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Editar en tiempos revueltos: {Pie de Página}

Fotografía: Javier Nadales

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Detrás de la editorial {Pie de Página} están los del boli rojo. Los de las anotaciones al margen y los gazapos que no vemos. Quienes fulminan los errores de concordancia, las subordinadas imposibles o las florituras de egos inflados. Los encargados de la parte más ingrata de la puesta a punto de un libro: editores, correctores y traductores. Se curtieron como negros editoriales, como «kamikazes de la lengua» de los demás, hasta que se decidieron a dar un paso al frente y fundaron la editorial.

Ahora los que estaban detrás están delante, editando sus propios libros. Se zampan las tildes de los «solo» de sus autores, e intentan eso tan romántico e impreciso de «inocular la pasión por la lengua», sacándola de su entorno apolillado. Con colecciones centradas en ensayos sobre lingüística y otras enfocadas a la narrativa. Desde una juventud insultante pero no cegadora, o lo que ellos llaman «estar con un pie en la tierra y con otro en las nubes». Y entre dos llaves.

Charlamos con Álex Herrero, su director editorial, y con Gloria Gil, responsable de comunicación y asesora pedagógica de {Pie de Página}.

Álex, tienes veintiún años y ya tienes un libro publicado, una editorial y eres asesor de Fundéu. Cualquiera diría que vas por el mal camino.

Álex: [Risas] Lo sé, lo sé. Yo en realidad empecé a estudiar Derecho, pero a los seis meses vi que todo era muy gris, que dedicándome a eso jamás viviría con la conciencia tranquila. Dejé la carrera y me planteé hacer algo de lengua de signos, pero no podía acceder a ningún grado por un tema de plazos. Así que me dije: me gustan los libros, voy a investigar por ahí. Creé una comunidad de blogueros, de reseñistas, con una peculiaridad de reseñar también en vídeo. A los seis meses de fundarla conseguimos que veintiún editoriales nos enviaran los libros gratuitamente.

¿Hablamos de booktubers?

Á. H.: Sí, eso. Es un poco el origen. A través de eso, una editorial me ofreció publicar un libro de forma gratuita, aunque era una editorial de autopublicación. Accedo a cambio de ayudarles con el marketing. Cuando llegó el libro y lo vi, pensé que a pesar de no ser lingüista era evidente que eso necesitaba más corrección. Creía que eso podía estar mejor. Y a partir de ahí surgió mi idea de hacerme corrector, y lo hice en el centro Cálamo&Cran, para profesionales de la lengua en general. Después de sacarme el curso, me llamaron de la editorial para que trabajase como corrector y ahí sí que pensé: «Esto se me está yendo». ¿Un chaval de diecinueve años que no ha pisado una editorial y es corrector recién estrenado? Pero me prometieron que aprendería, y empecé a trabajar con ellos. Allí fue donde vi que esto de la autopublicación estaba bien hasta cierto punto (porque es muy mecánico y ahí el editor un mero productor). Viene un libro, lo haces y lo mismo editas un poemario que un manual sobre cómo pilotar un avión. Me faltaba un plus de mimo, de cariño. Seguí avanzando en el mundo de la lengua y ahí conocí a Gloria y a Gabriel Cabrera en Lenguando, un encuentro de entusiastas de la lengua.

Gloria Gil: Yo trabaja en una empresa que lo organizaba, porque vengo del mundo de la educación y la formación. Ahí pude volcar todo lo que sabía de didáctica y pedagogía para darle el giro educativo a las charlas.

Á. H: En realidad, como más bonito se puede decir esto es que «nos ha unido el amor que sentimos por la lengua».

¿Y en qué momento decidís montar la editorial?

Á. H.: En 2015, aunque figuremos como registrados este año. Creemos que es una editorial distinta porque nosotros apostamos por la parte práctica de la lengua, es algo fundamental. Existen manuales muy serios sobre acentuaciones, maneras de interpretar y demás…

G. G.: Que no se lee nadie, además. Y te lo digo yo, que vengo del mundo de la escuela, de dar clase a chavales. Y después de años de dar clase en un instituto te percatas de que algo falla con la lengua. No podemos estar enseñando la lengua como si esto estuviera muerto, hay que hacerlo con una nueva mentalidad. Y hablamos de chavales, pero realmente la gente de treinta, de cuarenta o de cincuenta años está ahí también. Los manuales que proponemos dentro de la colección Tinta Roja, para profesionales de la lengua, siempre tienen que ser prácticos. Es lo que les decimos a quienes nos mandan los manuscritos o les pedimos proyectos: que sea algo que luego se utilice. Lo que buscamos es que esos manuales, más que la presentación de libro —que también se puede hacer—, lleven aparejado un taller. Por ejemplo, estamos ultimando un libro de Gabriel sobre diez claves para ser intérprete. La idea es que la gente coja el libro, lo lea porque quiera ser intérprete, y sepa que no basta con eso para ser intérprete profesional, pero sí que le enseñe el camino de inicio. Y que luego vengan al taller, para conocer al autor y criticar su obra, si es lo que quieren. Es una exposición y un riesgo, queremos ir más allá de la mera presentación.

