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Y la literatura venció a la muerte

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En un mundo ávido y rugiente de actualidad, bombardeado por la información, agujereado por la publicidad, donde una buena parte de la humanidad primermundista sigue confundiendo «avance» con «progreso» y en el que la otra cree estar coronando, día tras día, las cordilleras de la ciencia, la medicina o la tecnología, no resulta extraño que de la noche a la mañana un simple titular pueda tirar (y de hecho tire) por tierra la inopinable antigüedad de nuestras sólidas, fundadas e inmediatas creencias. Nos ocurre todos los días: por alguna razón, llegamos a artículos que bien por su tono, su carácter o su naturaleza, posponemos para un momento más propicio; lo hacemos con frecuencia, como si eso fuera posible; tomamos el titular por el todo y eso nos hace sentir informados y suficientes, nos complace, nos basta. El problema es que no solo sucede con la prensa. De algún modo, nos hemos acostumbrado a postergar la realidad, a arrinconarla en la alhacena de nuestras condiciones, esperando que algún día se adecue por fin a nuestro ritmo de vida.

Pero sabemos que vida en la tierra solo hay una y que esta no se recupera como un artículo relegado a la lista pendiente de lectura, porque por mucho que queramos convencernos de lo contrario, la realidad (como la vida) no puede posponerse, no se aplaza, no regresa. Nos han hecho creer que todo puede estar hecho a nuestra medida —también la política, la cultura o la religión— y con esta mentalidad generaciones enteras siguen creciendo. Como dice Tommy Lee Jones en una escena de No es país para viejos (Ethan y Joel Coen, 2007), «Las cosas no esperan a nadie. Eso es vanidad». Ahí están todos nuestros padecimientos. Sin embargo, aunque nos cueste adscribirnos a la esperanza, seguimos estando obligados a ella. ¿De qué otro modo podríamos vivir?

«Estuvimos a punto de callar. Primero, lo dejamos para más adelante. Más adelante, lo pospusimos para después. Pero nunca llegaba el momento. Por fin, nos dijimos: no, este momento es el momento porque es todos los momentos. Tenemos la voz y el tiempo. Tenemos todo el tiempo». Así comienza San, el libro de los milagros (Acantilado), la última novela de Manuel Astur, un libro que ha tenido que lidiar con la difícil tarea de sobrevivir a una pandemia mundial y que, no obstante, tendrá que rebrotar a la fuerza cuando todo esto pase, cuando tal vez, quién sabe, tras días difíciles de privación y aislamiento, hayamos comprendido que la vida es un milagro impostergable.

En una casa de una aldea de Asturias donde la última farola se enciende al mismo tiempo que Venus, vive un muchacho llamado Marcelino. Vive y solo vive, pues acosado psicológicamente por la rudeza y la tosquedad de las gentes, se esconde, huye, intenta pasar desapercibido, ser invisible. Conoce el mal pero no se apropia de él, porque su nobleza, su ternura o su ingenuidad no le sirven para luchar, tan solo para defenderse o amortiguar los golpes que le vienen encima. Todos hemos conocido a alguien como Marcelino en algún momento de la vida: ese muchacho que se resguardaba comúnmente de la muchedumbre en un rincón de la plaza del pueblo, que sufría la humillación de nuestra risa, que soportaba la crueldad de nuestra indiferencia, y que un buen día por defecto, como no se ajustaba a nuestro patrón de conducta, con siniestra unanimidad decidimos llamarlo el tonto del pueblo. No lo conocimos a él, sino que gracias a él supimos quiénes éramos todos nosotros.

Puesto que la materia de la que está compuesta esta novela no es tan solo el fruto literario de un argumento narrativo que propicia una historia, lo que se narra en ella acaba formando parte del lector que se adentra en sus páginas. Intentaré explicar por qué. San, el libro de los milagros es lo más parecido a amasar un pan con las manos y oír cómo cruje entre los dedos, a dejarse penetrar por el cálido silencio al partirlo, a detener el tiempo en un instante y a paladear todo aquello que permanece; es un canto a la sacralidad de la belleza, una tierna plegaria subterránea en honor a lo que subyace bajo esta realidad mediocre, actual, entretenida y asfixiante, un verso alejandrino que cabalga sobre todo lo hermoso que nos ha hecho dignos del mejor género humano. A medida que avanzamos, comprobamos que tanto la vida de Marcelino como su familia, las pequeñas tragedias inevitables en torno a ellos o las innumerables anécdotas que van sucediéndose, son solo el pretexto para demostrarnos que el apego a la tierra es el único origen del mundo que conocemos, el nacimiento de la historia, la permanencia de la memoria. Si Lévi-Strauss llevaba razón cuando decía que gracias a los mitos el hombre comprende el sentido del universo o Steiner cuando apuntaba que la mitología es «un cuadro completo del hombre en el mundo», esta novela de Manuel Astur podría ser, literalmente, un asidero perfecto de supervivencia.

