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Kusözu: las nueve etapas de la descomposición

kusozu
Siglo XIX. Autor desconocido.

Al noroeste de Kioto, en las faldas del monte Hiei, se asienta Enryaku-ji, el templo principal de la Escuela Budista del Tiantai. Allí, bajo la disciplina del monacato, habitan los estudiosos del Sutra del Loto. Cuentan los escritos que, cada noche, uno de sus monjes desaparecía y no volvía hasta el amanecer y que, cada mañana, cuando sus compañeros lo encontraban, veían en él una expresión de profunda tristeza. Tantas veces se repitió este comportamiento que los estudiosos decidieron ir tras él, seguros de que lo encontrarían en brazos de una mujer. Aquella noche, siguiendo sus pasos llegaron al cementerio, donde el monje se hallaba meditando frente a un cadáver en descomposición. En la misma colina, a lo lejos, otro monje dejaba atrás la silueta deformada de lo que fue una mujer hermosa. Se llamaba Genpin Sozu y se dirigía a la casa del gobernador. Varios días atrás, Genpin había visitado al mandatario y le había confesado el deseo que sentía hacia su esposa. El gobernador, que siempre había respetado y venerado al monje, había decidido entonces organizar un encuentro entre el religioso y su mujer. Al llegar a la casa, Genpin se sentó frente a la dama y durante dos horas no hizo más que contemplar en silencio, tal como había hecho en el cementerio. Después se fue, dejando admirado al gobernador.

La historia del primer monje pertenece a la colección de relatos Kankyo no tomo, escritos por Keisen (d. 1296); la de Genpin Sozu se cuenta en Hosshinshū, las historias de ermitaños de Kamo no Chōmei (d. 1216). Ambos escritos, junto a muchos otros, son solo la confirmación anecdótica de una práctica real: la contemplación de las nueve etapas de un cadáver en descomposición (kusōkan). Algo muy posible en el Japón antiguo y medieval, teniendo en cuenta que los cuerpos no se enterraban, sino que quedaban expuestos al deterioro natural del entorno. Los monjes utilizaban esta contemplación sistemática de la impureza (fujōkan) como una forma de meditación sobre la existencia transitoria del ser humano y también como un ejercicio para liberarse del deseo carnal. De esta disciplina budista nació el kusözu; literalmente, pintura de las nueve etapas de un cadáver en descomposición. Esta producción artística se desarrolló desde el período de Kamakura hasta el período de Edo; es decir, aproximadamente desde el siglo XIII hasta el siglo XIX, pero siempre con la mujer —o, más bien, con su cadáver— como figura protagonista.

Esta elección era, al fin y al cabo, coherente. Primero con su audiencia, exclusivamente masculina y presuntamente heterosexual, y después con las enseñanzas budistas más tradicionales, que señalaban a la mujer como ser impuro y evidentemente inferior. La salvación estaba fuera del alcance, incluso, de las más devotas: las pocas que lo lograban eran doncellas que en el momento de su muerte se transformaban en varones. El kusözu se creaba, en definitiva, para la mitad de la población que en teoría podía beneficiarse de su contemplación. Naturalmente, el número de devotos también se reducía la mitad, por lo que pronto aparecieron nuevas escuelas, como el budismo de la tierra pura, que predicaban la iluminación de ambos sexos. Permitir la salvación de las mujeres hizo posible la difusión y popularización de kusözu, pero el cadáver continuó siendo el mismo.