Á. H.: Los lingüistas o aquellos que trabajamos para la lengua tenemos un problema. Voy a poner un caso: mi prima, a la que le gusta mucho el inglés y que de toda la vida ha visto series en inglés, y siempre ha ido a clases extraescolares…, ¿es traductora? ¿Sí?, ¿no?, ¿por qué sí?, ¿por qué no? Y luego, al margen de esto, el mundo de la lengua está muy conectado. Mi ámbito concreto está muy cerrado en el sector editorial, y a lo mejor cada tres meses sale una hornada nueva de traductores y editores. Pero el pastel sigue siendo el mismo. Si solo existe este pastel, ¿cómo nos lo repartimos? ¿O es que a lo mejor hay más pasteles? Ahí está un poco nuestro asunto. Nos encontramos en una situación en la que el paradigma laboral ha cambiado por completo. Antes una empresa se encargaba de fidelizar y cuidar a su proveedor, y ahora no. Nos guiamos por un montón de parámetros: factor precio, factor eficacia o factor valor añadido, entre otros. Hay muchos profesionales de la lengua que primero terminan la licenciatura o el grado, y no tienen ni santa idea de qué hacer con eso que han estudiado.

G. G.: Parece que en las carreras de letras o eres profesor, o tienes suerte y te contrata una editorial para que te esclavicen. A veces los editores y correctores parecemos los hermanos pequeños de la gente de letras, y no… ¡Hay trabajo!

¿Con el pastel te refieres a cantidad de trabajo o a nuevas formas de trabajo dentro del mismo registro? Porque diría  que en realidad el pastel cada vez es menor, porque en una situación de crisis lo primero que se recorta es el control de calidad, en el mundo editorial el control de calidad son precisamente esos puestos de corrección.

Á. H.: El problema es que generalmente el pastel que nos presentan es que tienes dos grandes grupos que son Penguin Random House o Grupo Planeta. Luego tienes un sector más chiquitito que es la editorial pequeñita. ¿Pero hemos probado con las agencias de comunicación, agencias de publicidad, centros de formación…? Yo, personalmente realizo trabajos para uno de estos grupos, y tengo esa parcelita que nadie me quita. ¿Podría ocuparla otro? Podría ser si yo la cedo, si lo hago mal, si alguien ofrece sus servicios más baratos… Pero igual que yo tengo la mía, otros tienen la suya. ¿Y los nuevos qué?

Bueno, la respuesta rápida es la cantidad de nuevas editoriales que no paran de surgir. Más de ciento cuarenta solo en lo que va de año.

Á. H.: Es una de las vías. Pero el problema es que la cantidad de editoriales nunca equipara la cantidad de correctores o profesionales de la lengua que están libres. Siempre hay muchos más profesionales de la lengua que puestos de trabajo. Nosotros con nuestros libros lo que pretendemos es darles ese extra a los profesionales y ayudarles a enfocar en qué están fallando. Hay gente que lleva cuarenta años en el sector y ahora teme perder a sus clientes porque el sector se está abarrotando. Ha habido épocas para los correctores muy buenas, en las que han podido vivir opíparamente, y otras que son muy malas. Como editor entiendo a los editores que no puedan pagar más, pero también tengo que entender que los correctores exijan más.

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¿La edición es más un oficio o una profesión?

Á. H.: De toda la vida a editar se ha aprendido editando. Te han cogido en una editorial, la primera semana has movido cajas y después has empezado la faena. Yo he aprendido así, aunque luego me saqué cursos de edición mientras me decían «esto se arregla a golpe de gin-tonic con el distribuidor». Y así era. Una vez me pasé no sé cuántas horas al teléfono con un autor, convenciéndole de que contratara a alguien para que le maquetara el libro y, en cuanto colgué, mi compañero —que llevaba veintitrés años en el sector— me dijo: «¿A que esto no te lo enseñan en los cursos?».

G. G.: Al hilo de lo que decía antes, sobre las carreras de letras. Parece que son solo cuatro cosas, pero en realidad hay mucha interconexión con otras de ciencias, como la informática por ejemplo —que parece que es pecado— y cada vez vemos que están requiriendo más unión o matrimonios. Nosotros hemos contactado con gente de lingüística computacional, que parece que es una cosa muy loca y no lo es. Nuestros libros buscan abrir nuevos campos. No te vas a convertir en un profesional por leerlos, pero vas conocer más parcelas, vas a tener un currículum mayor. Aunque en realidad ni siquiera es una cosa de currículum, porque eso ya pasó a la historia, el de papel. Hablo del currículum personal. No ponemos los libros que hemos leído, pero ahí están. O todas las páginas webs que lees a lo largo del día, que pueden ser una formación inmensa. A nosotros nos apetece contactar con autores muy diferentes.

Á. H.: Como algunos correctores que llevan toda la vida y pueden sentar cátedra. Pero no solo eso. Nuestro objetivo es decirle a la gente: «Oye, la lengua sirve. Te facilita la vida y la necesitas, no es algo tan etéreo».

