Arte y Letras Historia

Mujeres piratas. Haberlas, haylas

mujeres pirata
Anne Bonny y Mary Read en una ilustración de Benjamin Cole, 1754.

¡Oh forasteros! ¿Quiénes sois y de dónde llegasteis navegando por húmedos caminos? ¿Venís por algún negocio o navegáis como piratas?

(Odisea, Homero).

Si la historia de la humanidad siempre la han contado los mismos, en el territorio del mar y los piratas ha sido ya un desiderátum, sin posibilidad de cambiar hasta hace muy poco tiempo. Porque desde tiempos inmemoriales el binomio ha sido el mismo e incontrovertible: el mar es femenino, como un líquido amniótico donde viajan únicamente los hombres. Ellos se guían por la luna y las mareas, y casi siempre les ponían nombres femeninos a sus navíos y solían llevar una figura femenina en la proa. Es su territorio de caza, y para los piratas además tenía otro significado: era su territorio de independencia, el espacio de libertad donde se sentían sueltos de la sociedad, de la ley, de la consciencia. La mar, y no el mar, es ese sitio donde el pirata hacía su santa voluntad, más las islas y cuevas donde atracaban, esos sitios sin ley, ni orden, ni nada, donde la gente se arrastraba por el suelo con una jarra de ron en una mano y con la otra sacudía a otro; en fin, la idea que Hollywood ha metido en nuestro subconsciente. Total, que introducir en este binomio a las mujeres (piratas + mar) como una más de las ejecutoras del pillaje y el libertinaje resultaba ya no imposible, si no impensable. Además, entre los hombres se considera de mal fario llevar una mujer en un navío.

Pues lo cierto es que, a pesar de la contumacia con que la historia silenció a las piratas femeninas, haberlas, haylas, y desde el principio. Y cuando digo el principio, me refiero a las sociedades previas a Jesucristo, a las que florecieron en el mar Mediterráneo cinco siglos antes. El trazado de las islas griegas, su pequeño tamaño, provocaba que los grandes navíos tuviesen problemas para transitar, y esto facilitó el surgimiento de una flota de piratas con barcos más pequeños para saquearlos. La idea que tenemos de los piratas es un poco distinta de la que fue en realidad.

También son de esta época los piratas al servicio de un rey para levantar las riquezas del vecino, incluso los mismos reyes convertidos en piratas. La reina Artemisa I de Halicarnaso es una de las primeras de las que se tienen registros históricos, en las Historias que dedicó Heródoto a su tiempo. Enviudó pronto y quedó regente de su hijo. Fue entonces cuando se puso al frente de varios barcos y se hizo a la mar para piratear en favor de su pueblo, y después para apoyar a Jerjes en la segunda guerra médica contra los griegos. Fue sabia en sus consejos hacia el general persa, pero este los pasó por alto, y cayeron en la trampa que les había preparado Temístocles, perdiendo aquella batalla, la de Salamina.

Después de esto, la historia de Artemisa se pierde: Jerjes la mandó para que hiciera de madre de sus hijos en Éfeso, y nada más. Los historiadores son especialistas en convertir a una mujer que ha tenido una carrera impresionante en ama de casa, en muerta o silenciada.

Según muchos eruditos, Virgilio se basó en un personaje real, que puede que fuera una pirata o una guerrera: convirtió libremente a Elisa de Tiro y sus andanzas en la reina Dido, en su Eneida. Un personaje extraordinario que se echó a la mar antes de que su hermano la asesinase —como había hecho con su marido—. Viajando por el Mediterráneo, tras años de bregar, llegó a un lugar alejado de Tiro: allí estableció un nuevo reino, el de la floreciente Cartago, y ella sería su reina, Dido. Antes de eso, ejerció la piratería con sus navíos a lo largo del mar.

Casi trescientos años después de la huida de Elisa de Tiro para salvar la vida, tenemos otro ejemplo de reina pirata: la reina Teuta de Iliria, que llegó al trono porque su marido murió de una borrachera cuando estaba celebrando un triunfo militar. De esta forma tan inopinada se convierte en la reina regente de Iliria, una pequeña ciudad-Estado a lo largo de la costa del mar Adriático, y pronto convierte su flota de barcos en piratas, que atacan los de los vecinos para quedarse con sus riquezas. Pronto se la conoció como «el terror del Adriático». Su suerte cambió cuando se encaprichó de las cosas que tenían los romanos. Tras una serie de tiras y aflojas, los romanos asediaron Iliria, que no pudo resistir y tuvo que rendirse. Según los historiadores, hay algunos que dicen que los romanos perdonaron graciosamente a Teuta, y esta, como casi todas, desapareció de los libros. 