Un día Rabelais comparó el mundo con una gigantesca cocina, la misma metáfora con la que Baudelaire, creyendo tomarla prestada de Victor Hugo, asoció a Jauja en La invitación al viaje: aquel idílico país de la alegría y la honradez, «donde la vida es crasa y dulce de respirar […], donde la felicidad está unida al silencio […], donde la misma cocina es poética, grasa y excitante a la vez». Si atendemos al topos gastronómico, aquí todo parece formar parte de un maravilloso compango con el que Manuel Astur ha elaborado un guiso consistente, rico y poderoso de incuestionable valor nutricional. Ha dibujado en palabras esa línea imperceptible donde se suspende lo eterno, lo bueno y lo sencillo, donde apenas en un garabato se condensa lo inmutable y lo poético de la existencia humana, lo único que acaso podrá burlar la finta de la muerte cuando el tiempo, la vejez y el ruido nos hayan privado del milagro de la vida.

No es de extrañar que, para reseñarla, algunos artículos hayan necesitado retozar con una teoría de la literatura, reflexionando sobre qué es o no esa extraña habilidad para narrar el mundo y con la que, a veces, también lo creamos. Todas las virtudes que puedan glosarse sobre San, el libro de los milagros son inferiores a lo que palpita en su interior. Para referirse a ella, Fulgencio Argüelles utilizó la expresión «Literatura de la Tierra» y yo, casualmente, antes de leer su artículo, ya la había emparentado a algo que curiosamente llamé del mismo modo después de leer, años ha, la que sigo creyendo que es la mejor novela italiana de los últimos cincuenta años, Un altar para mi madre (Minúscula) de Ferdinando Camon, con la que sin duda comparte la genealogía.

Yo no puedo valorar si la nueva novela de Manuel Astur es la mejor novela de los últimos cincuenta años en España, pero sí puedo decir que sin duda, como la de Camon, estará entre las únicas que lograré recordar hasta el final de mis días. Pues al igual que Camon en la suya, Manuel Astur ha trascendido el valor de la literatura y lo ha arrastrado hasta la vida, confundiendo los límites entre una y otra, haciendo que ambas sean más grandes, más ricas y, como la cocina de Baudelaire, más grasas, excitantes y poéticas. No solo es oficio, habilidad, pericia o dominio en el uso de la palabra, no solo administrar con talento los tiempos narrativos, controlar la estructura argumentativa del relato o gestionar los silencios con sabiduría (por otra parte tan del gusto de los herméticos, los expertos y los especialistas, sacrosantos mandarines de la crítica literaria, que en esta ocasión darán solaz y esparcimiento a sus engolados cerebros con cuitas analíticas de este tipo), sino una forma de mirar el mundo que a la vez es ética, estética y moral, y que está profundamente arraigada en una idea que defiende un arte vivo capaz de hacer un mundo mejor para todos: el arte al servicio de la vida. No creo que existan en la actualidad muchos ejemplos de esta envergadura en literatura. Desgraciadamente, en la vida tampoco.

Pueblos donde se conmemora el recuerdo de un antiguo maestro de escuela cuya única virtud fue enseñar a los muchachos el abecedario sin darles una paliza, ancianas sin partida de nacimiento que conocen su edad por las cicatrices de su cuerpo, cuatro centímetros en el desvío de una bala que salvan la vida de dos hermanas, cementerios abandonados en cuyas lápidas no se puede leer ya ninguna historia… así es el lienzo en el que se desarrolla la historia de San, el libro de los milagros, un desierto fortuito en el que apenas somos un grano de arena y donde, sin embargo, aún tenemos una vida por delante, una vida en la que podemos ser felices si pensamos en los demás, en los que vendrán, que también son todos nosotros antes de haber llegado: «Miles de vidas sin importancia que ya no están o que tal vez están al mismo tiempo». Nuestra oportunidad es esa vida, que son todas las vidas, que son todos los mitos, que son todos los milagros, los mismos que pueblan este libro lleno de consuelo, esperanza y serenidad: «No hay vida, no hay muerte, hay una narración amplia y continua, una armonía que solo perciben los tontos, los artistas y los santos». Por momentos, uno tiene la sensación de estar habitando en esas palabras, en la narración, en la historia, en un tiempo indefinido que, sin coordenadas, te lleva de vuelta a un lugar pacífico y silencioso que sin duda debe estar muy próximo a la felicidad. De ahí el adagio que percute de fondo a lo largo de todo el libro: «Pero sigamos. Tenemos la voz y tenemos el tiempo. Tenemos todo el tiempo. Es el momento».