Decís que, con la colección Tinta Roja, os dirigís sobre todo a «profesionales de la lengua», es decir, que no es una vocación divulgativa, no está enfocada al lector de a pie.

G. G.: No, en principio. Aunque también conozco traductores que se han reconvertido con cuarenta años, que eran profesores y se han reciclado. O correctores, por ejemplo el curso de Cálamo&Cran lo hice con veintiocho años.

¿Y por qué si la marca más distintiva de la editorial es esta, la centrada en la lengua, habéis decidido sacar vuestro primer libro [Ángeles en el laberinto] en la otra de narrativa?

G. G.: Ahora viene la loca historia de Rosa Peñasco.

Á. H.: Es la décima novela que publica, es profesora de la UNED. Dio la casualidad de que hasta terminó siendo mi casera. Leímos la novela y nos encantó, y también al ver que sus anteriores editoriales habían sido Alianza, Suma de Letras… Nos reforzó.

Hablemos de tu labor en Fundéu. Aunque sea solo por poner cara a quien resuelve las dudas.

Á. H.: Ahí llevo trabajando unos meses, soy asesor lingüístico. No sabes tú lo que se aprende allí, normalmente por las redes sociales está directamente Yolanda Tejado, que santa paciencia tiene conmigo, luego, por el resto de vías también están Javier Bezos, Celia Villar, Judith González y Fernando Osuna.

Pero tú no eres filólogo…

Á. H.: Ya… Empezaré ahora la carrera por amor al arte.

Se os van echar los trols encima cuando descubran que quien les contesta a las dudas no es un titulado…

Á. H.: [Risas] Ya, ya. Pero es que soy tan sumamente friki, tan apasionado de la lengua… Yo llevo trabajando para editoriales tiempo, y no solo como corrector. También he llevado proyectos de lectoescritura, residenciales, de geriatría, de corrección médica… Que Fundéu también busca ese tipo de perfil para componer un grupo variado de profesionales que puedan satisfacer esas necesidades. ¿Qué quieres, veinte lexicógrafos? Pues no, necesitas gente multidisciplinar, que sea polivalente.

G. G.: Además ese es el mundo del futuro, o eso es lo que vemos por los autores a los que contactamos. Son traductores y se dedican a ello, pero también dan formaciones o se dedican a otro tipo de cosas.

Á. H.: Pero tenemos el problema en España con la titulitis. Conocemos a traductores que son muy profesionales y no son traductores de carrera. El fundador de la Wikilengua no es filólogo. Uno se da cuenta de que lo que necesita es el profesional adecuado al margen de la titulación.

G. G.: Todo esto tiene mucho que ver con lo que es {Pie de Página}. No elegimos a personas porque tengan un currículum. La gente con la que trabajamos en nuestros libros la hemos elegido por su trabajo, no les hemos pedido el C.V.

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Una editorial recién fundada, detrás un editor de veintiún años, centrada en un asunto que a tantos resulta árido como la lengua… Jugando a ser abogado del diablo: ¿Parecéis el proyecto más fiable del mundo para quien os tenga que financiar?

Á. H.: Te miento si te digo que nosotros no queremos lucrarnos. Claro que sí. El dinero lo ponemos los propios editores y Cálamo&Cran. Es una cuestión de calcular muy bien las cosas: unos proyectos editoriales realistas, ser objetivos, calcular todas las actuaciones que se puedan realizar. Por ejemplo, con el libro de Rosa lo calculamos muy bien. La novela transcurre entre Valdepeñas y Madrid, y nos encargamos de que todos los medios de comunicación pudieran ir allí. Se hizo todo al milímetro, desde distribuir la novela a librerías…

G. G.: Hasta irse él mismo con la mochila a llevarlos.

Á. H.: [Risas] Sí, fuimos haciendo depósito. Hemos tenido la suerte de no encontrar inconveniente para dar con distribuidor. Y llevamos desde abril, que salió el título, en la Casa del Libro en la sección de «Recomendados».

G. G.: Claro, porque lo de «editorial joven» engaña. Él lleva cuatro años como editor, yo desde 2008 peleándome con gente del mundo de las letras, y a nosotros ya nos conocían. La editorial es joven, pero hay un bagaje detrás. ¿Cuánta experiencia necesitas? ¿Quince años? No.

¿Cuántos ejemplares tirasteis del primer libro?

Á. H.: Mil. Y los números van muy bien. Y en Madrid tuvimos mucha suerte con la presentación, sobre todo porque es una ciudad muy abarrotada de actos que es imposible cubrir. Pues aun así conseguimos figurar en la programación de la Noche de los Libros, salió en la Cope al día siguiente un fragmento…

G. G.: Y en las librerías son majísimos, especialmente en Nakama. Elegimos a dónde vamos. Como la novela tiene un rollo cervantino, este año ha encajado muy bien con el centenario. Nosotros no tenemos unas oficinas en la Gran Vía.

Á. H.: ¿Qué oficinas hay más bonitas que las de mi casa? [Risas]

G. G.: Por eso cuando preguntas cómo de arriesgada es nuestra propuesta, te contesto que calculamos muchísimo el coste y beneficio de todo lo que hacemos. Y no flipamos. Seguimos nuestros sueños, pero con los pies en la tierra.