Las piratas de la Edad Media

Siempre por un territorio o por defender a los hijos, estas mujeres de noble origen batallaron en el contexto de la guerra de los Cien Años, en la ausencia del marido. Una, en concreto, se hizo a la mar empeñando todas sus riquezas para convencer a una tripulación de que se enrolara en su aventura. Su marido, ejecutado por el rey de Francia por (supuesta) traición, hizo que Juana de Belleville se convirtiera en pirata con su Flota Negra, porque ella pintó de negro los barcos y tiñó las velas de rojo, atacando con ellas los barcos franceses. La leonesa de Bretaña termino casándose (por cuarta vez) con un militar del rey inglés Eduardo III y se retiró de su vida de pirata, habiendo perdido dos hijos en los combates.

Cuando la guerra de los Cien Años estaba a punto de terminar, un nuevo imperio se extendía hasta el norte de África: el otomano y, junto a él, un ejército feroz de piratas situado entre Argelia, Túnez y Trípoli. Eran musulmanes, pero la mayoría no de nacimiento, sino que entre sus tropas había muchos europeos —del norte, incluso— que habían renegado de su fe para quedarse con los jugosos botines que estos les quitaban, secuestrando incluso a gente de los países que no hubiesen hecho un trato con ellos. Los corsarios más célebres fueron los hermanos Barbarroja, pero se les unió una mujer desde, que era gobernadora de Tetuán y había reconstruido aquella ciudad tras la devastación de los cristianos. No contenta con el dominio político, le preguntó a uno de los hermanos Barbarroja la forma de conseguir el permiso para piratear, y tanto España como Portugal la consideraron una amenaza, un poder naval. Sus corsarios hundían barcos, secuestraban a los pasajeros y todo el mundo sabía quién era ella: Sayyida al-Hurra, «la mujer soberana que ejercita el poder». Treinta años estuvo pirateando esta mujer, que se casó con el sultán de Marruecos pero se negó a abandonar Tetuán para ir a su harén.

Isabel I, por su parte, tuvo una ayuda en su ejército, nunca reconocida en los papeles oficiales, ni, por supuesto, de cara al exterior: los piratas con patente de corso para desvalijar barcos extranjeros, quedarse con una parte del botín y mandar la otra a las arcas británicas. Digo extranjeros cuando, en realidad, el objetivo de estos piratas eran casi siempre los españoles, los llamados «perros de mar». Perseguían sin cesar a los galeones en su rumbo desde los puertos de las Antillas a los puertos españoles y hundieron muchos de estos navíos, que iban cargados de oro y piedras preciosas. 

Todos conocemos a los famosos sir John Drake y sir John Hawkins, pero también hubo mujeres: Mary Wolverston (lady Killigrew), a favor de Isabel, y Grace O’Malley, de parte de los irlandeses. La primera pirateó con sus dos maridos y, según los registros históricos, parece que le iba más que a ellos, y que era una mujer de armas tomar. Tuvo juicios incluso ante la reina, pero gracias a sus servicios como pirata con patente de corso, esta le perdonó la vida.

Incluso la reina perdonó a la pirata que era su rival y del naciente Imperio británico: esta mujer fue recordada en las canciones irlandesas, pero no existen apenas textos sobre su vida y sus orígenes, solo leyendas. Sin embargo, parece seguro que fue la hija del jefe de un clan y que tuvo que casarse con un heredero de otro clan, los O’Flaherty, que eran especialmente rudos (no sé de qué grado de rudeza estamos hablando aquí). Tres hijos tuvo con él, y al poco tiempo este murió en una pelea y ella se encargó no solo de su familia, sino de todo el clan. Se hizo a la mar, algunos dicen que a la manera favorita de las mujeres para pasar inadvertidas en los barcos: hacerse pasar por un chico. Su conocimiento de las costas irlandesas y de las formas de navegarlas la hicieron famosa. Pero menos sabido es cómo terminó: una vez que uno de sus hijos fue detenido por la Armada británica por piratear, ella no dudó en pedir audiencia ante la reina para pedir su libertad, y a cambio ella se pondría a su disposición. Y así fue.

Las piratas de la edad dorada

Los bucaneros. Los ataques en las aguas del Caribe. Las importaciones de España. El capitán Sparrow… No, ese es de la atracción de Orlando, y luego se ha hecho mucho más popular gracias al cine de los últimos años. Es verdad que los bucaneros son los más famosos de todos, a los que Hollywood reflejó de aquella manera en sus películas, y también la idea que tenemos casi todos: pensamos en la isla de Tortuga o alguna semejante, cerca de Haití, o Jamaica —en cualquier caso, es de la que hay más escritos—. Y sabemos muchas cosas de ellos, por ejemplo, que la palabra bucanero es una versión anglizada de la francesa boucanier, es decir, una persona que usa el boucan para preparar las carnes que vendían. Porque los primeros bucaneros eran franceses, cazadores de bueyes, manatíes y cerdos salvajes en la isla, se vestían con las pieles de los animales y eran expertos tiradores.

