
Pongámonos en situación. Bilbao, 1992, estreno de Akira en cines. Es la primera vez después de mi infancia en la que asisto a una película de animación en un cine. También es la última vez que fumo en un cine. Esa conjunción de cosas que empiezan y terminan resume bastante bien el significado simbólico de una película como Akira, dirigida por Katsuhiro Otomo (Tome, 1954) y basada en su propio manga, que no concluiría hasta unos años después del estreno de una película, con un final diferente. Akira, la película, da el pistoletazo de salida definitivo al anime en nuestro país y acaba con la creencia de que las películas de dibujos son una cosa para niños. Varios factores se conjugan para que esto tenga lugar: un argumento ciertamente confuso pero trepidante, una realización artística no ya impecable, sino impresionante, y una calidad técnica extraordinaria lograda a base de talonario. Akira llegó a realizarse gracias a la participación en la producción de ocho grandes corporaciones del entretenimiento que aportaron diez millones de dólares de la época. Cada dólar (en propiedad, cada yen) queda patente en la minuciosa ambientación de la película y en la naturalidad casi real con la que los personajes se desenvuelven en los escenarios.
Establezcamos el escenario. Neo Tokio, 2019. La ciudad se reconstruye de entre los escombros de la Tercera Guerra Mundial con el atisbo de esperanza de unos Juegos Olímpicos en 2020 (ya es casualidad). La juventud abúlica dedica su tiempo al consumo de drogas y las peleas callejeras a lomos de motos de gran cilindrada. Mientras, el gobierno financia experimentos del ejército para crear el arma definitiva en forma de muchachos con poderes psíquicos. Tetsuo, uno de los jóvenes camorristas, ve como despiertan en él unos poderes que lo transforman en un ser superior al tiempo que le arrebatan la cordura y lo convierten en un peligro público, una máquina de destrucción perseguida por el ejército, un grupo terrorista que se opone al ejército, y su antiguo amigo y compañero de banda, Kaneda, que será el peculiar —por plano y antiheroico— héroe de la película. ¿Y Akira? ¿Quién o qué es Akira? Akira es el mcguffin de la historia, una presencia invisible que conduce la trama y cuya revelación final dará sentido a toda la historia, si es que se puede llamar «dar sentido» a la locura que se desarrolla a lo largo del último tercio de metraje y que remite muy claramente, en forma y también en fondo, a 2001: una odisea del espacio, la obra maestra de Stanley Kubrick. No es casualidad que el final de la película se sitúe en un estadio olímpico, metáfora del cénit de la perfección humana. Y todo esto al ritmo de una música inolvidable desde los primeros compases.
Akira explora el viejo miedo del pueblo japonés a la bomba atómica, a la destrucción y exterminio masivos y, por supuesto, a la ciencia utilizada con fines bélicos, temas recurrentes en su cine desde Godzilla (Ishiro Honda, 1954). Homenajea en numerosos nombres de personajes y otros detalles a Tetsujin 28-gô, el manga de Mitsuteru Yokoyama creado en 1956 e introduce también conceptos que la emparentan con el Frankenstein de Mary W. Shelley y con el cine de David Cronenberg (la nueva carne), además de poder ser considerada como el germen de cintas extremas como Tetsuo. The Iron Man (Shinya Tsukamoto, 1989). En última instancia, sin embargo, Akira es una película sobre el apocalipsis con un mensaje final redentor, como lo era 2001. Solo la destrucción del viejo orden puede propiciar la catarsis necesaria para el renacimiento y la consecución de un estado superior para la humanidad. Así y todo, gran parte del encanto de Akira y del motivo por el que ha perdurado y puede considerarse un clásico de la ciencia ficción, es la ambigüedad de su propuesta a nivel filosófico, y especialmente el hecho de que estas preocupaciones de carácter «elevado» lleguen al público a través de un desarrollo de acontecimientos frenético, la «película de acción» de toda la vida. Akira se plantea como un ballet de destrucción coreografiado casi a la inversa, con un comienzo acelerado al borde del colapso, una parte media donde se entrelazan sin respiro acontecimientos diversos y una apoteosis —en sentido literal— final donde el ritmo se ralentiza hasta niveles extáticos.
Casi cuatro décadas después de su estreno, se puede decir que Akira no solo ha superado la prueba del tiempo, sino que ha crecido en el imaginario colectivo dando lugar a iconos y estableciendo conceptos que se han repetido en obras posteriores, sin que en ningún caso estas nuevas aportaciones hayan supuesto un demérito para la cinta original. Akira es un clásico de la ciencia ficción, un clásico de la animación y un clásico del cine.











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