Á. H.: Nos hemos tenido que pelear con mil imprentas para encontrar aquellas que me den los servicios que yo quiero: un libro que huela a papel. Un papel de noventa gramos…

G. G.: O pelearnos con el diseñador por las letras capitales.

Á. H.: O las solapas, que no sean de siete, que hacen que el libro se mueva. Son de trece.

G. G.: Es que, ya que salimos del circuito mayoritario, queremos hacer las cosas bien.

Toca, en estos días, hablar del libro digital.

Á. H.: Yo me voy a remitir a las cifras: entre un 7% y un 10% es la venta del libro en digital. El resto es papel. Pero imaginemos que el día de mañana la cosa avanza. Y eso que yo soy muy de papel, yo tengo el e-reader cogiendo polvo. Sinceramente, igual que cualquier autor creo que esto es así por una cuestión de egolatría y de tangibilidad. Pero, aparte de eso, nuestro objetivo es tratar el libro como un objeto de colección; por ejemplo, aquí te pone «impreso con cariño en España». Que son chorradas…

Y no tanto, veo que elegís bando en la guerra de la tilde del «solo».

Á. H.: Sí, y eso que casi trae la Tercera Guerra Mundial. Caímos en la típica del editor-autor. Yo le dije que todos estos «sólos» que habíamos quitado del libro no los volviera a poner. «¡¿Cómo?! ¡¿Cómo?!», me dijo. Después me pidió que se los dejara como «marca de autora». Pero no pude ceder, me tengo que guiar por las normas y recomendaciones académicas…

Sería una tremenda ironía sacar la colección de Tinta Roja, centrada en la lengua, y la de Tinta Negr, violando todos los preceptos.

Á. H.: ¡Claro! Así que yo le expliqué que no podía hacerlo. Ella alegaba que era solo una «recomendación» de la RAE, pero yo entiendo el porqué de esa recomendación. Lo entiendo y lo acato. Ella me dijo «¿Ah, sí? Pues dame tres días más que voy a reemplazar todos los «solos» por solamente o por nada». Hoy lo recordamos como una anécdota graciosa.

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Decís que os sentís un poco «sobrepasados» con la recepción de manuscritos de narrativa.

Á. H.: Sí, es que es verdad que hay una sobreabundancia de «narrativa». Estamos recibiendo una media de siete manuscritos al día. Es una barbaridad, porque lo que más hay es novela y cuento.

G. G.: No todos son buenos, claro. Pero si entre siete sacas uno… Pero los leemos, ¿eh? Todos.

Á. H.: Al menos las primeras páginas, para ser un poco objetivos. Ponemos mil y una condiciones en un pliego, que la mayoría se saltan.

G. G.: Muchas veces hay gente que te presenta un dosier muy bueno, de los que te apetece seguir leyendo. Te dan muestras, te cuentan quiénes son y de qué va la obra. Pero te lo cuentan bien, no esto de «Fulano se encontrará con su destino…

«… En un viaje interior».

G. G.: [Risas] Sí, sí, eso es muy tópico. Hemos tenido bastantes de esos. De decir, pero ¿de qué va? Tenemos también muchos ecos de Juego de tronos, o cyborgs, que está muy de moda. A mí me encanta Juego de tronos, pero, joder, no me mandes una copia y encima lo hagas mal.

O zombis, que tampoco está nada visto.

G. G.: ¡De esos también hemos tenido!

Á. H.: Si somos realistas y objetivos con los números, en España se editan aproximadamente noventa mil novedades al año; si quitamos títulos científicos o de origen estatal, se nos queda en unas setenta y cinco mil novedades. De esas, solo un 33% está en catálogo, que no implica que esté en la tienda. Por lo menos que lo tengan dado de alta. Antes lo que peor se vendía era poesía o teatro, pero es que ahora la narrativa es lo que está más bajo.

¿Y creéis que es por una sobresaturación en los últimos años?

G. G.: Yo creo que es porque ha cambiado la manera de leer. Tú ahora no te pasas una semana leyendo un libro. La poesía, además de porque ahora hay muchas experiencias poéticas, ha vuelto porque la dinámica es otra: me leo tres poemas, cierro el libro y me voy a dormir.

Bueno, pero también funcionan más que nunca las sagas literarias muy voluminosas que te hipotecan a largo plazo.

G. G.: Pero esos son los ravings fans que tienes ahí para ti para siempre. Quizá sea que la poesía funciona porque ahora estamos en un mundo de la vivencia, de la experiencia. Ahora todo el mundo vende experiencias. La poesía se lo ha montado muy bien ‚—¡Arriba los poetas!— porque te hacen vivir una experiencia poética en su bar o no sé qué. En una novela es más difícil. Juego de tronos es una experiencia, una excepción. Porque es un mundo, un universo. Es mi opinión de sociología barata [Risas]

Á. H.: Todo el problema radica en la educación. Con el concepto de lectura obligatoria del que yo mismo vengo. ¿Por qué narices me tengo que leer esto si no me gusta? Me estás obligando en lugar de darme una opción, una gama, o centrarlo en mis gustos.