La mujer era el elemento más adecuado para representar la fugacidad, ya que todos los aspectos su vida y su experiencia se consideraban transitorios: desde la belleza, hasta la fortuna. Según la doctrina budista, cinco obstáculos para la iluminación y tres tipos de obediencia requerida (a los padres, al esposo y, muerto este, a los hijos) daban forma a la lamentable suerte de la mujer: la incapacidad de realizar actos puros, la codicia, la debilidad, la estrechez de miras y los deseos mundanos. A menudo, para subrayar estas faltas, los artistas escogían como inspiración a aristócratas y mujeres especialmente hermosas. Algunas pinturas habrían podido recrear, por ejemplo, la descomposición de Ono no Komachi, poetisa y cortesana del emperador Ninmyō. Komachi no solo personificaba el ideal japonés de belleza; sus poemas centrados en la pasión, el amor y la soledad contribuyeron a que se le atribuyese una turbulenta vida sentimental y el defecto femenino de la vanidad. Todo lo contrario que la emperatriz Danrin, una mujer excepcionalmente hermosa y tan devota que pidió que su cadáver fuese expuesto y retratado, para demostrar a ricos y pobres que todos son impuros después de la muerte. El kusözu acababa de adquirir una nueva función didáctica: predicar la conducta adecuada de la mujer.

0. Retrato anterior a la muerte

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Aunque no resulta tan impactante como las demás y no siempre aparece, la imagen «cero» juega un papel esencial como catalizador. Podría decirse que, para domesticar el deseo, primero hay que despertarlo. Pelo negro, largo y suelto, piel pálida, labios rojos y un voluptuoso kimono. El Museo Británico incluso cataloga el kusözu como parte del género de arte erótico shunga (literalmente, primavera). Todo en ella responde a un solo propósito: resaltar el atractivo sensual de la mujer; dirigir el interés del observador hacia la protagonista para aumentar el valor catártico de la brutalidad sucesiva. La cortesana disfruta, hasta el último momento, de su belleza y riqueza —aparece en un espacio interior adornado—. Sostiene un pergamino en el que ha escrito su poema de despedida; un último pensamiento ante la propia muerte.

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1. Shinshisō (la muerte reciente)

La tez habitual palidece durante la enfermedad.
El cuerpo fragante parece dormido.
Los queridos y viejos amigos se quedan. El espíritu ya ha se ha ido.
Un bello rostro se desvanece rápidamente como las flores en el tercer mes.
La vida es breve como la caída de las hojas de otoño.
No hay diferencia entre la juventud y la vejez.
No hay escapatoria, más tarde o más temprano, más rápido o más lento.

El corazón de la doncella ha dejado de latir. Los queridos y viejos amigos tienden su cuerpo sobre unas esterillas, en el suelo. En silencio contemplan los primeros signos de lo inevitable. El algor mortis comienza de inmediato. Cada hora, la doncella pierde 1°C de calor, desde los 37°C que tendría en vida hasta igualar la temperatura de la sala donde yace. La cara, los pies y las manos son lo primero en enfriarse. En solo quince minutos, la falta de circulación habrá hecho palidecer el cuerpo, como reza el kusokanshi (poema de las nueve etapas) de Su Tongpo. La gravedad dirige el plasma hacia las partes declives y allí, a menos que los vasos sanguíneos se encuentren bajo presión, empiezan a parecer rastros de livor mortis, pequeñas manchas de violáceas de sangre acumulada.

Las células, privadas de oxígeno, aumentan su acidez. A las dos o tres horas, la deshidratación y la acidificación en los músculos habrán desatado el proceso de rigidez cadavérica. La mandíbula se tensa, la nuca se contractura y los músculos de la cara se atirantan. Y el corazón, las vesículas, el útero, el diafragma, la vejiga… uno tras otro, todos los músculos se endurecen. El rigor mortis se ha extendido por los brazos y el tórax, pronto llegará a las piernas.

Han pasado ocho horas desde la muerte, las manchas moradas invaden todo el cuerpo, pero aún desparecerán a la presión. El cuello, el pecho, las axilas y la espalda ya están fríos. En seis horas más, el cuerpo estará completamente helado y la sangre coagulada en los capilares hará que las manchas violáceas sean permanentes.

