Ciencias

2001: El monolito de cristal

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Recreación del «encuentro» del Homo erectus con los cristales en el Achelense​ © Juan Manuel Garcia-Ruiz/Javier Trueba.

Era una losa rectangular, de una altura triple a la suya pero lo bastante estrecha como para abarcarla con sus brazos, y estaba hecha de algún material completamente transparente; en verdad que no era fácil verla excepto cuando el sol que se alzaba destellaba en sus bordes. Como Moon-­Watcher no había topado nunca con hielo, ni agua cristalina, no había objetos naturales con los que pudiese comparar aquella aparición. Ciertamente era más bien atractiva… (1)

Con esas palabras describieron Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick cómo debía ser el personaje estelar de su obra maestra 2001: Una odisea del espacio. El guion estaba basado en un cuento de Clarke de 1951 titulado «El centinela de la eternidad». El argumento se centra en ambos casos en la existencia tangible de civilizaciones extraterrestres mucho más avanzadas que la nuestra. ¿Cómo representar visualmente en una novela o en una película una civilización tan poderosa capaz de modificar la evolución de la especie humana? ¿Cómo representar un Big Brother alienígena? Debía ser algo que evocara un poder ultrahumano, enigmático, inquietante e incluso temible. Una imagen laica de un dios. Y eligieron finalmente esta: un paralelepípedo, una losa transparente, perfectamente lisa, de afiladas aristas y con ángulos diedros de noventa grados. Eligieron un cristal. Kubrick se vio obligado a oscurecer la losa transparente en la película para evitar el problema visual que ya apuntaba el guion, pero ambos autores estaban de acuerdo en que la imagen debía ser un cristal. En las primeras versiones del guion de 2001 el monolito era un «cubo de cristal completamente transparente», el «Crystal Cube». Y también el guion final es explícito cuando hablan del «monolito cristalino» o cuando especifican que el hipnotizador sonido que atrae a Moonwatcher «salía del cristal». El propio Clarke lo había ya elegido para «El Centinela»: la máquina dejada a propósito en nuestra luna por la civilización alienígena era una «aparición cristalina», de «muros cristalinos», una «pirámide de cristal».

La elección de un cristal como representación de una inteligencia supranatural, o de cualquier máquina fabricada por ella, era inevitable. En el lenguaje cotidiano la palabra cristal evoca conceptos como orden, pureza, transparencia, armonía, perfección, razón, inteligencia… y poder. Todos ellos están justificados porque aluden a las propiedades físicas y químicas que han caracterizado a los cristales a lo largo de la historia, y a cómo se han transmutado esas propiedades a nuestro acervo cultural a través de las distintas artes y de la filosofía. La fascinación que tenemos los humanos por los cristales es de origen ancestral, y aún hoy en día se piensa que gozan de un enigmático poder. Desde la propia formación de nuestra conciencia, pero especialmente desde el descubrimiento de su orden tridimensional en el siglo XIX, los cristales representan todo lo contrario de lo atávico, de lo biológico, de lo humano. La imagen de un artilugio colocado a propósito por una civilización alienígena avanzada, o la imagen misma de esa civilización debía ser un cristal. Una pirámide, un cubo o una losa (como se fue proponiendo en las distintas etapas del guion) pero tenía que ser un poliedro cristalino.

Clarke y Kubrick formaban parte de un grupo de intelectuales que creían en la existencia de civilizaciones extraterrestres avanzadas capaces de viajar a través del universo y que pudieron haber alterado a propósito la evolución de la vida en nuestro planeta, una teoría que puede verse como una versión laica de la visitación cristiana. Más de cincuenta años después del estreno de la película no hemos tenido contacto con ninguna civilización extraterrestre. Ni han venido por aquí, ni nos han enviado señales, ni contestan a la nuestras. Hay que recordar que llevamos unos ciento treinta años emitiendo ondas de radio al espacio exterior. A la velocidad que viajan ya hemos alcanzado cuerpos celestes que están a ciento treinta años luz, lo que quiere decir que a una distancia menor de sesenta y cinco años luz de la Tierra o no hay vida, o la que hay no se entera (no es capaz de oírnos) o no sabe responder. O son unos maleducados que no quieren saber nada de nosotros (que visto como está nuestro planeta sería una muestra de inteligencia, desgraciadamente inescrutable). En fin, que más bien nos conviene tratar de ponernos de acuerdo entre nosotros porque no parece que nadie de ahí fuera vaya a echarnos una mano.