G. G.: Eso hacía yo con mis alumnos.

Á. H.: El problema es que el sistema educativo no enfoca así las cosas. Por ejemplo, Sant Jordi es una cosa apabullante. He estado firmando, como editor… de mil formas. Allí todo el mundo compra libros. Es una cosa de números. Y todo esto se convierte en eso, en números. Los grandes grupos editoriales dicen «si tú vas a vender más de diez mil, te edito».

Estáis en disposición de decir que no vais a editar autoayuda bajo ninguna circunstancia.

G. G.: ¡No, no, no! Si quieres, puedes decir «autoayuda lingüística o profesional» si lo quieres ver así.

Como recomendación no pedida: mejor no lo llaméis así.

G. G.: Qué va, qué va, suena horrible. Pero, si la palabra «autoayuda» no estuviera tan viciada, sí me gustaría usarla porque es un poco la idea de decir: yo te doy este libro, y eres tú mismo quien vas a conseguir…

Á. H.: «Gente depresiva por caja uno, por favor».

G. G.: «Te vas a empoderar».

Solo os falta decir «sinergias» para el discurso redondo.

G. G.: [Risas] Nos reíamos mucho de esto. Cuando trabajaba organizando las jornadas para profesionales de la lengua queríamos huir de este mundo tan rigorista de «el español es la tercera lengua blablablá…», porque en las reuniones de profesionales no parábamos de escuchar lo de «sinergias» y «experiencias» por todas partes.

«Implementando las sinergias».

G. G.: El verbo perfecto.

Á. H.: El problema es que todos estos académicos que viven al otro lado ven el toro desde la barrera. «Yo estoy seguro porque cobro mi fijo, tengo una tranquilidad económica brutal, soy una eminencia lingüística porque hice una tesis sobre los Salmos en el 63, o un estudio sobre Ana María Matute y el lenguaje simbólico…». Lo que sea. Están, ya que estamos con las palabras de moda, en la «zona de confort». Y ellos hablan desde un punto de vista privilegiado. Nosotros nos dirigimos a todos estos muertos de hambre, que tenemos este trabajo, pero mañana se nos va este cliente y a ver cómo encontramos otro. O cómo podemos ser mejores profesionales y que se se va no sea por eso. Nosotros, que vivimos en la incertidumbre freelance, queremos echar un cable. Gente que pueda servir como argumento de autoridad, pero que viva en el mundo de hoy.

Vamos, que no le vais a pedir un ensayo a un catedrático de la lengua.

Á. H.: Podríamos, pero van a hablar de «sinergias». Y además, o eres un hombre o…

G. G.: Esa es otra, otro debate. Y no es por nada, porque ha surgido así, pero justo nosotros todo lo que tenemos de la colección de Tinta Roja, casi todo, son mujeres. La mayoría. No ha sido buscado, pero así ha sido.

Á. H.: No buscamos un sexo, buscamos un nombre. Calidad. Nada más.

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La colección de Tinta Negra, ¿vais a centrarla exclusivamente en narrativa?

Á. H.: Sí, sobre todo narrativa y si sacamos algo de poesía será sobre todo ediciones conmemorativas o especiales. Hablamos de que el libro es un objeto de colección, así que seguiremos por esa línea. Nos han propuesto una colección, pero querían autopublicar. Y yo lo siento, pero no. No es por la pasta, es que nosotros íbamos a coeditar libros con otras editoriales, yendo a medias. Pero es tan importante la calidad para todo nuestro equipo que no podemos ceder en eso. Yo estoy dispuesto, fíjate, a ceder todos los beneficios del digital, e ir a medias con el impreso: pero yo elijo medidas, elijo el tipo de papel…

G. G.: O este poema no entra, porque no es bueno…

Á. H.: No queremos papel oro ni tinta de unicornio. Solo queremos libros buenos. Que la gente se gaste diez o quince euros y no les duela. Nosotros vamos a tener un precio máximo de cada libro en los quince euros. Y con eso voy justo para recuperar, ¿eh?. Porque mi distribuidor, obviamente, se lleva el 60% del PVP. De quince euros se llevan nueve euros, por eso tengo que editar más para que baje el coste unitario.

Es decir, que la editorial os la podéis permitir porque ambos tenéis otros trabajos más o menos estables.

Á. H.: Exacto.

G. G.: Vivimos un poco en el no saber. Pero después de algunos años de estar en diversas empresas, me he dado cuenta de que cuanto más pequeña era la empresa, menos ganaba, más trabajo creativo hacía y más feliz era. Es una cuestión de equilibrios, porque eso te motiva más. Para ganar dinero también tienes que arriesgar dinero, con cabeza. Tampoco estamos poniendo nuestra casa para montar esto. Yo cuando llegué a {Pie de Página} también estaba creando un proyecto educativo para familias, y fue todo unido.

¿Cómo os planteáis uno de los grandes dilemas del sector editorial? Cada vez hay más número de editoriales, más libros publicados y los índices de lectura siguen estancados.

