Deportes

Andy Murray, el gran atormentado

Andy Murray en 2014. Fotografía Marianne Bevis (CC).
Andy Murray en 2014. Fotografía: Marianne Bevis (CC).

Este artículo está disponible en papel en nuestra trimestral Jot Dow nº 12 especial Reino Unido

Dos niños de ocho y diez años caminan hacia el gimnasio de su colegio en Dunblane. Sus nombres son Andy Murray y Jamie Murray y se pasan el día hablando de fútbol —los dos son del Hibernian— y de tenis, aquellos tiempos en los que Tim Henman aún no se había convertido en una estrella y los británicos tenían que conformarse con la leyenda de Fred Perry contada una y otra vez por los periódicos cada mes de julio.

Es 13 de marzo de 1996, finales de invierno escocés, y los dos hermanos tienen clase de gimnasia a la misma hora. Mientras caminan despreocupados oyen un ruido —«como si alguien estuviera golpeando el techo con un martillo», diría un testigo— y un profesor les da la orden de volver al edificio principal, meterse en el despacho del director y refugiarse bajo las ventanas, todos sentados, cantando canciones, como si nada estuviera pasando.

Los niños son ajenos al horror. Oyen los ruidos e intuyen una cierta tensión en la profesora que les pide que sigan cantando, como en aquella película de Harry el Sucio en la que Scorpio secuestra un autobús colegial y les obliga a repetir «Old McDonald had a farm» una y otra vez. Nunca han escuchado un disparo. Nunca, desde luego, han escuchado casi cien disparos, a veces en ráfaga y a veces con una pequeña pausa para localizar un nuevo objetivo. Mientras ellos cantan, quince de sus compañeros son asesinados a sangre fría por Thomas Hamilton, cuatro pistolas en mano de paseo por un gimnasio lleno de sangre.

Los quince niños tienen cinco años. Junto a ellos muere su profesora de educación física. El propio Hamilton acabará pegándose un tiro en la boca.

La madre de los niños, Judy, oye la noticia en la radio y coge inmediatamente el coche para ir al colegio pero solo encuentra un enorme atasco. Desesperada, se baja en medio de la carretera y echa a correr. Cuando llega, la policía ya está ahí y la mete en un aula junto a otros tantos padres. Nadie sabe si su hijo ha muerto, nadie sabe quién ha intentado matarlos. Cuando ve a los niños, los abraza y llora desconsolada. La mujer sentada a su lado repite en voz alta: «Mi hija tenía clase de gimnasia, mi hija tenía clase de gimnasia…».

Entre los Murray se crea entonces una especie de pacto implícito: no volverán a hablar de la tragedia. Solo dieciocho años más tarde, Andy repasaría el tema en su autobiografía. Conocía a Hamilton. Toda su familia conocía a Hamilton. Había sido jefe de los scouts y alguna vez su madre le había llevado en el coche. Parecía un tipo normal, que dirían en el telediario. Para justificar los años de silencio se limita a escribir: «No es fácil asumir que tenías a un asesino en tu coche, ahí, sentado al lado de mamá».

El chico que no quiso ser Tim Henman

Diez años después, Andy está en San José, estado de California, disputando la final de un torneo contra Lleyton Hewitt. Es su segunda final ATP y acaba siendo su primera victoria. Junto a él, en las gradas, no está su entrenador, Mark Petchey, ni su madre, que ha preferido quedarse con Jamie en un torneo menor que se disputa en Sheffield. Sí está, sin embargo, Kim Sears, una joven estudiante de Bellas Artes a la que ha conocido esas Navidades en Sudáfrica, lugar habitual de veraneo de ambas familias.

Kim es su novia desde hace pocos meses y es la primera vez que viaja con él a un torneo. Andy sube a la grada y la besa como si acabara de librarse de una masacre. «Tendré que decirle que venga más veces», dice a la prensa cuando le preguntan por su efusividad. En su país los aficionados al deporte se frotan los ojos: ningún escocés ha mostrado nunca el menor interés por el tenis, deporte considerado despectivamente inglés y poco viril. Tanto, que Andy ha tenido que buscarse la vida en Barcelona, en la academia de Emilio Sánchez Vicario y Sergio Casal, sobre esa tierra batida que tanto detestará el resto de su carrera.

La reacción inmediata de los tabloides es adoptar a Murray como se adoptó en su momento a Henman. El año anterior, con dieciocho años recién cumplidos, Andy había llegado a la tercera ronda de Wimbledon, ¿cómo no imaginar un futuro lleno de victorias que compensen las infinitas semifinales perdidas por Henman, multitudes agrupadas en la colina que queda detrás de la pista central viendo los partidos en pantalla gigante, envueltos en sus Union Jacks?

El problema es que Murray no es Henman. De entrada, es mucho mejor jugador, incluso de adolescente. Después, no es un tipo simpático. Nada más cumplidos los diecinueve, la ITF le sancionaría por insultar a un juez en un partido de Copa Davis; después de cada punto, Andy se lleva las manos a la cara desesperado y mira al suelo soltando todo tipo de improperios. Si no es un hombre atormentado, lo parece. Funciona bajo sus propias reglas y en su núcleo entra muy poca gente: el último, Brad Gilbert, entrenador conocido por su capacidad para poner a tono a sus jugadores con sesiones físicas extenuantes en Las Vegas.