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2. Hōchōsō (la distensión)

(…) La cara rosada se volvió oscura y perdió su elegancia.
El cabello negro como un cuervo, primero marchito, ahora está enredado con raíces.
Seis órganos se pudren y el cadáver empuja más allá de la tumba.
Las extremidades se han endurecido y yacen en el campo desierto.
El campo está desolado y no hay nadie presente.
El espíritu se ha ido al otro mundo en soledad.

El cadáver yace ahora en la colina de un cementerio.

Las enzimas actúan sin control, destruyendo las membranas celulares. Las vísceras con mayor contenido en agua son las primeras en descomponerse. Seis órganos se pudren. El proceso de autólisis, que comenzó pocos minutos después de la muerte, ya corrompe el hígado, el cerebro, el páncreas, estómago, esófago y vesícula biliar.

Mientras, en el intestino, sin un sistema inmunitario que las contenga, las bacterias comienzan a digerir el propio cuerpo, desde la unión entre los intestinos delgado y grueso, hacia los tejidos circundantes. El microbioma invade los capilares del aparato digestivo y comienza a extenderse a otros tejidos, diseminándose por todo el cuerpo y digiriéndolo. Desde dentro, hacia afuera.

Finalmente, los músculos se descomponen y el rigor mortis se relaja. Los gases, producto de la acción de las bacterias, hinchan los párpados y las mejillas y desfiguran el cuerpo, que empuja más allá de la tumba. El cadáver yace flácido y deforme.

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3. Ketsutosō (la exudación)

(…) La apariencia ha cambiado, y está más allá de lo imaginable.
La piel podrida ha destruido la cara con sus hermosas cejas.
La sangre exuda repentinamente de los órganos internos putrefactos.
La fugacidad de este mundo aparece con el tiempo.
La impureza del cuerpo emerge en este momento.
En este momento, los amigos cercanos abandonan el cuerpo (…)
Es como si el viento, triste y frío, estuviera de luto.

Los gases han invadido el tejido celular subcutáneo. Es la fase de putrefacción enfisematosa. La cara y la cabeza se hinchan, el abdomen se infla, los genitales se abultan y las venas empujan la piel haciéndose más visibles. Las enzimas ya han consumido gran parte de los tejidos internos; los vasos sanguíneos empiezan a desintegrarse también y la sangre que gotea encharca la piel. La presión de los gases putrefactivos ayuda a empujar el plasma cadavérico hacia la red vascular superficial. El cadáver suda sangre.

Bajo la epidermis, las bacterias descomponen la hemoglobina en compuestos azufrados, que confieren al cuerpo apariencia de mármol. Negro y verdoso. Es la fase de putrefacción cromática. La mancha es más intensa en la zona abdominal, ya que el ácido sulfhídrico se acumula sobre la fosa ilíaca derecha, muy cercana del epicentro de la putrefacción.

El juego del artista transcurre según lo planeado. En las primeras imágenes seduce al meditante y, cuando lo tiene cerca, con la nariz rozando el lienzo, le presenta una imagen brutal. El artista no solo muestra un realismo crudo, sino que lo acentúa. Muchas veces, por ejemplo, dibujaban los cuerpos más ajustados al margen, dejando poco espacio para el fondo de la imagen, haciendo así la hinchazón más plausible y la decadencia más agresiva.

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4. Nōransō (la putrefacción)

(…) La carne que queda, descansa
en los pastos primaverales aún medio verdes.
Los restos de piel se vuelven negro azulado
antes del viento del atardecer.
A medida que las lluvias de otoño arrastran la piel,
los huesos finalmente aparecen.
Cuando el sol de la mañana sale,
los rayos están a punto de perforar la cabeza (…)

La doncella ha entrado en avanzado estado de descomposición colicuativa. Los órganos se reblandecen y se licúan. La purga se acumula en las cavidades hasta que se derrama. La cavidad abdominal se abre de golpe, fertilizando el suelo. El cabello, las uñas y la capa más superficial de la piel empiezan a descomponerse. Las pinturas plasman los procesos de deterioro de forma tan realista que es imposible pensar que se hayan hecho sin una referencia real. También los artistas de shunga utilizaban modelos y manuales de medicina para dibujar los órganos genitales.

