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No, usted no piensa como Fran Lebowitz

Fran Lebowitz 2013
Fran Lebowitz, 2013. Fotografía: Larry Busacca / Getty.

Para conseguir un permiso de pesca tenía que presentar mi carnet de conducir. Me lo pidió una mujer que, al principio, me miraba como a un ser humano normal. Por entonces, los carnets neoyorquinos no incluían la fotografía. Lo de poner la foto sí era habitual en los carnets de la costa oeste, pero no en los nuestros. Así que le di mi carnet. Ella me miró y me dijo:
—¿Qué pasa, no hay fotos en los carnets en Jew York?
Me quedé conmocionada. Le dije: 

—No.
—¿Y por qué no las ponéis?
—Porque sabemos leer.

Hay algo misterioso, incluso hipnótico, en las personas que piensan rápido. Aquellas que, cuando se les pregunta algún asunto, dictan sentencia como relámpagos, pero no son ocurrencias que tendría cualquiera. Porque obviamente no me refiero a quienes hablan impulsivamente y dicen la primera tontería que se les pasa por la cabeza, porque eso es no pensar, aunque ellos quizá crean que sí. Hablo de quienes responden rápido a cualquier cosa, después de haber pensado apenas unos segundos, pero produciendo ideas que a los demás nos costaría minutos, horas o días producir, si es que lo consiguiésemos. Esas personas no abundan. Son una rareza. Y son, por supuesto, increíblemente interesantes. 

Cuando Fran Lebowitz opina sobre cualquier cosa, es fácil sentirse tentados a compartir su opinión como si fuese también la nuestra. Como si así pudiéramos apropiarnos de su brillantez; el mismo motivo por el que pretendemos identificarnos con equipos de fútbol, grandes atletas y artistas. Pero en ella lo de menos es el contenido de la opinión. Hay que fijarse en cómo opina. Puede usted ver cualquier vídeo de sus entrevistas en televisión y tratar de adivinar cuál será su respuesta a cualquiera de las preguntas que se le formulan. Incluso cuando podemos adivinar cuál será el sentido general de su opinión, es imposible prever la manera concreta en que va a responder. Y cuando responde de la manera que esperábamos y creemos haber pensado con la misma rapidez y contundencia que ella, en una décima de segundo Lebowitz hace un requiebro y lleva su respuesta un paso más allá de lo que cualquiera de nosotros podría haber previsto. Es como una de esas computadoras que juegan al ajedrez y ante las que es imposible trazar un plan. O, más bien, como uno de esos músicos de jazz que improvisan cosas que jamás podrían haber nacido de la imaginación de sus oyentes. 

Uno no escucha a Fran Lebowitz para estar de acuerdo o no con sus ideas; la agobiante neurosis admonitoria de la era de las «redes sociales» no se aplica en su caso. Uno la escucha para asombrarse, para contemplar en funcionamiento los vertiginosos resortes de su inteligencia. Para comprobar que sus opiniones son más que opiniones: son un arte. Por supuesto, muchos otros personajes pueden opinar con su mismo acierto o más, porque ella ni posee las verdades ni pretende poseerlas, aunque defienda jocosamente la tesis de que siempre tiene razón. Pero hay grandes inteligencias que se traban con la inmediatez de la entrevista, como hay grandes pianistas que no saben improvisar sin su partitura. Lebowitz es capaz de destaparse con increíbles agudezas sobre los asuntos más banales imaginables, como Marcel Proust podía crear alta literatura sobre las naderías burguesas más anodinas; si le parece a usted fácil, inténtelo. No es fácil. De hecho, es tan difícil que hay que haber nacido para ello. Es un talento concreto que se tiene o no se tiene.

Es lo mismo que sucede con las pinturas: lo importante no es qué objetos o paisajes hay en un lienzo, sino la manera en que el artista los ha traducido al lenguaje pictórico. Lebowitz también lo traduce todo a su particular lenguaje. Sabe, desde hace décadas, que es eso lo que se espera de ella. Aunque inició su carrera pública como escritora de éxito, los medios no tardaron en descubrir que podían sentarla en un sillón, preguntarle sobre cualquier cosa y simplemente dejar que su esotérico ingenio hiciera el resto. Ella se acomodó encantada a ese papel de sentenciadora a sueldo.

