Eros Ocio y Vicio

Acuéstate. Así

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Fotografía: Mauro de Carvalho.

Este relato forma parte de nuestro libro Tócate.

—¿Y entonces? —empezó a preguntar su marido con una sonrisa después de tumbarla sobre él en la cama de un empujón y besarla hasta el fondo—. ¿Ligaste?

—Sí —contestó, presumida.

—¿Sí? —siguió besándola, dando la respuesta por supuesto, porque cómo iba a ser de otra manera, con su gracia y ese culo; ese culo que era un hecho, no una opinión—. ¿Y cogiste?

Dudó un instante si contar la verdad. No temía represalias pues tenía licencia explícita, pero un rincón de sí misma le pedía guardarse aquella intimidad; al fin y al cabo, pensó, tenía por costumbre proteger sus fuentes de información.

—Sí —se decidió al fin.

La cara del marido multiplicó la humedad que ya sentía entre las piernas: los ojos inmensos, una sonrisa felina que era casi una felicitación. Ella empezó a sentir en el vientre cómo la verga, ciega, empujaba suave. De un solo movimiento le dio la vuelta.

—Pero qué puta eres —rio él mientras le subía las piernas—. Ven aquí —dijo penetrándola—, cuéntamelo todo.

Es un bar en la frontera, son las tres de la mañana y yo he hablado demasiado, como siempre. A estas alturas, no tengo ninguna expectativa: yo estoy cansada y él se estará aburriendo. Pero aquí seguimos, acodados en la barra, observando el espectáculo de esa banda norteña en lo alto de un balcón cuyo ruido nos hace tener que hablarnos casi al oído. Sé que me va a besar solo cuando me acaricia la mano al pasarme una cerveza.

El primer beso siempre es complicado. Siempre es besar por primera vez. Él es joven y atractivo; sus maneras son gentiles a pesar de, se nota, lidiar en barrios bravos todos los días. De pronto, sin haberlo esperado, anticipo el beso, lo anhelo, y el leve temor de que —ay, ¿será posible?— no tendrá lugar me coloca la adrenalina en el hueso de la cadera. Justo ahí, bajo la cintura, en la curva de las nalgas, es donde el cuerpo cosquillea. Instalada esa electricidad, lo que ocurre es inevitable.

Me atrae hacia sí y me besa. Me besa una vez, seco y sonoro, y otra, suave y mojado. Sin despegar los labios, cada vez más furiosos, apoya las manos redondas sobre mi culo, primero encima del pantalón, luego debajo, agarrándolo firme de arriba abajo, de abajo arriba. Estoy segura de que los meseros me están viendo el tanga; de reojo los noto retirar las botellas vacías para que no las tiremos y armemos más escándalo. Los hombres que nos rodean, con sombrero y botas vaqueras, no dejan de mirarnos. Esa circunstancia aumenta mi excitación y todo apunta a que la suya también. Ahora, con una mano me acaricia la nuca bajo el cabello y con la otra la espalda bajo la blusa. Con un gesto certero, me desabrocha el brasier. Mete las dos manos, va de la espalda al frente, me acaricia las tetas. Tenemos que salir de aquí.

A la luz que dejan entrar las cortinas de este hotel barato, resplandece desnudo. «Dame acá». Moja sus dedos entre mis piernas para confirmar lo obvio. Le pregunto si lleva condón y siento que le ofende un poco la pregunta: «Por supuesto». Lo saca y se lo pone. «Recárgate en mis rodillas». Me agarro de sus hombros firmes y me la mete de un golpe limpio. Cielo santo, qué cuerpo, qué rico. «Túmbate». Me sube la cadera para clavarla hasta el fondo. Dejo de pensar. «Date vuelta». Toma de nuevo mis nalgas con las dos manos, esta vez de frente, deteniéndose por un instante en frotarlas como a una bola de cristal. Moja la verga y la pone dos centímetros arriba, intentando entrar. Eso no es el coño, le digo. «Ya lo sé», me dice en un susurro tierno, «¿tienes algún problema con eso?». No. Has llegado hasta aquí, muchacho, has sabido enloquecerme, toma la joya de la corona. Otro acontecimiento que siempre se produce por primera vez cuando ocurre. Otra vez el hormigueo en el hueso de la cadera. El ligero dolor que eleva sus alas hasta el placer. Me corro frotando el clítoris con una almohada. Grito. Parece satisfecho. «Acuéstate. Así». Y sigue, hondo, escalando hasta el gemido último.

***

—Cuéntame, putita mía, ¿por qué no se la mamaste?

—Porque preferí dejarme hacer.

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3 Comentarios

  1. Pienso que hay dos tipos de hombres: los que quieren que su mujer los comparta con otros y los que han conseguido que su mujer los comparta con otros. En mis entrañas mantengo la firme convicción que los segundos viven más felices que los primeros.

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