Sociedad

«El Caso», un sombrero tejano y un mono tití

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Foto: Cordon Press.

A cualquiera le gusta un buen crimen, siempre que no sea la víctima.

(Alfred Hitchcock)

La noche antes de ser ejecutado en el garrote vil, José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez-Morris la pasó bebiendo whisky y fumando. Era la madrugada del cuatro de julio de 1959 y Eugenio Suárez, director de El Caso, le había hecho llegar a su celda en la cárcel de Carabanchel una caja de puros en señal de agradecimiento. Aunque parezca imposible, a veces, que tu destino se cruce con el de un asesino múltiple puede ser un golpe de suerte parecido a que te toque la lotería. 

Antes de que Jarabo asesinase a cuatro personas a sangre fría, el récord de periódicos vendidos en España lo ostentaba el diario Marca, trescientos mil ejemplares por el gol de Zarra en Maracaná contra Inglaterra en el mundial del 50. La portada de los crímenes de Jarabo vendió cuatrocientos ochenta mil en un solo día. Se agotó el papel. Hubo reventa de ejemplares. Lo nunca visto.

La expectación durante el juicio fue tal que la cola para conseguir entrar a la sala llegaba a la calle, dicen que por allí pasó Sara Montiel, algún torero y gente de la alta magistratura. La ocasión no era para menos, por primera vez en España se escuchó la palabra psicópata para referirse a un asesino y nadie quería perdérselo. Además, el acusado no era un desgraciado que intentaba sobrevivir, sino un vividor conocidísimo en Chicote, un habitual de las terrazas de la Gran Vía que se paseaba con un sombrero tejano y un mono tití sentado en el hombro. El niño rico, extravagante y toxicómano, sobrino del presidente del Tribunal Supremo. Un villano sofisticado, hijo de emigrantes, que había crecido en el hampa de Nueva York, guapo, dandi y viajado. Un auténtico criminal último modelo con todos los extras.

Jarabo no defraudó a su público, que abarrotó la sala durante los cuatro días que duró el juicio. Apareció cada día con un traje nuevo, impecable y perfumado, sonriendo a las señoras que suspiraban por él entre el público, consciente de que estaba en el último acto de su propia obra. 

A veces, los momentos de gloria hacen perder la perspectiva de todo el trabajo que hay detrás. Para estar un día en el lugar y el momento justo, es preciso haber estado muchas veces en el lugar equivocado, y en la redacción de El Caso lo sabían todo sobre los lugares equivocados.

El primer semanario de sucesos de nuestra historia nació como nace casi todo lo que acaba siendo importante, como una apuesta suicida. Eugenio Suárez funda El Caso sin un duro, convence a una empresa de relojes suizos para que le adelanten el importe de seis páginas de publicidad y, con eso, siente que tiene bastante para meterse en la maraña burocrática de solicitar la autorización para crear un medio de comunicación en plena dictadura. 

La Dirección General de Prensa ve una oportunidad de, a través de El Caso, divulgar la idea de que el régimen vela por la seguridad y el orden en el país. La autoridad da el visto bueno con una única condición: no pueden difundirse más de dos delitos de sangre por semana. 

El 11 de mayo de 1952 sale a la venta por dos pesetas el primer número con el titular «Crimen en el Plantío», un dibujo a portada completa de dos hombres huyendo de un chalé y el pie de página explicando: «Por esta ventana saltó la muerte». Dieciséis páginas a cinco columnas, impreso en rojo sangre y negro sobre papel barato. La primera tirada, de doce mil quinientos ejemplares, vuela de los quioscos a las manos de unos lectores ávidos de historias. Una población que ese mismo año verá el fin de las cartillas de racionamiento, parece también hambrienta de historias que no sean partes de guerra ni homilías.

Solo cuatro semanas después de su estreno, la Dirección General de Prensa llama urgentemente a Eugenio Suárez; preocupados por el éxito de los primeros números deciden reajustar los términos del permiso: El Caso solo podrá publicar un crimen a la semana.