Viendo sus antiguas entrevistas, es imposible decir dónde acababa la sinceridad y dónde empezaba la pose, pero esto no se debe a la hipocresía, sino a que Lebowitz es consciente de que lo suyo es un arte. Y no hay arte en el que no se mienta cuando la mentira es más estética que la verdad. Ni siquiera pretendía que se la tomaran en serio; en aquellas antiguas apariciones en una televisión mucho más formal que la de hoy, Lebowitz trataba de aparentar la requerida solemnidad de escritora, pero no solía tardar en delatarse con alguna amplia sonrisa después de soltar alguna de sus traviesas puyas. Pero no importa que haya mucho de personaje; incluso cuando sospechamos que algo es una pose de consumada profesional en el inimitable oficio de ser ella misma, incluso cuando sabemos que nos engaña porque el engaño es más divertido, su particular visión del universo es tan articulada y está tan repleta de aristas maravillosamente inesperadas, que no hay entrevista suya sin más de una frase que merezca ser grabada a cincel en algún monumento público.

Es bien sabido que Martin Scorsese se ha asegurado de que el mundo conozca a esta maravillosa mujer gracias a la miniserie Supongamos que Nueva York es una ciudad, cuyo título original, Pretend it’s a City, se traduce mejor como «¡Haced como si esto fuese una ciudad!», que es lo que Lebowitz siempre exclama a los grupos de turistas que bloquean las aceras por las que ella camina. Ella, en realidad, hace décadas que es un personaje notorio en su país.

Estados Unidos tiene serios defectos como sociedad, pero hay asuntos en los que su cultura no conoce parangón. Es quizá el único país del que podría haber surgido un personaje como Fran Lebowitz. La buena noticia para quien la acabe de descubrir es que la serie de Scorsese no es más que la punta del iceberg; no toda Fran Lebowitz está ahí, ni siquiera la mejor Lebowitz está ahí. Y su material es bien accesible. En YouTube hay mucho material de ella, incluidas charlas y sesiones de preguntas ante público en directo, que es probablemente el entorno donde se la ve más a gusto porque, como virtuosa de su arte, parece disfrutar tocando las teclas de la audiencia, y posee una diabólica habilidad para hacer precisamente eso: decir la frase justa en el momento indicado.

Es muy interesante una recopilación de treinta años de sus apariciones en el programa de David Letterman —¡dos horas y media de minientrevistas!—, donde es particularmente llamativa la primera entrevista, datada nada menos que en 1980: a Letterman, cosa rara en él, se lo ve abrumado por la presencia de Lebowitz. Aparece inseguro y titubeante, cosa que solo le sucedía cuando entrevistaba por primera vez a alguien que a priori ya le infundía un hondo respeto. Esa imagen, casi mejor que ninguna otra cosa, refleja la admiración que sienten por Lebowitz otras mentes ingeniosas de la esfera pública estadounidense. Otra buena muestra es la gira de conferencias que compartió con su amiga, la legendaria escritora Toni Morrison, una intelectual de hablar pausado y suaves maneras. Morrison, que le sacaba veinte años a Lebowitz y cuya estatura como escritora era muy superior, reía por lo bajo, como una colegiala, ante las ocurrencias de Lebowitz, la niña mala de la clase. 

Los demás no somos así de interesantes, por desgracia. Siguiendo al estreno del documental leí y escuché comentarios de personas que pretendían identificarse con la manera de pensar de Lebowitz: «Me representa». No. Nosotros no somos Fran Lebowitz. Pretender que opinar sobre algo nos equipara a ella es como pretender que salir a trotar por el parque nos equipare con Usain Bolt, o que aporrear un do mayor en el piano nos equipare con Chopin. No: el do mayor es el acorde fácil, el que se hace con las teclas blancas. Las complicaciones y sutilezas de las teclas negras están para los pianistas de verdad.

Quizá sea aceptable creer —aunque también es mentira— que la canción de algún trovador con guitarra representa los sentimientos de usted, pero ante el ingenio superior de Lebowitz hay que admitir que juega en su propia liga. Más vano todavía es el intento de pretender contradecir o censurar sus opiniones, cosa que también he visto. Como si hiciese alguna falta estar de acuerdo con ella: usted no va al Prado o al Louvre para estar de acuerdo con los cuadros. Nosotros, los normales, los que no sabemos pintar ni tenemos un cerebro que fabrica joyas a la velocidad del rayo, seamos respetuosos con los genios. Si ellos fuesen como nosotros, no serían genios. Qué se le va a hacer, no hay nada menos democrático que el talento.

—¿Tienes mascotas?
—No.
—¿No te gustan los animales?
—No, en absoluto.
—¿Oyes cómo el público se ha quedado en silencio?
—[Con una sonrisa burlona] No me presento a las elecciones. No me importa que los animales estén fuera. No me refiero fuera de mi casa, sino fuera de verdad, en la selva sudamericana. Creo que es lo justo: a fin de cuentas, yo no voy allí, ¿por qué deberían los animales venir aquí?
—¿Y los animales que hay por las calles de Nueva York?
—Ahí, en especial, es donde menos me gustan. Los perros son lo peor. Los gatos no me molestan porque se quedan dentro de sus casas, donde no los ves. Los perros están afuera, donde los ves, a ellos y a sus hobbies. He sugerido que los perros estén prohibidos en Nueva York, como lo están en Moscú. Creo que la característica sobresaliente del comunismo es que no permiten que haya perros en Moscú. Así que sugerí que se prohíban los perros en Nueva York. Y la gente me decía: «¿Qué pasa con los ciegos? ¿Qué pasa con la gente que se siente muy sola?». Propuse que los solitarios sirvan de guías para los ciegos. Así los solitarios tendrían compañía, y los ciegos podrían hablarle a alguien que les puede responder hablando también.

