Sociedad

Cuando tuve ébola un rato

ébola
Ilustración: Tau.

Este artículo encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº 11 Especial «¿Quién dijo miedo?»

El 16 de mayo de 2015, sobre las nueve de la mañana, tuve ébola un rato. La decadencia —si acaso de Occidente— podría condensarse en el poder de la mente para encontrar problemas donde no los hay. Y castigarnos con ellos. La posmodernidad es drama sostenido por nuestra imaginación. 

De ese día en el que tuve ébola no recuerdo los detalles. Sí que estaba en Freetown, la capital de Sierra Leona, haciendo un reportaje sobre la pandemia de este virus que afectaba al país africano y a sus vecinos. Había viajado junto al fotógrafo Alfons Rodríguez. Nada más aterrizar fuimos advertidos de que debíamos pasar un control sanitario para acceder al aeropuerto. Descendimos del avión, caminamos hacia la terminal y allí nos recibieron varios operarios enfundados en trajes blancos de protección. Después de un largo vuelo, aquello era como llegar a otro mundo: era de noche, llovía y varios hombres enmascarados, con trajes de aislamiento, nos hablaban con voz metálica. 

Recuerdo que me tomaron la temperatura y la tensión, me hicieron rellenar unos documentos y después me dieron algunas instrucciones. La más importante era que no debía tocar a nadie. Me la repitieron dos veces. Tal vez tres. El ébola se transmite a través de los fluidos corporales. En un país tropical como Sierra Leona, donde todo el mundo suda, no era buena idea andar repartiendo abrazos. Se había retirado hasta la costumbre de dar la mano —costumbre que ya llegó a nuestras casas—. «No toques a nadie», rezaba un gran cartel a la salida del aeropuerto. Quedaba claro. 

Pocos minutos después llegué al muelle para acceder al ferry que me trasladaría a Freetown. La capital está separada del aeropuerto por una enorme ría que hay que atravesar en barco. Un trayecto corto en línea recta que ahorra casi cuatro horas de coche. 

Con la orden de no tocar a nadie todavía resonando en mi cabeza, mi impacto de recién llegado a un país donde el ébola campaba a sus anchas y el sol apareciendo por el horizonte y provocando mis primeras gotas de sudor, subí al ferry destartalado, gigante y oxidado que me llevaría a la ciudad. Junto a mí, seis mil millones de personas —percepción— que, en hora punta, iban a trabajar. Miré a mi alrededor y me pregunté cómo íbamos a caber todos en la cubierta. Obtuve respuesta enseguida: apretados.

Cuando el ferry zarpaba, me encontré en mitad de una multitud sudorosa, hombro con hombro, brazo con brazo, miles de personas en la cubierta de aquel barco que desafiaba a la lógica flotando. Miré al cielo y pensé: una hora en Sierra Leona y ya tengo ébola.

Pero no. De aquel masificado barco salí inmaculado. El capítulo que nos ocupa, el de cuando tuve ébola un rato, ocurrió unos días después. Alfons y yo concertamos una cita con la ONG Acción contra el Hambre (ACH). El encuentro iba a tener lugar temprano, en una casa que hacía de sede en Freetown. Recuerdo que llegamos algo tarde, apresurados y congestionados por el calor y la informalidad de no ser puntuales. Ser puntual en una gran ciudad africana es un milagro que nadie espera, así que no hubo problema. 

Aquellos días, en Sierra Leona, se tomaba la temperatura a la entrada de cualquier edificio público, hotel u oficina. También había check-points con soldados en busca de febriles en todos los caminos y carreteras del país. Un despliegue de termómetros digitales en forma de pistola que emitían un pitido, «bip», al apuntar al oído y mostraban la temperatura. A partir de 37,5 °C se considera fiebre vírica. Si marcaba esa temperatura o más, eras sospechoso de padecer ébola. 

Cuando llegamos a la sede de ACH, un chico del lugar me saludó sonriente, me acercó el termómetro al oído y, en cuanto pitó, «bip», lo giró para que yo mismo comprobara la temperatura y accediese al interior. Así era en todos los sitios. Como en casi todo lo que uno hace en África, el privilegio blanco involuntario subyace. En este caso consistía en que, quien te tomaba la temperatura te enseñaba a ti mismo lo que marcaba y te dejaba pasar sin ni siquiera comprobar cuántos grados figuraban en el termómetro. Si en cambio, a quien le medían la fiebre era un oriundo, el encargado sí miraba cuánto marcaba. Este tipo de detalles, sin intención, son constantes en África. Para el encargado de medir la temperatura podría suponer más problema y peor trago impedir la entrada a un blanco que dejarlo pasar con fiebre. 

Así pues, el tipo giró el termómetro con un gesto rápido y me lo mostró. Fueron solo unas décimas de segundo, dando por supuesto que yo no tenía fiebre, como si aquel chico sintiese que me molestaba el lógico protocolo. Un poco como cuando a uno le pagan en efectivo y le da rabia ponerse a contar. 

