Sociedad

Pubertinaje

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Imagen: Relajaelcoco.

Me estoy esforzando, aunque sin mucha convicción, en rescatar de la memoria golfa algunos episodios que pudieran estar relacionados, o simplemente decantados, hacia eso que solemos calificar, a menudo con mal disimulada prevención, como vida libertina, es decir, algún acto presuntamente reprobable, inmoral y libérrimo. En una palabra, libertinaje. Pero no es fácil marcar los límites que definen este denigrado territorio. Después de mucho rato, solo he conseguido evocar algún que otro lance digamos vagamente indecente, pretendidamente provocador y escandaloso, vivido con ánimo de transgredir las normas, afrontar lo mal visto, prohibido o condenable (por ejemplo, besar a una muchacha en la boca delante de dos policías nacionales que nos veían pasar frente a una comisaría de policía de Girona, en 1961, a mi vuelta de París), una acción que hoy se me antoja de una ingenuidad ridícula, desprovista de cualquier significado transgresor y mucho menos crapuloso. Así que no doy con nada digno de ser contado, ni siquiera cuando repaso las alegres y fructíferas noches de la gauche divine en la Barcelona de los años sesenta. Me veo en alguna noche gamberra machacando jocosamente normas sociales y conyugales entre burgueses vulnerables por su mala conciencia, pero poco más. Y no pretendo maquillarme, la verdad es que hice lo que pude, ganas no faltaban, pero eran tiempos muy duros, episcopales y cuarteleros, sacramentales y puñeteros. Y aunque solo fuera por contradecir la putrefacta moral nacional-católica imperante en aquel entonces (moral peperamente emergente y muy vigente, cuidado) confieso que sí, me habría gustado ser mucho más libertino, mucho más amoral de lo que soy y un punto crápula. Pero para triunfar y adquirir fama y prestigio en esa difícil actividad es preciso una dedicación a tiempo completo, mucha imaginación y pocos escrúpulos. 

Pasaron los años y aquí andamos, cultivando cierto cinismo preventivo y poco más. Y de pronto en este caluroso mediodía de verano me sorprendo reflexionando una vez más sobre el pubertinaje (palabra esta que no me he inventado: la oí por vez primera en 1973 en México, en boca del surrealista Javier Alatorre poco antes de que me presentara a Luis Buñuel), una variante moderna y descafeinada del antiguo libertinaje y de uso exclusivo entre adolescentes y niñatos de variada condición y pelaje. Atento últimamente a las muy frecuentes manifestaciones de este cada vez más consentido pubertinaje, observo de cerca a mi nieto de trece años que está navegando por internet, viento en popa a toda vela. El resto de la familia anda en vacacionales quehaceres domésticos de ignota finalidad e discutible utilidad. Hojeando la prensa, leo en un artículo que la tradición judía considera a los varones como miembros de la comunidad adulta a la edad de trece años —las niñas a los doce—, y que esa transición se celebra con un ritual llamado «Bar Mitzvah», a partir del cual los muchachos son considerados responsables de sus actos. Miro a mi nieto, que acaba de sucumbir a un ataque de hilaridad y se retuerce de la risa. Al parecer ha dado con uno de los vídeos más divertidos del mundo; tanto que es de vital importancia que todos lo veamos ahora mismo. Así que todos dejamos por un momento lo que estamos haciendo y nos congregamos ante el ordenador para ver en YouTube el vídeo de un tipo con un eructo de ciento diez decibelios. Fantástico.

Todos vuelven a sus quehaceres —el de mi nieto, seguir viendo vídeos— y yo me pregunto si acaso un ritual iniciático, del tipo que sea, podría hacerle siquiera algo más responsable de sus actos. Si será un dique efectivo ante la turbulencia de los sentimientos que debutan en la adolescencia —el pudor, la apatía, la indolencia, el resentimiento, la introspección, la reserva, la empanada mental—, un buen antídoto contra los paralizantes complejos, un consuelo a los dolores del estirón y al desbarajuste de las hormonas, un recurso frente al calvario del rechazo. Si les servirá de amparo en la tenebrosa inseguridad en la que se manejan, durante la celebrada transición, y en la que es casi una obligación desmadrarse, crearse una imagen propia, decantarse por las ciencias o las letras, los chicos o las chicas. Me pregunto si el «Bar Mitzvah» —o cualquier otro rito— les aportará algo de sensatez frente a esa tendencia al peligro, esa atracción por el lado oscuro que les lleva a ponerse alegremente en situaciones extremas.