Á. H.: Mira, yo siempre comparo a un editor con un director de orquesta, que no es solo mandar. Quizás el director no sepa tocar el violín, la tuba, o el xilófono bajo, pero sí sabe cómo tiene que sonar. Si él se rodea de un elenco de profesionales y sabe a por quién va —porque nosotros no tenemos a nadie tan concreto como nosotros en el mundo editorial, centrado en la lingüística—, no es ninguna locura. Yo he invertido mis días de vacaciones en estudiar si nos convenía una editorial con o sin distribución, en visitar librerías, en hacer asesorías editoriales… Que era algo que ya había hecho, y de lo que aprendí mucho. Tenía, por ejemplo, un cliente de Salamanca que jamás en su vida había hecho un plan de viabilidad, y todos los libros le salían ruinosos. O sea, que montar una editorial no es una locura si lo haces con cabeza, si sabes a por quién vas, cada cuánto vas a ir… Y no es fácil determinarlo. Con un pie en la tierra y un pie en las nubes. La edición es un asunto tan fundamentalmente bohemio que a veces no se ve eso, que son números. Que tienes que calcularlo absolutamente todo.

¿Puedes calcular los libros que vas a vender? ¿O solo es una estimación?

Á. H.: Nosotros nos movemos con porcentajes. Mira, un título es inviable cuando yo tengo que vender más del 52% de la tirada para cubrir los costes de edición. Si de mil tengo que vender quinientos veinte o quinientos veinticinco, mejor déjalo.

G. G.: En general, nunca sabes. Los talleres que yo organizo intento hacerlos a porcentaje, porque es muy difícil estimar cuánta gente va a venir y puedes perder dinero. Calculas siempre con un porcentaje, en los libros igual.

Este libro en concreto ha llegado hasta las estanterías más vistosas de muchas grandes librerías. Pero ¿qué esperanza tenéis con los libros de lingüística? Porque es más complicado que eso se vuelva mayoritario…

Á. H.: Pues creemos que va a tener incluso más impacto, aunque no por los mismos canales.

G. G.: Va a ser difícil que esté recomendado en la Casa del Libro, sí.

Á. H.: Pero, por ejemplo, yo soy miembro de la Unión de Correctores, a mí, como profesional de la lengua, me interesa este tema, y al resto de socios también. Todo esto, además, se va a completar con muchos talleres y jornadas, que también lo van a retroalimentar. Si lo enfocas bien, estás jugando con un margen de probabilidad mayor.

G. G.: Yo no sé quién va a comprar esto [coge el libro] porque es novela negra y hay miles de personas a las que les interesa. Pero yo no sé quiénes son. Sin embargo, en los de lingüística puedo hasta ponerles cara.

Á. H.: Tinta Negra va a estar durante un tiempo más detenido. Tenemos otro proyecto pronto, de una periodista, pero nos vamos a centrar más en Tinta Roja. Porque es la producción que más nos interesa.

G. G.: Tinta Negra es una colección que nos ha venido casi hecha. No queríamos cerrar esa puerta, pero son gente muy seleccionada.

Á. H.: Además, que no vamos a editar malamente, tenemos que dedicar atención. Eso es algo que me pone muy nervioso, por ejemplo, este libro de Círculo de Tiza de Cosas que brillan cuando están rotas. Y, efectivamente, me gustó, hasta que llegué a los diálogos, con una raya para acá, otra para allá… yo así no puedo leerlo. Y no es por ser pejiguero. Es que si tú me presentas un original, me tienes que vender la moto, el motorista y la gasolinera. Y así no. Tiene que ser un libro, desde el principio, que a mí me gustaría editar.

¿Y leer? ¿El editor edita los libros que le gustaría leer?

Á. H.: Pues ahí te lo tengo que discutir. Porque yo a lo mejor editaría un libro sobre la langosta china o yo qué sé, pero me lo acabaría comiendo yo. Yo, el autor, su madre y la mía lo leeríamos. Pero ya.

G. G.: Es un equilibrio. Si me dices que va a vender mucho pero a mí no me gusta el libro…

Á. H.: Bueno, yo te digo una cosa, si a mí me viene Belén Esteban y me pregunta si puede editar un libro conmigo, me lo pienso. Por supuesto. Soy honesto. Porque eso es asegurarte que vas a vender no sé cuántos, y con ese capital voy a poder hacer no sé cuántos proyectos que me interesen.

G. G.: El dinero al final es gasolina. No es para comprarte tu mansión, es gasolina para hacer tu trabajo mercenario. Es el tema del ego que hablábamos antes. Pero bueno, yo digo una cosa: no editaría a Belén Esteban porque perderíamos a todos los demás clientes. Pienso yo: Tinta Roja y Tinta Belén Esteban. No lo veo…

A lo mejor Belén Esteban lleva dentro la gran novela americana y estamos aquí diciendo chorradas.

G. G.: [Risas] Si conseguimos pulir y sacar la leche… Pero, sinceramente, creo que nos cargaríamos todo lo demás.

Á. H.: Ya, pero bueno, nosotros no estamos aquí por dinero.

G. G.: Lo habrás oído más veces, pero esta es verdad. [Risas]

Á. H.: Nosotros no podremos vivir de esto hasta que pasen dos años.