Dicho esto, es posible que los dos genios responsables de esa obra de arte que es 2001 no anduvieran muy descaminados sobre el papel que han jugado lo cristales en nuestra evolución. Hoy sabemos a ciencia cierta que los primeros objetos que los homínidos coleccionaron sin ningún propósito aplicado fueron cristales de cuarzo. Existe un conjunto de pruebas irrefutables y variadas, recopiladas y en parte contribuidas por expertos en paleoarte como James Harrod y Robert Bednarik. Por ejemplo, Pei Wenzhong, el descubridor del hombre de Pekín, publicó en 1931 el descubrimiento de veinte cristales de cuarzo en la famosa cueva de Zhoukoudian junto con los restos de Homo erectus que data de unos 700 000 años. Uno de ellos era un cristal de cuarzo ahumado perfectamente facetado, un prisma hexagonal biterminado en pirámides de unos seis centímetros de longitud.

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Cristales de cuarzo del Achelense de Singi Talav (India), recolectados hace unos 300.000 años.

En 1989 se encontraron en el famoso sitio arqueológico de Singi Talav, en la India, seis prismas de cuarzo prácticamente completos del Achelense inferior (300 000-­150 000 años). Esos prismas son naturales, no han sido modificados y tienen unas dimensiones entre 7 y 25 milímetros de largo. Cristales de cuarzo más pequeños fueron excavados en el Achelense de Gesher Benot Ya’aqov, Israel. Bednarik descubrió un fragmento de un gran cristal de roca transparente también en el Achelense, esta vez en Gudenushöhle, Austria. En resumen, desde hace casi un millón de años (quizás más si se confirman otros descubrimientos), al cerebro del Homo erectus le llaman tanto la atención los cristales de cuarzo que decide recolectarlos y transportarlos con ellos. Sabemos que fue así porque esos cristales se han encontrado junto con los fósiles de homínidos lejos de su lugar de origen. No se trata de herramientas, ya que los cristales son tan pequeños que no pueden ser usados para ningún fin práctico. No están trabajados ni modificados. Tampoco tienen perforaciones o señales de su uso como abalorios o joyas. No. Eran objetos considerados valiosos por sí mismos. Lo eran en el Achelense, lo siguieron siendo en la prehistoria y en nuestra historia, y lo son aún en nuestros días. Pero ¿por qué aquellos homínidos, todavía sin una conciencia desarrollada, se fijaron en esos cristales de cuarzo, los valoraron y los transportaron con ellos como un precioso tesoro? La razón bien pudiera ser la siguiente.

Cuando el Homo erectus levanta la cabeza y mira la sabana africana o los bosques asiáticos, todo lo que ve es curvo o ramificado. Los arboles, los matojos, los surcos dejados por el agua, los arroyos, las nubes, las montañas, los animales, y sus semejantes. No hay ninguna línea recta, ningún objeto formado por superficies planas, ninguna figura poliédrica. Hoy sabemos gracias al pionero y quijotesco Lewis Fry Richardson y al sagaz Benoit Mandelbrot que la geometría de la naturaleza es la geometría fractal. Todo lo que la naturaleza ha dibujado sobre la faz de la tierra es producto de la ramificación y la curvatura continua. Todo, excepto los cristales.

Cuando el Homo erectus trata de entender el mundo exterior con su cerebro preconsciente, lo primero que ha de hacer es encontrar patrones visuales, separar lo igual de lo distinto. Cuando encuentra los cristales de cuarzo o de pirita entiende que esos objetos brillantes, poliédricos, formados por líneas rectas, caras planas y ángulos deterministas, libres de curvas, son absolutamente singulares. Debemos recordar que ­—a excepción de los cristales­— la línea recta, la cuadrícula, los poliedros y, por supuesto, la geometría euclidiana fueron inventos de la humanidad. Esta singularidad es la razón por la que los cristales de roca (cuarzo) fueron los primeros objetos coleccionados por los homínidos, antes de la creación de nuestra conciencia. Pero había algo aún más enigmático en esos objetos. Todo lo que el Homo erectus veía alrededor tenía un origen, una historia, un principio y un fin. Las plantas brotaban y crecían, los arroyos surgían de las lluvias, así como las formas que dibujaba la erosión; los animales nacían y ellos mismos habían visto nacer a sus hijos: todas las cosas, incluso las burdas herramientas que ellos habían conseguido producir, tenían un origen. Pero esos misteriosos cristales no. ¿Quién era el creador de algo tan singular? Esa pregunta debía tener una respuesta tarde o temprano. Inevitablemente, los cristales fueron las «máquinas», los artilugios que «comunicaron» por primera vez a los hombres con el más allá, cualquiera que sea el más allá. Cualquiera de la variedad de versiones del más allá que encierra el monolito de 2001.

