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El precio de la inmortalidad

Chual Deng y la hija de Nyadak, en la aldea de Ayod, marzo de 1993 - Fotografía de Kevin Carter
Chual Deng y la hija de Nyadak, en la aldea de Ayod, marzo de 1993 – Fotografía de Kevin Carter

Les enseñas las fotos y se miran por primera vez ante el espejo de un pasado sin retorno. No entienden que las imágenes impresas que les muestro son una combinación química de luz y sombra con 18 años de edad. Estamos en algún lugar al oeste del Nilo blanco, donde aún es posible encontrar trazas de la antigua África, esa en la que los rituales son todavía importantes, en la que a un niño se le clava un cuchillo en la frente hasta que toca el hueso para hacerle cicatrices decorativas cuando él decide que ya es adulto. Es en ese territorio donde muchos, sobre todo niños y adolescentes, aún no han visto al hombre blanco y los pequeños salen corriendo como si hubieran visto a un fantasma. Mary Nyaluak, una madre de familia sursudanesa, me lo advirtió el primer día: «En esa carpeta que llevas hay retratos de gente de la aldea, algunos están aún vivos, otros murieron por el hambre o la guerra. ¿Quieres que te los presente?». Claro que quiero, Mary. Vamos a verlos juntos mañana.

Y al día siguiente, al atardecer, en el lugar en el que antes se levantaba el feed center de Naciones Unidas, nos esperan ocho personas convocadas por Mary. Nyadak Garkuoth sufre una trepidación en el alma cuando ve la foto que le enseño. Señalo a la niña, la reconoce y hace un gesto afirmativo. Coge el papel, lo mira, se lo enseña a los demás. «Es su hija, ya te lo dije», comenta Mary en lengua nuer y Mario traduce al inglés. Como si ese retrato fuera un médium para hablar con los muertos, Nyadak habla bajito a la imagen y llora. Los demás me miran como diciendo, tío, de dónde coño has sacado eso, si esa niña murió hace años, qué hace ahí, tan viva, congelada su sonrisa cuando aún era corazón y hueso. Nuestro mundo ya se acostumbró a las fotografías. Hay rincones en los que aún no saben qué clase de magia se desencadena para captar un instante para siempre. Yo a veces me lo pregunto también.

Intento explicar de dónde sale eso. Llevo casi 200 fotografías de un tipo sudafricano que estuvo aquí hace 18 años, que pasó un buen rato junto a otro blanco, que se hizo famoso por retratar al hijo pequeño de uno de vosotros con un buitre de esos que hay por todas partes, que se publicó en un periódico de Estados Unidos, que ganó un premio muy famoso y que luego se suicidó. Pero no entienden nada, claro. «Se llamaba Kevin Carter. ¿Alguien se acuerda de él?». Todos parecen mayores de 40 y todos aseguran que estaban aquí hace 18, pero nadie se acuerda de aquellos kawais, como llaman aquí a los blancos. «Eran tiempos tristes», explica Mario. «Aquí la gente se moría por culpa de la guerra con el enemigo del norte, nadie tenía nada que comer y venían a la estación de comida de la ONU, a veces caminaban semanas. Llegaban tan débiles que fallecían en cualquier lado».

La misma fotografía, que es un certificado de ausencia, también lo es de presencia, porque hay otra persona en la imagen. Se llama Chual Deng. Tiene, ante el teleobjetivo de Carter, grandes quemaduras en sus piernas y espera en el pequeño dispensario improvisado a que alguien le atienda junto a la niña. Hoy Chual Deng es un anciano pero el tiempo no ha borrado las cicatrices, que me enseña cuando le muestro la foto. Estamos en el mismo lugar, el único edificio de ladrillo, que es un colegio y no un hospital improvisado, como en 1993, y está tan lleno de chavales que una de las clases hay que darla bajo un mango enorme. En la puerta de cada aula hay carteles con letras para que sus habitantes sepan dónde tienen que votar para el referéndum que acaba de celebrarse en el país, y que decidirá su independencia del vecino del norte.

Les pido que me acompañen a la misma pared y allí les saco una foto en la misma posición. Click. La perspectiva no es la misma porque yo uso un gran angular que convierte a Deng en un hombre mucho más pequeño que en la instantánea de Carter. Terminada la sesión me dice Mario que estaría bien invitarles beber algo y a eso vamos. De camino al mercado la mujer me pide de nuevo la foto. Recuerdo que no le he preguntado el nombre de la pequeña pero no quiero molestarla. Vuelve a quedarse quieta y concentrada para observar una vez más ese lugar donde la niña vive inmutable, en un mundo de luces y sombras, alejada al fin de una guerra que profanó esta tierra donde todavía las adolescentes llevan pulseras fabricadas con casquillos de balas. Al fin inmortal más allá de una tumba sin nombre, habitante de ese lugar que Alberto García Alix dice que nunca se vuelve.

Chual Deng con Nyadak Garkouth en el mismo lugar, febrero de 2011 - Fotografía de Alberto Rojas
Chual Deng con Nyadak Garkouth en el mismo lugar, febrero de 2011 – Fotografía de Alberto Rojas

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6 Comentarios

  1. Muy bueno.

  2. TREMENDO

  3. Brutal testimonio. Gracias por acercarnos a la África más olvidada Alberto.

  4. Un precio que se paga muy caro.
    Triste y desolador.

    Saludos.

  5. Miguel Faus

    Siempre Alberto Rojas

  6. Pingback: Un final feliz, más o menos | Pepe Arenzana

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