A pesar de su inconmensurable lirismo, extremadamente sencillo y, a la vez, dificilísimo de desmigar, Manuel Astur no desaprovecha la ocasión para denunciar, contenidamente pero con fuerza, la actualidad que amenaza con destruir lo que hemos sido, es decir, lo que somos. Su libro no solo habla del fratricidio de Tomasín (hecho real en el que se inspira), de la despoblación rural, la vida campestre o la violenta tiranía de la ignorancia en un pueblo, sino de cómo hemos llegado hasta aquí, a las ciudades, para estudiar una carrera universitaria y olvidarnos de nuestras raíces, para creer estar accediendo a una vida mejor y postergar —de nuevo ese verbo—el valor ancestral de la memoria. Tiene para todos, para los que se fueron: «Era vuestra victoria. Vuestra confirmación de que habíais hecho bien yéndoos a la ciudad en cuanto pudisteis, para no volver más, con la excusa de estudiar cualquier cosa. La prueba de que habíais progresado. Vosotros, simples hijos de ganaderos y campesinos, habíais llegado alto». O para los que viven únicamente en el presente: «La actualidad es una verdura de invernadero que, a pesar de su buen aspecto, no tiene sabor y al segundo bocado aburre». O para los que todavía no han avistado la llegada del monstruo del futuro: «Seguirás caminando en dirección al ruido, al crujido de maderas y tablones, y al doblar la curva te lo encontrarás [el carro de la muerte] de frente». Formula las tres preguntas del millón: quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos, pero solo nuestras son las respuestas.

De fondo, el encarnizado enfrentamiento entre el Viejo Mundo y el Mundo Nuevo, un choque generacional donde lo nuevo nunca nace ex nihilo y donde lo viejo sigue imponiendo su impía ley del dolor y la injusticia. Entre todo, surge el problema de la religiosidad. Si hoy, como sostiene el autor en una entrevista, somos igual de religiosos de lo que lo hemos sido siempre, el problema ya no está en la pérdida de lo sagrado sino en que, como grita el inolvidable personaje interpretado por Erland Josephson en Nostalgia (Andrei Tarkovski, 1983), subido a la estatua ecuestre de Marco Aurelio en el Campidoglio de Roma, ardiendo de impotencia, de amor y de piedad, «ya no quedan maestros». Nadie sabe cómo, pero poco a poco hemos ido perdiendo la brújula de lo importante, de lo bueno, de lo imperecedero, ahogándonos cada vez con más frecuencia en lo superficial intrascendente, en la nimiedad cosmética de lo vacío, en el juego de luces, en el aspecto agradable, en el envoltorio apetecible. Por eso, la forma en la que construimos las historias que nos contamos al oído está íntimamente ligada a nuestra sacralidad como especie, a nuestra perdurabilidad, a nuestra salvación en la tierra como seres humanos imperfectos, olvidadizos o perniciosos.

Bajo un equilibrio armonioso entre lo prosaico y lo poético, subyace otra idea escurridiza pero no menos importante, que es nada menos que concebir la vida como una palingenesia: «Sois y seréis los mismos: todos convencidos de ser únicos y mejores por el simple hecho de estar vivos. Seréis vuestros hijos creyéndose un montón de mentiras tecnológicas y seremos nuestros nietos friéndose el cerebro con drogas aún no inventadas». Aquí está la clave arquitectónica de la novela. Todos somos todos y, aunque luchemos por sobrevivir a muchos naufragios, todos caeremos juntos a la vez; porque aunque creamos estar evitando aquí o allá un desastre eventual, todos formamos parte de un mismo destino: «No, los muertos están mucho más lejos; o siguen entre nosotros; o somos nosotros mismos». Se intuye una tendencia natural hacia un tipo de ecologismo que no solo es medioambiental, sino también humano, ontológico y subconsciente.