G. G.: Nosotros somos mercenarios, siempre lo digo. Somos «una obrera de la palabra», no los arquitectos. Y todos los trabajos son dignos. Además, creo que para este trabajo no tienes que saber hacerlo todo, sino que tienes que tener el teléfono de quien sabe hacer cada cosa. Es algo que aprendí en mi época freelance: que tienes que tener networking, ya que estamos con los términos de moda.

Y como profesionales de la lengua que vais a editar manuales sobre el asunto, ¿algo enfocado a los medios de comunicación o los periodistas? ¿Cómo veis el panorama?

Á. H.: Lo que nosotros queremos, en general, es provocar esa necesidad de «necesitas cambiar», «necesitas protegerte», en nuestros lectores. Que descubran que la lengua es necesaria. Que el profesional genere la necesidad en su cliente, hacerle comprender que necesitan una asesoría lingüística.

G. G.: Quizás en un medio de comunicación tradicional, asentado, no es tan necesario por eso precisamente, porque está asentado y un error no les va a resentir tanto. Pero en una nueva revista, por ejemplo, ¿le perdonaríamos los errores lingüísticos?

Á. H.: O en una agencia de publicidad. Porque, yo me pregunto, ¿cuántos miles de euros se gastan las empresas en publicidad? Con que una errata aparezca en su mensaje, en el titular, en el cuerpo, en la entradilla… Ya no sirven para nada los miles de euros que te has gastado, porque la gente se queda con la errata.

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Eso suena muy bien, pero creo que no es así. Es bastante difícil que un medio, tal y como están las cosas, rechace un faldón de publicidad, por ejemplo, porque en el anterior hubiera una errata. Afecta, pero no condena.

Á. H.: Pero sí genera rechazo. Y lo desprestigia. No te bajan la tarifa de publicidad, pero a lo mejor sí se piensan si la próxima vez te lo encargan a ti.

G. G.: Yo creo que depende mucho de la marca, en realidad. Y quizás la publicidad no sea el mejor ejemplo. A mí personalmente el tema de perseguir tanto las erratas no me gusta, porque al final siempre acabamos en lo mismo. Y hay más vida más allá de ahí. Que las cosas tienen que estar bien, y bonitas y corregidas, pero al final es verdad que si te preguntas: ¿Qué riesgo corren si prescinden de correctores? Económico, muy poco. De hecho nuestros libros de corrección no van por ahí, por el señalar con el dedito. Yo veo infinidad de páginas web que me dan ganas de escribirles y decirles: «Mira, te lo corrijo yo». Pero no lo hago porque sé que me van a decir que no. A mí lo de los filólogos y los correctores muy tristes y llorando porque se cometen muchos errores…

Á. H.: Es como el ego herido.

La lengua genera mucho interés, pero a veces es un poco sobrecogedor que por una errata —que ni siquiera tiene por qué ser una falta de ortografía, a veces es simplemente un trastoque de letras— se echen cien mil personas encima para llamar paleto a alguien.

G. G.: Es que en Twitter tú puedes decir «Yo como bebés», pero, por favor, que el bebés lleve tilde. Él es más de la vieja guardia, pero…

Á. H.: Yo, con perdón, pero a este respecto tengo que señalar a los periodistas indignados porque la RAE acepta «almóndiga». Ahí le tengo que decir, al señor «periolisto», que vaya a la edición facsimilar del Diccionario de autoridades, 1726, y «almóndiga» y «almondiguilla» está anotado. Vamos a ver: no es de ayer. Primero vamos a informarnos: ¿significa que si no está registrado no se puede usar? Pues no. Puede usted utilizarlo perfectamente.

Pero, a ver, ¿en qué chocáis vosotros? ¿Quién es más rigorista?

G. G.: No es que choquemos, es que yo soy un poco más punki que él.

Á. H.: Y son puntos de vista igual de válidos.

G. G.: Yo es que, además, como vengo del mundo de la educación, llega un momento en que dices: es que tenéis razón. ¿Por qué te tengo que quitar 0,5 en el examen por una falta? Pues no lo sé.

Á. H.: Unos punkis.

G. G.: No, es que esto al final es casi un debate filosófico. La ortografía ahora es esta, pero antes era de otra manera, va cambiando, ¿por qué hay una be y una uve si suenan igual?, que decía la niña de Los santos inocentes: «Una de las dos sobra, padre». ¿Y no es muy inteligente esa frase en el fondo? En mi mundo real hago lo que dice la RAE, pero siempre con manga ancha. «Bizarro» ahora se usa como «extraño», pero…

Á. H.: Y terminará entrando.

Entonces estáis muy en la onda de Steven Pinker, que aboga por romper algunas reglas heredadas.

G. G.: Yo soy superfan. Le amo mazo [Risas]. Al final en la lengua tiene que primar lo que sea operativo. No soy nada fan del gramanazismo.

Á. H.: Hay que tener en cuenta que la lengua es un acuerdo social, no algo que hace la RAE. Porque, además, la ortografía no está hecha por la RAE, está hecha por la Asociación de Academias de la Lengua.