Del cadáver emana un olor dulce y nauseabundo.

5. Chūshokusō (los gusanos)

(…) Los gusanos blancos se arrastran dentro.
Incontables moscas verdes se afanan sobre el cadáver.
El viento transmite el olor a grandes distancias.
La luna ilumina el cadáver desnudo en la larga noche.
Qué tristes son los viejos y nuevos huesos junto a la tumba.
Se han acumulado, pero nadie sabe sus nombres.

Los huesos pélvicos se asoman entre la carne podrida. El cuerpo está negro por la acción del sol y el viento. Atraídas por el olor, las moscas de la carne llegan para depositar sus huevos en las heridas abiertas. Veinticuatro horas después, eclosionan en una cascada de larvas. La cantidad de gusanos es tanta que aumenta la temperatura del cuerpo. Luchando por mantenerse frescos, tratan de reptar hacia la superficie. Una vez allí, huyendo de depredadores, vuelven a esconderse. La masa de gusanos se mueve, constantemente, de dentro hacia afuera, y hacia dentro. Las larvas se alimentan hasta estar listas para pupar y transformarse en moscas adultas. El ciclo se repite hasta que ya no queda cuerpo que comer.

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6. Tanshokusō (el consumo)

(…) El cadáver está hinchado y los órganos putrefactos
se hacen visibles por la mañana.
Los sonidos de tigres y lobos comiendo se escuchan por la noche.
Los perros hambrientos están ladrando en el cementerio.
Pájaros codiciosos se están reuniendo en la arboleda abandonada.
El deseo que florece en este mundo es un sueño de sueños.
Pero, ¿cómo podemos culpar al deseo?

Las moscas atraen a hormigas, arañas y escarabajos; las hormigas, arañas y escarabajos, a roedores, alimañas y carroñeros, que hurgan y embisten lo que queda del cuerpo. La naturaleza es hostil; el prado tupido y los árboles recortados de las primeras imágenes dan paso a ramas y arbustos. La atmósfera es densa, decadente, contaminada; tal vez, ligada irremediablemente a la tierra, como los tonos ocres, salpicados de negro, rojo y verdes apagados, que usa el artista.

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7. Kossō (los huesos)

Aunque todavía no se ha colocado una sola piedra,
el cadáver sigue pudriéndose. (…)
El cadáver solía ser una hermosa cortesana,
pero ahora es un esqueleto en el campo desolado.
La luna sobre el campo está nublada por las nubes y la lluvia.
Durante la noche el espíritu que protege el cadáver llora en voz alta.

El cuerpo se ha descompuesto, revelando un esqueleto de huesos aún rosados. La carne licuada se ha filtrado al suelo, llegando a las raíces de un árbol cercano. Sobre el cuerpo, las ramas brotan flores de glicina. No es el único ejemplo en que el kusözu se sirve de la simbología del paisaje. A menudo, los artistas expresaban la existencia transitoria del hombre a través de los árboles y la mutabilidad de las estaciones: el cerezo, como la traducción de shunga, es primavera; el pino el verano y el arce el otoño.

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8. Jōkesō (el polvo)

(…) Año tras año, las tardes de lluvia en el cañón occidental
han descompuesto el cadáver.
La tormenta en el monte Tai lo esparció por todas partes.
Inmediatamente el cadáver se transformó en polvo (…)
Quién sabe si floreció o se marchitó, o de quién es esta tumba.

Ha pasado un más de un año desde que la dama escribió su poema de despedida; los tejidos blandos han desaparecido por completo; los restos, desarticulados y ya completamente blancos, están dispersos. Pasarán varios años más hasta que los huesos se vuelvan quebradizos y desaparezcan.