Aunque la cita sea de Proust, Deleuze decía que las obras maestras siempre están escritas en una especie de lengua extranjera. En este sentido, el lenguaje que ha empleado Manuel Astur ni es extraño ni es ajeno, sencillamente ha rescatado del olvido una forma de mirar que creíamos muerta, una forma de mirar que hoy está relegada a unos pocos libros que todos admiran y que nadie ha leído. Suenan en su interior muchas voces remotas y lejanas, pero más frescas y vivas de lo que cualquiera podría imaginar. Truena el eco sapiencial de una voz que proviene de los libros más antiguos y hermosos, de libros que fundaron palabras, de palabras que a su vez parieron libros, de libros que engendraron ideales. Se perciben, en esa amplísima cocina, resonancias que de alguna manera forman parte de todos nosotros aunque no seamos conscientes de tal cosa. Creo reconocer la grandeza del Enuma elish, el poema babilónico de la creación —«Cuando en lo alto el cielo aún no había sido nombrado…»—, la rotunda y rizada sencillez de Homero —en una escena bucólica donde se narra la historia de un personaje llamado Pachín el Dormilón—, el tenue y dulce reflujo de algunos yambógrafos griegos arcaicos (Mimnermo, Arquíloco, Empédocles), la delicadeza etérea de Li Po —«Fueron hebras de seda cuando brilló la mañana y se trocaron en copos de nieve cuando se hizo de noche»—, la voz ancestral y hermosa de los salmos y los proverbios bíblicos, o la gramática profética de las mejores elegías de Hölderlin. Aun admitiendo que todas estas referencias sean fruto de mi educación personal y que, por tanto, solo tengan valor para mí, el lector no debe desilusionarse si no las encuentra, porque todos a su vez hallarán las suyas, y serán distintas, y serán igual de hermosas. Porque, si por algo es grande este libro es porque su voz nace en la tierra, en la memoria del mundo, en los mitos y en la poesía. Entonces es cuando, si llegamos a alcanzar esa tecla, un bramido universal se apodera de nosotros.

Universal porque nos interpela como humanidad. Y si Harold Bloom decía que pondría «en cuarentena toda argumentación que relacionase los placeres de la lectura personal con el bien común», esta novela desde luego no refutará esa opinión, pero sí que la cuestiona, ya lo creo que sí. Leerla quizá no nos haga mejores personas —la bondad se aprende, se cultiva y se practica, todo lo demás es parte de una escabrosa esloganología publicitaria que no se extingue—, pero sí nos obliga a pensar sobre el mundo que compartimos con tantas personas, que ya es un modo de convivir. «No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o de disertación, sino para sopesar o reflexionar», decía sir Francis Bacon, al que probablemente este siglo de histeria y redes sociales hubiera condenado al ostracismo, o acusado de mansplaining, tachándolo de señoro, fachita, neoliberal, progre o cualquier cabriola lingüística que se nos antoje, nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos, en cambio, es que seguimos estando engullidos por el tiempo y por el vértigo de nuestra vida diaria, que cada día padecemos más problemas de ansiedad y que la confusión política, el enfrentamiento ideológico y la precariedad laboral catalizan casi todos los rincones de nuestra vida. Hoy más que nunca, veinte siglos después, las palabras de Séneca retumban en esta actualidad de plástico como un árbol que cae abatido en las profundidades del bosque: «No tenemos poco tiempo, es que nosotros perdemos mucho. La vida es suficientemente larga y nos ha sido concedida con liberalidad para que pudiésemos terminar las empresas de mayor importancia, si toda ella se emplea debidamente. Pero cuando se desperdicia indolentemente entre placeres y lujos, cuando se gasta en cosas inútiles, llega por fin el último momento que nos obliga a reflexionar, y entonces nos damos cuenta de que ha pasado, sin llegar a comprender cómo se ha ido. La verdad es que no hemos recibido una vida breve, sino que nosotros mismos la hicimos breve; si andamos escasos de tiempo, es que lo derrochamos». Pues bien, San, el libro de los milagros es esto mismo: el consejo desinteresado de un buen amigo que, sencillamente, quiere que vivamos mejor.