A medida que veían los barcos españoles, y cómo se iban llenos de mercancías, a estos bucaneros se les ocurrió capturarlos con navíos mucho más pequeños y gráciles. Como eran tiradores superiores a los españoles, les era fácil quedarse con el botín. Fueron llegando ingleses expulsados de la Marina Real, hombres desde los Países Bajos, incluso hombres que habían sido esclavos. Dicen que la comunidad bucanera era democrática: todos tenían su lugar y los mismos derechos. Menos las mujeres, claro.

Hay registros de prostitutas enviadas a Tortuga, y de presidiarias desde las cárceles de Inglaterra para completar su condena. Las mujeres eran violadas y tratadas con una rudeza igual a la que se empleaba en el saqueo de barcos. Para disfrazar la situación, los historiadores suavizaron el relato e incluyeron a varias mujeres piratas. Que existieron, pero esta vez sí aparecen en los libros de piratas.

Anne de Graaf es una de ellas. Llegó a la isla Tortuga en un grupo de presidiarias y pronto se casó con el pirata Laurens de Graaf e hizo pareja bucanera con él. Cuando lo mataron los españoles, ella se mantuvo en su «quehacer» de pirata, hasta que al final fue apresada junto con toda su tripulación.

Jacquotte Delahaye llegó a ser bucanera por venganza. Solo se quedó con su hermano pequeño, puesto que mataron a sus padres delante de ellos, y el resto de su vida fue una carrera por saquear y asaltar todos los barcos españoles, vestida de hombre en las tripulaciones de bucaneros; algunos dicen que llegó a fingir su muerte para salir airosa de una emboscada y, puesto que era pelirroja, la llamaban «vuelta de la roja muerte».

Hacia 1670, la isla Tortuga quedó abandonada. Los bucaneros se trasladaron a Nueva Providencia, en las Bahamas, y desde ahí fueron ampliando el mapa: viajaron a las costas del Nuevo Mundo y las costas atlánticas, y dieron la vuelta por el cuerno de África hacia Madagascar. La Guerra de Sucesión española terminó en 1714 y todos los bucaneros se extendieron por el mundo. Es el tiempo de Barbanegra, Long Ben, John Avery, William Kidd y de otras dos piratas: Anne Bonny y Mary Read. La primera nació en Irlanda, pero se fue a Carolina con su padre, y desde allí a la isla de Nueva Providencia con su marido, el pirata William Bonny, al que pronto dejó por otro, Jack Rackham, que la llevó con él en su tripulación, donde iba vestida de hombre cuando se lanzaban al abordaje. Y fue en estos abordajes con otras tripulaciones cuando se conocieron Bonny y Read. En uno de estos fueron las dos detenidas y condenadas a muerte. Pero no fueron ejecutadas, porque estaban las dos estaban embarazadas y la ley inglesa no permitía matar a una mujer en estado, después de descubrir que eran mujeres.

La pirata más poderosa

Hay que irse a China para conocer a esta mujer, más o menos, ya que no tenemos registros sobre sus orígenes, y tampoco de su nombre —como la mayoría de las últimas piratas que hemos repasado—. Cheng I Sao es «mujer de Cheng I», y todos los demás nombres por los que se la conoce no tienen un referente escrito. Se sabe que nació en 1775, posiblemente en Cantón. No sabemos nada de su infancia: su historia comienza cuando estaba trabajando en el barco de flores, conoció al pirata Cheng I y ella le pidió matrimonio a él.

Justo a punto de casarse, se desencadenó la rebelión de Tay Son en Vietnam, y sus líderes pagaron a los piratas para luchar con ellos, aunque no les sirvió de nada y, al poco tiempo, los piratas volvieron a luchar entre sí.

Sin embargo, Cheng I tuvo una idea: unir a todos los piratas en una sola y unida flota. Tenían siete capitanes, que tenían que rendir cuentas ante Cheng. Este sistema funcionó bien durante dos años, incluso añadieron dos barcos a su flota. Pero en 1807 Cheng murió; unos dicen que en una tormenta, otros que en un combate. Su mujer, compañera de viajes y combates, se convirtió, como era lo natural, en la lideresa de aquella enorme flota, a la que puso la bandera roja. Cierto tiempo después, se llevó a los barcos al hijo adoptado de Cheng, Chang Pao, con quien se casó, aunque siguió siendo la comandante suprema de una flota enorme (de cincuenta mil a setenta mil piratas) que ningún otro pirata ha tenido. Tenían un código de conducta férreo; por ejemplo, violar a las mujeres era castigado con la muerte.

Quedan por mencionar muchas numerosas en diferentes épocas: las vikingas, las de Estados Unidos, la Dama Dragón de China… y muchas otras. Sirva esto como presentación de un tema que solo conocemos por el cine y las plataformas digitales. 

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