Los vídeos que tanto divierten e impresionan a mi nieto suelen ser gamberradas perpetradas por adolescentes desmadrados, con sus pantalones caídos, sus aros en las narices, sus extraños peinados y sus voces chirriantes. Algunos de esos vídeos no son más que provocadoras payasadas para mofarse de los mayores: un par de adolescentes catalanes con barretina se plantan en la Cibeles, en plena celebración madridista. Otros dos fingen un ataque epiléptico en el supermercado, para consternación de las clientas más ancianas (por cierto, en una de mis novelas, publicada hace más de cuarenta años, aparecían dos chavales que, en los años de la inmediata posguerra, en un mercadillo de Gracia, fingían también ataques epilépticos delante de las vendedoras, pero era para que se compadecieran y les dieran algo de comer. Eran otros tiempos). En algunos vídeos se ridiculizan entre ellos mismos, poniendo en evidencia quién encaja y quién está en riesgo de verse excluido del grupo, víctima de sus propias burlas crueles. Son las temibles novatadas: afeitarle las cejas al compañero gordito y torpe que duerme su primera mona, o despertarlo arrancando una motosierra a un palmo de su cara llena de acné. En uno de los vídeos más visitados un adolescente de vacaciones duerme la siesta en el sofá, en calzoncillos y a pierna suelta, cuando los compañeros lo sacan del apartamento con sigilo y lo lanzan por un tobogán acuático, con sofá y todo. Hay vídeos que pasan por pruebas de valentía y arrojo, cuando no son más que temerarias ideas de bombero: qué pasa si meto un cuchillo dentro de la tostadora, qué pasa si me echo laca en el pelo y luego me acerco a una vela, qué pasa si me despatarro en el suelo y le prendo fuego a los pedos con un mechero… Muchas de estas gestas acaban resultando graciosas por la inconsciencia, la desfachatez y la salvaje libertad en la que son llevadas a cabo. Pero las hay que ponen los pelos de punta. Son los vídeos de los que llegan aún más lejos en su audacia y se mofan de la muerte: descendiendo por carreteras de montaña tumbados sobre un monopatín, colgándose de alturas escalofriantes, corriendo delante de los toros con una lata de cerveza en cada mano, lanzándose a las piscinas desde los balcones. 

De alguna forma, todos estos vídeos, desde los más chorras a los más temerarios, podrían ser ritos de paso, ceremonias tácitas de iniciación al libertinaje, formas de llamar la atención y ponerse a prueba, ante sí mismos y ante los demás, motivados por la necesidad de adquirir poder, respeto y, a ser posible, admiración. A cualquier precio, y según un turbador dicho adolescente que reza: «Mejor tristemente famoso que invisible».

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2 Comentarios

  1. ¡Qué buena prosa, señor!, con sobresaltos de situaciones que al final no sobresaltan, con transparencia y claridad (me animaría a definirlas sonoras, de acordes en tonalidad “allegro, non troppo”) en la tarea de describir esa despreocupada enfermedad que es la adolescencia y sus inicios turbulentos. Y comprendo si me reprocho de haber devuelto El guardián en el centeno. Habría copiado los pasajes que más me han conmovido y con ellos hubiera hecho un larguísimo (y aburrido) comentario con la esperanza de que usted se lo hiciera leer a su nieto, sugerencia de abuelo que en el fondo es un acto de amor para avisarle de los peligros y, si es posible, que tampoco él se desbarranque. Esperanza vana. La esperanza, que a veces confundimos con nuestros anhelos, es la primera víctima del tiempo, el linear horizontal y el vertical de las diferentes alturas entre consanguíneos. Un placer enorme haber podido deambular sin ser visto por sus cercanías domésticas y familiares. Soy un chismoso incorregible. Y estoy seguro de que me habría enzarzado en un inútil monólogo para convencerlo (en el caso de que no lo supiese) de que los judíos, con respecto a la superioridad de la mujer, la sabían “lunga” no obstante continúen a ser una sociedad patriarcal: se es judío por parte de madre, no de padre. Y trate de disculparme o entenderme por lo siguiente: si yo hubiera sido uno de esos burgueses vulnerables y con mala consciencia a quienes usted jocosamente machacaba sus normas sociales, no habría dejado de leer su producción literaria pero sí evitado su cercanía, no por escandalosa, pero sí por temor a su proloquio. ¿Qué culpa habría tenido yo por no haber logrado ir más allá de ser y tener una inteligencia de burgués? Hay gente que nace con estrella y otros estrellados. Usted, para regocijo de quien lo lee, pertenece al primer grupo. Muchísimas gracias por esta lectura.

  2. Cimex Lectularius

    Nadie habla sino de su propio síntoma…

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