Esa combinación irresistiblemente atractiva de singularidad, misterio y armonía es la fuente de la fascinación por los cristales que se ha mantenido durante toda la historia de la humanidad. Esos pequeños «monolitos» no solo dispararon la imaginación de nuestros ancestros, sino que han forjado nuestra cultura y nuestro pensamiento. Primero como ídolos en los que confiar, como dioses. Después como instrumentos arcanos para curar, ya que esa fue la utilidad de los minerales, desde las tablillas babilónicas a los lapidarios de la edad media. Más tarde, a partir del renacimiento, fueron el secreto de la armonía del universo. Y desde mediados del siglo XIX la base de una pedagogía que ha convertido el orden y la abstracción en las herramientas para desvelar el funcionamiento del mundo. No son extraterrestres. Ninguna civilización los puso ahí. Tienen un origen tan natural como cualquier otro objeto de la naturaleza. Pero su rara existencia y su encanto dispararon probablemente la imaginación de una mente que necesitaba esa singularidad.

Hoy en día, nuestro cerebro está preparado para identificar el orden. En realidad para ver el orden incluso cuando ese orden no existe afuera. Es el origen de muchas ilusiones ópticas: si tienes enfrente una cuadricula desordenada tu cerebro la ordena para ti. Busca patrones geométricos para entender el mundo exterior. ¿Pero está nuestro cerebro diseñado para preferir el orden, es decir, nos atraen los cristales porque fueron los primeros elementos que coleccionaron nuestros ancestros desde el Homo erectus? ¿O recolectamos cristales hace casi un millón de años porque nuestro cerebro ya estaba diseñado para preferir el orden (lo que favorecería la comprensión de la naturaleza y, por lo tanto, podría ser evolutivamente ventajoso)? ¿Se debe el impacto de los cristales en la cultura al hecho de que están firmemente vinculados al nacimiento del arte, el simbolismo y la conciencia?

Ahora vislumbramos que nuestro entendimiento del mundo está basado en una visión abstracta y por tanto sesgada, limitada, de la realidad exterior. Ahora ya sabemos describir esa realidad exterior tal como es, con su propia geometría y no con la reducción euclidiana que comenzamos a crear hace dos millones de años. Ahora es lícito preguntarnos si esa aproximación es suficiente para sobrevivir como especie al incierto futuro que ella misma ha creado, o quizás es el momento de atrevernos a tratar de entender el mundo como es, y no como nos lo hemos inventado.

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(1) Uso la traducción de Antonio Ribera para la edición de bolsillo de 1985 de la editorial Orbis.

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10 Comentarios

  1. Bravo. Simplemente bravo.

  2. Quizás no termine de comprender, pero acaso no existían piedras con lineas rectas? Porque fijaron su atención en los cristales y no en cualquier roca?

    • Prueba a efectuar una «excursión geológica», puedes caminar horas y horas mirando el suelo o las laderas de los barrancos y las montañas. Entre granitos, pizarras, arcillas , carbonatos, etc. Te costará encontrar una piedra con facetas planas y con las aristas rectas. Y cuando la encuentres, 99.9% seguro que es una pirita o un cuarzo o lo que sea, pero cristal.
      Como muy bien indica el autor, la naturaleza que observamos a diario es casi toda «curva» ( cuando no fractal, añadiría yo) y los cristales son una bella excepción.

  3. David Bravo

    ¿Por qué iba a tener una ventaja evolutiva para nosotros fijarse en cristales u otros objetos llamativos? ¿Acaso otros animales no son atraídos también por lo diferente? Se me vienen en mente las urracas, que son muy inteligentes pero no sé si se podría decir que ello es su rasgo definitorio para medrar como especie… :\

    • Efectivamente David las urracas y otros animales recogen diversos objetos llamativos o no. Pero no parece tener haber ninguna pauta ni efecto. Si mi propuesta es correcta (no es fácil probar) el cerebro del erectus estaría ya preparado para usar la abstracción. Le hacía falta un catalizador y ese habrían sido los cristales.

  4. Observador, reflexivo, atrevido. Siempre genial, maestro.

  5. Pingback: A history about crystals and minerals – Prometheus

  6. Leonor Carrillo

    ¡¡Touchée!! Sigue deleintándonos e informándonos con tus relatos Juanma.

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