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10 Comentarios

  1. Quintaesencialmente, humor judío, que es en si mismo una forma de filosofía, y uno de los legitimos patrimonios culturales inmateriales de la Humanidad -su naturaleza es tan profundamente oral, que incluso en transcripciones en modo de texto uno lo siente como habla, como intercambio entre hablantes-.

  2. A mi esta señora me cae mal. Creo que es bastante hiriente y sin gracia. Piensa que es ingeniosa y no lo es, hace de personaje con la obligación de dar una réplica inteligente que normalmente es boba.

    • Yo sí le veo cierta chispa y agilidad a a la señora, aunque de genio le veo poco. Pero ciertamente desprende un aire con el que me cuesta simpatizar.

      Además no le gustan los perros, ergo ni siquiera creo que sea buena persona.

    • El último diálogo es descacharrante e inteligente.

  3. No, afortunadamente no pienso como ella. Vi Pretend it’s a City sencillamente porque estaba firmado por Marty. Y no creo que lo suyo es una pose, es sincera, solo que lo que ella hace es interpretar un papel. Ha creado un personaje y vive a lo grande gracias a él. Sólo hay que ver el timing que maneja, es una maestra…dice cosas, se detiene y espera la reacción de Scorcese, como si hiciese una lectura en frio para saber si sigue por ese camino o no, como cualquier psíquico profesional. También hay momentos en que guarda silencio, no tiene nada que decir, no tiene nada preparado para decir…me recordó a Dalí, interpretando su famoso personaje.

    Creo que hay una línea muy débil, de trazo muy fino entre los genios, hombres de talento que se dedican al humor y los verdaderos gilipollas: la humanidad, algo que esa señora no tiene. Es una mujer desagradable, inteligente, que ha logrado encontrar su nicho en Nueva York donde, como en cualquier parte del mundo, hay gente que le gusta untarse de mierda.

  4. Procastinador

    Es una imbécil. Además de fea.
    Estos reportajes tienen todos el sesgo estadounidense. Estamos colonizados y sometidos física y culturalmente a los EEUU. A fin de cuentas, Rusia no deja de ser un país europeo (probablemente el único país europeo que no se deja mangonear por los angloamericanos) y conocemos menos de los intelectuales rusos que de los soviéticos. Supongo que nuestra ignorancia forma parte de la estrategia atlántica de aislar como sea a los rusos. En realidad nos convendría que Rusia entrara en la Unión Europea. A fin de cuentas tiene recursos energéticos para aburrir y no deja de ser un vecino próximo.
    En estos tiempos en que los medios de comunicación están orquestando aversión hacia lo ruso, convendría recordar que lo que a nosotros nos interesa no es lo que a los USA les interesa.
    A mí me agradaría más conocer lo relativo al pensamiento y las ciencias rusas contemporáneas (buenos matemáticos tenían en tiempos soviéticos y G. Perelman es una manifestación de lo interesantes que siguen siendo) y, en general, a la cultura rusa que convertir en diva a un personajillo secundario y bien feo.

    • Noooo, te fuiste a la remierda.

    • borislav, beiby dongou

      ‘¡Yo he venido aquí a hablar de mi libro!’

    • Antonio Ruiz

      No creo que nadie esté en contra de los rusos o de la cultura Rusa…lo mismo sí en contra de Stalin, los siguientes dictadores, y ahora Putin. Una Rusia con un nuevo Gorbachov es lo que necesitan los rusos, los europeos y el planeta en general.
      Aparte de esto, si creo que estamos colonizados culturalmente por EEUU, pero está en nosotros y en la afortunada posibilidad de leer y acudir a infinidad de fuentes de «descolonizarnos» y quedarnos con lo bueno, que lo tienen y mucho, al igual que nuestro vecino oriental.

  5. Faithnomore

    Menos mal que aún quedan personajes con algo de chispa y colmillo. Hay demasiado buenismo aburrido. Y por lo que leo seguimos igual, el que se aparta de la senda popular y es algo irreverente, es criticado. Como le pasó a tantos artistas del pasado que ahora admiramos.
    El artículo estupendo, con interesante análisis, como todos los de este autor.

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