Sin embargo, tan breve destello de tiempo fue suficiente —y tanto que fue suficiente— para leer lo que marcaba aquel termómetro: 38,3 °C. Aquellas cifras se derrumbaron sobre mi cabeza, una avalancha de malestar instantáneo sobre mi sudoroso cuerpo. No tuve tiempo ni de articular palabra: cuando quise reaccionar, el chico que me había tomado la temperatura ya estaba con el siguiente y yo avanzaba hacia el interior de la estancia como un actor al que empujan al escenario.

«Hola, bienvenidos», dijo al instante una portavoz española de ACH que estaba esperándonos. «¿Qué tal estáis? Pasad por aquí, por favor». Yo devolví el saludó, sonreía y comencé a charlar. Pero en mi cabeza, obviamente, solo había una cosa: 38,3. 

A medida que avanzaba la conversación empecé a sentir todos los síntomas. Mi cabeza se puso en marcha. Tal vez mi mente consciente no recordara todo lo que me habían explicado sobre el ébola, pero mi inconsciente lo sabía sin titubeos. Empecé a notar el sofoco y cierto dolor de cabeza. Para cuando nos pasaron a un despacho y empezamos a organizar lo que íbamos a hacer aquel día, yo ya sentía dolor de huesos y mareo. A esas alturas yo creo que ya podía detectar dónde estaban los trombos que se me estaban formando. Mi mente llegó a convencerme de que, efectivamente, yo esa mañana no me había levantado bien. «¿Ves? —me dije pensando—. Cuando hoy me levanté me sentía raro, como con el cuerpo dolorido. Lo sabía (?).»

Pasados unos minutos, me incliné sobre Alfons, el fotógrafo con el que viajaba y que estaba sentado a mi lado, y lo llamé a susurros mientras la portavoz de ACH hablaba: «¡Alfons! ¡Alfons!». Alfons se resistió a mirarme, no tenía ningún sentido que le estuviera llamando a susurros en medio de aquella reunión y con la portavoz de la ONG enfrente. Finalmente se giró y me puso un gesto de «pero qué». Así que intenté ser directo: «Tengo ébola».

No manejo el vocabulario suficiente para describir la expresión que se formó en la cara de Alfons. Con una mirada de incredulidad completa volvió a girar la cabeza y siguió atendiendo a lo que nos estaban contando. De nuevo me quedaba a solas con mi cerebro, que para ese momento ya funcionaba a toda máquina mientras la portavoz de ACH seguía explicándonos cosas. 

Tras recrearme en los síntomas, comencé a diseñar el plan de evacuación y todo lo que me esperaba a mi regreso a España como enfermo de ébola. Eran aquellos los días del perro Excálibur y el médico misionero trasladado a España para curarse, con el consecuente lío político. Yo ya me veía aislado en la última planta del Carlos III, con la prensa rodeando el edificio y los titulares en prensa: «Un imbécil coge ébola y lo trae a España». «Madre mía, lo que se me viene encima», me lamentaba en pensamientos mientras la reunión seguía su curso.

Cuando ya estaba más o menos imaginando mi rueda de prensa, dando las gracias a los médicos por salvarme la vida, la portavoz de ACH se levantó y todos se levantaron también. «Bueno, pues vamos allá», dijeron todos. Yo no sabía ni a dónde íbamos, solo sabía que tenía ébola y que yo con ébola no iba a ninguna parte. 

Empezamos a prepararnos para salir y yo me deslicé, aprovechando un despiste generalizado, hacia el chico del termómetro. Me acerqué y, con tono de pedirle al camarero de las bandejas que te acerque otro canapé, le dije: «¿Puedes volver a tomarme la temperatura, por favor?». El tipo me miró con ojos de entre extrañeza y compasión, pero accedió. Otra vez el termómetro apuntando a mi oído, otra vez el «bip» y otra vez me enseña la temperatura: 36,5 °C. Fue ver eso y desaparecer todo como quien tira del mantel y se lleva todos los platos. Adiós dolor de huesos y cabeza, adiós sofoco y adiós rueda de prensa con Rajoy. Mi mente cedió y volví a encontrarme perfectamente. 

Fue en ese momento cuando Alfons se me acercó y me dijo, entre acongojado e incrédulo: «Oye, ¿qué cojones me dijiste antes? ¿Cómo que tienes ébola?». A lo que yo le contesté, lógicamente: «Tuve, tuve. Pero ya está. Fue solo un rato». 

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Un comentario

  1. Buenos dias Nacho,
    Estamos realizando un podcast desde el grado de periodismo de la Universidad Complutense de Madrid sobre el genocidio ruandés y sería un honor poder incluir todo lo que usted tiene que decir en él. Contacto con usted para preguntarle si estaría a favor de que le hicieramos una pequeña entrevista para este trabajo de investigación. Se lo agradeceriamos de corazón.
    Si está a favor de la propuesta no dude en escribirme al correo [email protected]
    Muchas gracias de antemano.

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