Digo esto porque, a lo largo del libro, hay varias advertencias que nos ayudan a desempolvar nuestros prejuicios como sociedad y, con ellas, implícitamente, nos somete también a un ejercicio personal de honradez: «Los dulces industriales y los padres permisivos lograron que los niños dejaran de apreciar el valor de una galleta regalada con cariño». ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?, es la pregunta que nos hace. Independientemente de los efectos particulares que la novela pueda tener en cada uno de sus lectores, hay, como digo, un intento incuestionable por comprender lo que es contrario, lo que es distinto, lo que no funciona y, por lo tanto, también una voluntad honesta e irrefrenable por hacer del mundo un lugar más habitable. Es esto lo que la convierte en un instrumento del máximo valor humano.

Y como hoy el mundo no es de quien ama la vida sino solo de quien la consume, sorprende encontrarse de lleno con una voz como la de Manuel Astur, que huye de la complacencia del yo literario, que niega por completo cualquier tipo de satisfacción en el uso ingenioso y egotista de la psicología, ese vicio que hace gala de una vanidad, un ombliguismo y una altivez casi insoportables, que solo encuentra en el culto al Yo el único propósito de su cometido. Prescindiendo de toda esta caracterología del género de «autoficción» (he conocido cánceres más benevolentes), la literatura de Manuel Astur arrastra la palabra a un rincón de la existencia cuyo relato no se contamina con ridículos misterios, circunstancias vanas o fenómenos psicológicos personales (el mercado editorial lleva tres décadas haciendo «literatura» con las taritas de un sinnúmero de inocentes necesitados de atención). Aquí, sin embargo, la literatura sella la inmutabilidad del cambio y lo hace sin altivez, con humildad, con sencillez, sin alambiques. Una forma de verdad que transmite inevitablemente un ideal de vida, de justicia, de paz o de belleza: vaciarse de uno mismo para verterse en el otro, interpretar el pulso universal de la vida que late silenciosamente bajo un pequeño detalle sin importancia.

Y es necesario, como también hace la novela, denunciar la actualidad una y cien veces. El uso indiscriminado de todo cuanto pasa por nuestras manos —hoy ha sido el papel higiénico, mañana la harina y pasado los directos de Instagram—, la carencia absoluta de toda forma de paciencia, de silencio, de no saber acallar nuestras opiniones, de no poder escuchar con atención, de no saber guardar las formas, de no poder respirar con calma… (tantas cosas puede enseñarnos una pandemia). Por eso, en un momento dado de la novela, Marcelino contempla el paisaje desde la cumbre de una montaña, al borde de la cordillera cantábrica, y una voz dice: «Detrás de él, el mar infinito, el agua que no se podía beber. Enfrente, la roca y el hielo. En medio, la vida. La única posible. El mundo, apenas nada». Y entonces, como por arte de magia (honradez, coraje y voluntad, tan solo y tanto), todo lo que propugna el libro se hace carne cuando es capaz de recordar aquellos versos eternos de Juan Gelman, que decían: «Gracias, mundo, por no ser más que mundo y ninguna otra cosa». Hasta que logremos tomar el control de nuestras vidas, he aquí el mayor consuelo.

Dicho todo esto, aunque muchas veces demos carta de naturaleza a la imparcialidad de una crítica literaria, no hay duda de que los mejores libros de la humanidad fueron leídos con un amor indestructible. Tal vez este libro sea un ejemplo amable de literatura. Amable: que es digno de amor. Amor que no solo merece, sino que también exige. Pues tan inquietante fue para mí el impacto cuando la leí por primera vez, que me impuse hacerlo de nuevo. No es hipérbole: creí que era presa de un encantamiento, de un rapto eufórico de esos que no te dejan pensar con claridad. Me asusté. Pero cuando terminé el libro por segunda vez, tuve un sueño en el que me disfrazaba de Christian Bobin y escribía: «Un día reconocemos la palabra en la página, la decimos en voz alta, y es una parte de Dios que se va, una primera fractura del paraíso». Que yo en algún momento pudiera ser la sombra de los cordones del zapato izquierdo de Christian Bobin es una boba ensoñación, un vanidoso delirio; todo lo demás, créanme, una certeza. Y aunque el autor me mirase con descrédito si yo le dijera que esta novela es una ensoñación mágica que nos ayuda a postergar la muerte un día más, a quién demonios le importa ya. Manuel Astur ha escrito un libro puro, bondadoso y eterno.

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Un comentario

  1. Los editores y los reseñistas han perdido el rumbo.

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