En este punto llega el momento en el que hay que elegir qué delitos merecen ser contados por encima de otros. Será inevitable que muchos hechos sangrientos queden ocultos o simplemente silenciados, porque literalmente no habrá espacio para hablar de ellos. Algunas veces será posible esquivar a la censura sacando más de una edición en distintas ciudades y colocando de protagonista un crimen distinto según sea más interesante geográficamente. 

Las ediciones avanzan aumentando las ventas y sobrepasando niveles de dificultad como un videojuego. Aun así, el ministro de Información y Turismo, Gabriel Arias Salgado, insistía en cerrar El Caso porque, según él, sus contenidos y el tratamiento de los temas iban contra la moral cristiana. Viendo el peligro y sabiendo lo celosa que ha sido siempre la Iglesia con sus propios asuntos, Eugenio Suárez hace una nueva pirueta suicida y se presenta en el Obispado de Madrid para pedir un censor eclesiástico. Por supuesto, el señor obispo le dice que a quién se le ocurre que puede ponerse en el lugar de la Iglesia para decidir qué es o no moral, que claro que le enviará un censor acreditado, faltaría más. El director de El Caso lo pone en plantilla y le da un sueldo que le endulce los sinsabores de tener que corregir inmoralidades. 

A partir de aquel día, el señor censor sobrevuela con su lápiz rojo las pruebas de impresión, tachando la palabra «semidesnudos» y escribiendo en el margen «semivestidos», sustituyendo la palabra «aborto» por el eufemismo casi burocrático «interrupción del embarazo», mandando cubrir los escotes de las señoras y bajar los dobladillos de las faldas de los dibujos. 

Irónicamente, la censura eclesiástica resultó más fácil de sortear que la del gobierno, quizá porque la fe puede con todo pero la política, aunque sea autoritaria, sabe que tiene los pies de barro y, por tanto, mucho más que perder. La Iglesia sirve de contrapeso y aval ante el ministerio de Información y Turismo, al que a partir de ahí solo le queda vigilar que no se incumpla ninguna norma explícita.

Ajeno a estas maniobras, el público seguía comprando en masa El Caso. El que llamaban con desprecio «el diario de las porteras» se vendía aunque casi nadie reconociese comprarlo, aunque lo ocultasen para leerlo entre las páginas de algún diario convencional. Las cifras eran abrumadoras. La consistencia de vender cien mil ejemplares por semana en una época, finales de los años cincuenta, en que estaban censados treinta mil televisores en todo el país, significaba un nivel de audiencia como no se había visto jamás. 

A cientos de pueblos por todo el país llegaba un solo ejemplar que encargaba el cartero de la zona, y era habitual, en este tipo de entornos rurales, ver a la gente reunida alrededor de una persona más instruida, normalmente el cura o el maestro, leyendo El Caso para todos sus vecinos como se lee el evangelio o la lección. Al fin y al cabo, el mundo se ha educado a sí mismo a costa de contarse sus propias tragedias una y otra vez.

En una de esas entrevistas que nos helaban la sangre en los ochenta, Margarita Landi contaba cómo Eugenio Suárez la llamó para colaborar en El Caso cuando ella trabajaba para una publicación de moda y alta sociedad. Él estaba convencido de que a los policías les resultaría mucho más difícil poner límites al trabajo de una periodista mujer, era una época en que la caballerosidad podía usarse a favor para que no te echasen de donde no debías estar o, incluso, para hacer preguntas incómodas sin consecuencias. 

La que luego se llamaría oficialmente la Dama del crimen, simultaneó durante al menos dos años las dos publicaciones antes de quedarse definitivamente en la crónica negra. Llegaba a uno de aquellos eventos de la flor y nata después de haber estado en una sala de interrogatorios o en una escena del crimen y las señoras de sociedad le pedían, entre sorbo y sorbo de té, que contase aquellos detalles escabrosos que no podían ser publicados en «el diario de las porteras», aquel que nadie reconocía leer.   

Los años pasan y, justamente porque es obligatorio publicarlos de uno en uno, los crímenes no dejan de acumularse esperando ser contados. La redacción de El Caso se va convirtiendo en una especie de tebeo de Ibáñez, una novela negra de Berlanga donde conviven periodistas que fuman, beben y organizan timbas de cartas para pasar las noches de guardia. 