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9. Kofunsō (la tumba)

(…) ¿Qué nos hace amar el cuerpo?
Los espíritus que protegían la colina
han volado hacia la luna del atardecer.
Los espíritus incapaces, habiendo perdido sus cuerpos,
silban en el viento de otoño (…)
La inscripción de la estela de piedra está desgastada e ilegible. (…)

La dama ya no existe. Ya no es. El hombre que la contemplaba ha aprendido la lección, mientras de ella se ha borrado hasta el nombre. Muchas otras han seguido su suerte. También en occidente. También con una misión didáctica.

En el siglo XVII fueron las vanitas, recuerdos de la futilidad de la vida, muchas veces con forma femenina. Mujeres rodeadas de calaveras o exhibiendo relojes de arena, jóvenes sosteniendo ancianas, preñadas coronadas de flores y, esta vez en latín, nuevos obstáculos para la iluminación: «Conceptio culpa, Nasci pena, Labor vita, Necesse mori». La concepción es un pecado, el nacimiento es dolor, la vida es un trabajo, la muerte una necesidad. Según la clasificación, las vanitas forman parte del subgénero del bodegón. Son naturaleza muerta.

Cien años después, las venus anatómicas seguían enseñando a los estudiantes, explícitas y recatadas a la vez. Mujeres diseñadas para sus observadores que, con sus trenzas y sus diademas, su vello púbico y sus collares de perlas, trataban de hacer más digerible la muerte. Muñecas que, como las cortesanas, son solo la carcasa bella y joven de un humano. Expresiones apacibles por fuera, vísceras por dentro. No hay nada más poético que la muerte de una mujer hermosa; algo así dijo, ya en el siglo XIX, Edgar Allan Poe.

La forma ha variado de mil maneras a lo largo del tiempo y la intención de las representaciones también, pero no es difícil encontrar ejemplos contemporáneos de mujeres lánguidas. Desde las fotografías en revistas de moda, hasta las mujeres en refrigeradores de Gail Simone, una lista personajes femeninos ficticios cuya muerte solo sirve para hacer avanzar la trama de la historia; sujetos pasivos cuya única utilidad es desencadenar de la acción del héroe de ficción, así como las muertes de las cortesanas son útiles en tanto en cuanto los hombres que la contemplan puedan iluminarse. De alguna forma, la esencia del kusözu se ha reinventado; a veces, incluso, en contra de sí mismo. Por ejemplo, en los pinceles de Fukuyo Matsui. La artista tokiota también dibuja las nueve etapas de la descomposición del cadáver. Sus mujeres muertas miran directamente al a los ojos.


Fuentes:

The Gender of Buddhist Truth: The Female Corpse in a Group of Japanese, Cail Chin (2020) in Japanese Journal of Religious Studies, Vol. 25, No. 3/4.

Behind the Sensationalism: Images of a Decaying Corpse in Japanese Buddhist Art, Fusae Kanda (2005) in The Art Bulletin 87: 24.

The Composition of Decomposition : The Kusōzu Images of Matsui Fuyuko and Itō Seiu, and Buddhism in Erotic Grotesque Modernity, Elizabeth Tinsley (2017) Journal of Asian Humanities at Kyushu University.

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5 Comentarios

  1. Interesantísimo. Soy amante de la cultura japonesa y hoy me has desvelado una parte fascinante.

  2. Qué magnifica divulgación, señora. ¡Y docta!, como para que aprendamos que lo truculento o morboso también tienen términos racionales para definirlos. Es tan poco lo que sé de estas culturas, pero veo que tanto acá como allá siempre a pagar tributo a lo masculino fueron ellas. Agradecido por la lectura.
    “No sé ustedes, pero a menudo me he enamorado de esa figura magra y oscura con guadaña, anoréxica, ascética y de pocas palabras. Señal de inteligencia. Si fuese mujer mi devoción sería completa. El mundo de los muertos dura mucho más que el de los vivos, pero solo por amor lo abandonaría”.

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