades balsámicas de otro orden. Allá se ambienta Mimoun, la primera novela de Rafael Chirbes, relato de la llegada de un profesor español a un pueblo de la cordillera, con el vago propósito de concluir una novela. Desilusionado, desasosegado, Manuel, que así se llama, abandona la España de la transición y busca una catarsis en Marruecos, nación mitificada en su recuerdo, que luego lo decepcionará, porque no es el imposible paraíso fuera de la historia en el que había creído. Pero no lo hace, al menos, la belleza natural del Atlas, que evoca en el libro de modos como este:

Me embriagó la primavera de Mimoun. A los días lluviosos sucedieron otros magníficos en los que, al atardecer, el cielo se volvía cárdeno y subía desde la tierra una perfumada respiración vegetal. […] Las primeras bandadas de aves blancas cruzaban voluntariosas en dirección al norte: era como si la nieve del Bou Iblan hubiese estallado en mil pedazos y se hubiera esparcido por el azul del cielo. […] Recorríamos las orillas silenciosas de los lagos que se abrían en la montaña, entre los cedros; y bebíamos allí, al borde del agua clara, envueltos por el rumor de las ramas y los cantos de los pájaros. El Bou Iblan se había ido desnudando de nieve y aparecía, a lo lejos, convertido en una fascinante nave azul.

El Atlas, la peana del mundo
Macacos de Berbería cerca de Azrou, una localidad del Atlas marroquí, 2017. Fotografía: Fadel Senna / Getty.

Así de hermoso es, estas hermosuras alberga el Atlas. También las alberga humanas: humildes pueblos de adobe, terrazas de cultivo, graneros colgantes, «blancos sepulcros de santos personajes» (Cervera Baviera) o la cinematográfica fortaleza de Ait Ben Hadu, del mismo material: un ksar entre palmerales, a orillas del río Ounila, fundado en la Alta Edad Media a fin de asegurar el paso de Tizi n’Tichka, una de las pocas rutas que atraviesan el Atlas. Allá se ha rodado toda una batería de películas y series de televisión que abarca desde Lawrence de Arabia (1962) hasta Juego de tronos. La exitosísima adaptación audiovisual de las novelas de George R. R. Martin la transformó en Pentos, una de las soleadas ciudades libres en las que evoluciona la epopeya reconquistadora de Daenerys Targaryen.

El Atlas es exotismo a tiro de piedra de Europa, el Oriente más próximo; dunas del desierto, palmeras datileras y caravanas de camellos a mil kilómetros de Madrid, a quinientos de Málaga. Y ya fue fácil estímulo de la imaginación decimonónica de escritores románticos y de libros de aventura como Emilio Salgari, autor, entre otras muchas célebres novelas ambientadas en mares y selvas, en Papuasia o la India, de una titulada En las montañas del Atlas. En ella se nos cuenta la accidentada historia del conde Michele Cernazé, que se alista en la Legión Francesa después de dilapidar su fortuna en los casinos de Montecarlo. Lo destinan a Argelia, pero las condiciones de vida allá lo horrorizan y decide escaparse. Lo detienen y lo envían a un campo de concentración para desertores, pero vuelve a evadirse y emprende una agotadora huida por la cordillera. Lo hace con la ayuda de unos amigos y de la mujer de inenarrable belleza a la que ha desposado: una mujer árabe llamada Afza y conocida como el Rayo del Atlas, a quien el carcelero —al que matan— deseaba para sí. Así se recrea en describirla Salgari:

Hacía algunas horas que el sol se había ocultado tras el horizonte, y Afza apareció en el dintel de la tienda de su padre. Sus magníficos cabellos estaban recogidos en dos gruesas trenzas y dos pinceladas negras de antimonio agrandaban sus ojos. Las uñas, teñidas con henna, habían adquirido un ligero color amarillento y, como acostumbran las mujeres argelinas, la natural palidez del rostro era disimulada por una leve capa de carmín. Una especie de caftán de seda de varios colores reemplazaba a la larga túnica de lienzo, ceñido a la cintura por una faja azul, a la que sobreponía una chaquetilla de terciopelo verde abierta en el pecho y adornada con alamares dorados.

Siglo y pico después, la peana del mundo ha perdido bastante de aquel embrujo de una época en la que había muchos mundos en el mundo, muchos espacios en el espacio, muchos tiempos en el tiempo; y sí podía viajarse, como ya no pudo hacerlo el profesor de literatura de Mimoun, a genuinos otrolugares. El Atlas de 2024 son resorts, mareas de turistas sonrosados, expediciones de trekking. Pero siguen brillando los alamares dorados de su geografía y su historia: la cascada de Ouzoud, la mezquita de Tinmel, la alcazaba de Telouet, el valle de las Rosas y tantos otros. Y sigue mereciendo la pena ser Perseo de estas Hespérides.

El Atlas, la peana del mundo
Dos niños bereberes en Ait Souka, en la cordillera del Atlas, 2007. Fotografía: Chris Jackson / Getty.

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