G. G.: Eso es una cosa superetnocentrista, porque nos olvidamos de que el 70% de los hablantes de español no son de España. Son de Latinoamérica.

Y luego, sobre el gramanazismo hay registro y niveles de discurso. Evidentemente, si leo un libro, exijo que esté bien escrito, pero si me leo la lista de la compra de mi madre…

G. G.: Eso es una cosa muy fea, el hablismo, que dice un lingüista que conozco. Es como el racismo por tu forma de hablar, rechazar por la forma de hablar: porque es dialectal, porque es inculta… Un clasismo por medio del habla. Y en eso, desde luego, no estamos. A mí que se rían, no en plan simpático sino en plan rechazo, de la señora… No me parece.

Á. H.: Lo importante es el registro donde estás. Si me mandas un WhatsApp y no abres y cierras el interrogante…

G. G.: «¡Internet mata a la ortografía!». Mira, que no. Que no la mata.

Á. H.: Vamos a pensar una cosa: gracias a Dios, no hay una policía de la lengua. Nosotros en Fundéu muchas veces lo decimos —aunque negaré luego haberlo dicho— que nosotros recomendamos, pero luego haz tú lo que quiera. No voy a ir a tu casa a recordártelo. Gabo decía que hay que simplificar la ortografía, y luego ha habido varios teóricos que han dicho que eso que proponía era inviable.

G. G.: Bueno, no se puede hacer ahora, pero Andrés Bello, ya hace muchos años, dijo «ahora que la gente no es muy letrada, es el momento para cambiar la ortografía. Vamos a simplificarla ahora». Porque cuando, dentro de cien años, sepa leer todo el mundo, no vamos a poder. Él decía que la ortografía en realidad era una manera de crear clases sociales: yo sé escribir con las reglas, y tú no, porque eres un campesino. Hay mucho detrás de todo esto. Por eso a mí no me gusta ese nazismo…

Á. H.: Y por eso editamos libros que no van por ahí. Que son divulgativos, que si tratan estas cosas, las explican. Ni la RAE es buena ni la RAE es mala, ni los hablantes somos cada vez más incultos ni la gente lee cada vez menos. Bueno, la gente escribe más. ¿Es mejor o es peor? Pues yo qué sé. Es un paradigma.

G. G.: Yo no sé cómo escribían los romanos de veintidós años porqueros, porque no quedó registrado. Los registros que tenemos de la Antigüedad son de la élite. Ahora tienes a un tuitero de veintitrés años que ha estudiado malamente y está tuiteando: ¡Y qué horror, qué faltas! Pues no sé. A mí me gusta mucho analizar los fenómenos de «no se dice «subir arriba» porque es un plenoasmo». Sí, pero qué curioso que todos lo decimos, ¿no?

Á. H.: Es como con la redundancia, que la gente tiene en la cabeza que está mal. Y sí, es un vicio de la lengua, pero…

G. G.: ¡Por eso! Vamos a analizarlo. De eso van nuestros libros.

Á. H.: Un colofón muy chulo que colocamos en los libros, además de lo de la tilde del «solo», es: «Todas las erratas están estratégicamente colocadas para que las detectes». Porque, queramos o no, seguro que hay alguna.

G. G.: Por eso a mí me aburre que te recorras todos los mercadillos de bragas para encontrar al señor que ha puesto bragas con uve. Me aburre. Porque el señor que vende bragas no tiene por qué saberlo, y mira, pues ya está, que venda bragas de calidad.

Para acabar, en esta sección siempre os preguntamos cuál es vuestro clásico atragantado, ese que todos tenemos. Las recomendaciones literarias están sobadísimas, así que confesad lo que no fuisteis capaces de acabar.

G. G.: Yo Corazón tan blanco, de Javier Marías.

Á. H.: No pude acabar el de Matilde Asensi, Todo bajo el cielo. Ni por orgullo.

G. G.: Yo La voluntad de Azorín la acabé por eso, por orgullo. Y es que hay que tener mucha voluntad para acabarlo, ¿eh? Si hay una en el libro que se muere de aburrimiento, qué me dices.

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2 Comentarios

  1. Muy interesante. Lo de la RAE es para volver tarumba al más atinado: se admite/no se admite, ahora sí, ahora no… parece sexy, pero mejor no tomárselo en serio. Respecto a las redundancias, me parecen (siempre hablando de textos «profesionales») pesadísimas. Hay a veces un millón en un texto cualquiera: redundancia por pobreza de ideas, redundancias léxicas, redundancias visionarias y redundancias ideológicas: encuentras reescrito párrafo tras párrafo el mismo previsible rollo del primero, o te redundan a la brava cada dos por tres (reiniciar nuevamente, por exemplus), o repiten la imagen/metáfora/frase inspirada una y otra vez, como si tuvieses la memoria de un pez o su coeficiente intelectual para no pillarle el intríngulis a la primera; y, finalmente, los y las redundancias, los lectores y las lectoras, los sufridores y las sufridoras… Jo, qué paciencia hay que tener para enterarse simplemente de lo que alguien parece tener que decir…

  2. Me encanta Editar en tiempos revueltos. ¡Gracias!

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