Con el dinero que saca por los casi quinientos mil ejemplares vendidos del Jarabo, Eugenio Suárez se compra un Morris Minor americano con el que participa en persecuciones con un inspector de la brigada criminal de copiloto y dos policías armados en el asiento de atrás. En cada bache y en cada curva, el director les grita a los agentes que se tambalean detrás con las ametralladoras Mauser en las manos: «¡Que no me apuntéis a la cabeza, joder!».

Redactores, fotógrafos y policía no solo comparten coche, sino también información, porque el público, colaborador devoto de El Caso antes que de la autoridad, muchas veces prefiere llamar para contar lo que ha visto a la redacción en lugar de a la comisaría más cercana. 

Margarita Landi y Enrique Rubio, dos de los reporteros estrella, mantienen una competencia entre ellos que les hace mentirse mutuamente y saltarse los límites de sus zonas asignadas, con tal de llegar los primeros a los lugares de la noticia. 

La primera, y durante mucho tiempo la única, mujer periodista de sucesos de España llega a los lugares del crimen conduciendo su propio deportivo y nunca se sabe si va a sacar del bolso una polvera, una pistola o una pipa. Durante el tiempo en que simultaneó su trabajo en El Caso con La moda en España no era extraño que apareciese en una detención vestida como si acabase de acudir a una recepción con la condesa de Romanones. A veces no tenía tiempo de pasar por su casa para cambiarse.

La guinda es que la mascota de la redacción fuese un cocodrilo, que viviera en un terrario en el despacho del director y se llamara Leopoldo en honor al obispo de Madrid. 

El problema de contar lo anecdótico es el riesgo de pasar por alto lo importante. Cualquier trabajo de investigación se sostiene gracias a una labor seria y sistemática que resulta casi siempre invisible, especialmente si quien la hace son individuos que podría encarnar Tony Leblanc en una película de Pedro Lazaga

A pesar de su trabajo sólido durante treinta y cinco años, El Caso no consiguió el reconocimiento que merecía, ni siquiera por parte de la mayoría de sus lectores, que en público negaban leerlo. La crónica negra sigue arrastrando hasta hoy la mala fama y el cuestionamiento de si es o no verdadero periodismo. 

Apelar al sensacionalismo cuando se habla de temas sangrientos es una obviedad, sin embargo el interés morboso es tan antiguo como el propio ser humano. Resulta irónico que seamos nosotros, los que vivimos en la generación más voyeur de la historia, los que más nos escandalicemos. Nosotros, los amantes de los reality shows

Quizá deberíamos preguntarnos cuánta de la información que nos rodea no está empapada de sensacionalismo, o si es que tal vez el nivel de saturación es tan abrumador y la velocidad tan enorme, que solo lo percibimos cuando está manchado de sangre. Cuántas de las palabras que leemos están utilizando su debido significado o, más bien, son una fórmula para designar otra cosa. 

El Caso nos dejó, a las generaciones posteriores, una crónica impagable de la vida cotidiana durante uno de los periodos más complicados de nuestra historia reciente. Una labor extraordinaria de documentación y de narración de nuestra propia historia. El problema es, seguramente, el mismo que su virtud: que se parece demasiado a nosotros. Las voces de sus páginas suenan tan cercanas que resulta incómodo mirarse en ese espejo. 

¿Qué consideración tendríamos por El Caso si su redacción, en lugar de estar en Madrid, hubiese estado en Chicago o en Nueva York? Lo más probable es que fuese una publicación de culto para coleccionistas, y la famosa portada de Jarabo, la de los cuatrocientos ochenta mil ejemplares, un póster kitsch. Los más cool tendríamos una camiseta con una foto de Javier Bardem, caracterizado en una película de Tarantino, mirando de frente a la cámara con un sombrero tejano y un mono tití en el hombro.

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Un comentario

  1. En Nightcrawler (Dan Gilroy, 2014) se materializó una historia de esta guisa, pero con el glamur hollywoodiense, claro está.

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