Con Gilbert vuelve a Wimbledon y esta vez llega a octavos. Lo tiene todo para ser un héroe, pero eso sería demasiado fácil. El torneo coincide con el Mundial de fútbol de Alemania y a Murray no se le ocurre otra cosa que decir: «Espero que gane cualquier selección que no sea la inglesa», con los consiguientes abucheos durante el resto de la semana. Empieza ahí una relación de amor y odio con el All England Lawn Tennis and Croquet Club. Cuando gana, es británico; cuando pierde, es escocés, y aunque el chico es bueno de narices, tanto que a los veinte años ya está entre los diez mejores del mundo, de nuevo la suerte le es esquiva: ha nacido el año equivocado. El mismo en el que nació Novak Djokovic. Un año después de que lo hiciera Rafa Nadal.

La irrupción de Ivan Lendl

Y, sin embargo, es competitivo: aún en 2006 gana por primera vez a Roger Federer en Cincinnati cuando a Federer no le gana nadie, al año siguiente fuerza cinco sets a Rafa Nadal en el Open de Australia y en 2008 rompe la barrera de los octavos y se planta en cuartos de final de Wimbledon, donde, cómo no, cae con Nadal en tres rápidos sets. El paso por Gilbert ha fortalecido a aquel delgadísimo y espigado adolescente y lo ha convertido en un veinteañero aún con problemas puntuales de lesiones, especialmente en la espalda, pero ya sin los calambres de sus primeros partidos.

Lejos de la disciplina del estadounidense, Murray da un paso más en su carrera junto a un nuevo entrenador, Miles MacIagan: gana por fin a Nadal en las semifinales del US Open de 2008 y llega a su primera final de un torneo de Grand Slam, donde pierde sin oponer mucha resistencia ante Roger Federer. Los medios empiezan a hablar de un «big four» y le incluyen en la fiesta. Tiene el potencial pero le falta algo y todos coinciden en que es mentalidad ganadora, capacidad de sufrimiento o quizá todo lo contrario, capacidad para olvidarse del sufrimiento, de las quejas, borrar ese gesto de que el mundo le debe algo y centrarse en el siguiente punto.

Después de otras dos finales de Grand Slam perdidas —ambas en Australia, en 2010 y 2011 respectivamente, contra Federer y Djokovic—, decide contratar a Ivan Lendl como entrenador. En principio, forman una pareja perfecta: Lendl fue en su momento un atormentado como él y también perdió sus cuatro primeras finales en torneos de Grand Slam. Dominó el circuito, sí, pero no enamoró a nadie. Cuando se ponía nervioso, entre saque y saque, se arrancaba las pestañas de los ojos y si alguien le cabreaba se dedicaba a tirarle bolas al cuerpo.

En los tiempos del carismático McEnroe o de los virtuosos Becker y Edberg, Lendl era el patito feo. Un patito feo, además, repudiado en su propio país, Checoslovaquia, por sus coqueteos con el capitalismo. Entiende a Andy Murray perfectamente y su cara de cemento, su gesto siempre imperturbable, complementa a la perfección los gritos de desánimo de su pupilo, sus gestos de agotamiento mental constante. En el box siguen Judy, siempre entusiasta y puño en alto, Kim, convertida por la prensa en una WAG de élite, y entra aquel tipo serio e inexpresivo que es la clave de todo. «Cuando le veo ahí, me tranquiliza», dice Murray cuando le preguntan, como si pudiera ser de otra forma.

Juntos alcanzan una cuarta final de Grand Slam, en Wimbledon, la primera vez desde los años treinta que un británico llega tan lejos en el torneo local. Como es de esperar, la pierden. Ante Federer, por supuesto. La cosa va bien hasta que empieza a llover y tienen que jugar bajo techo. La primera vez en la historia que sucede y le sucede a Murray. Sin viento de por medio, Roger es superior y gana en cuatro sets. Murray se echa a llorar en el hombro de su madre. Por unos días dejará de ser británico y volverá a ser escocés.

Los fugaces días de vino y rosas

Cuando digo «unos días» quiero decir unos días, no más. Al mes siguiente, Federer y Murray vuelven a enfrentarse en Wimbledon, de nuevo en la final. Se trata de los Juegos Olímpicos de Londres y el patriotismo británico está en todo lo alto. Afortunadamente, esta vez Andy ha conseguido mantener la boca callada y todo el público está volcado con él. No hay una «Andy´s Hill» ni proliferan los grupos de fans, pero ese día cambia algo: ese día, por fin, Andy gana. Y gana en tres sets. Y su medalla de oro, a la que añade otra de plata en dobles mixtos junto a Laura Robson, no solo llena su orgullo sino el ya copado medallero de Gran Bretaña. Héroe nacional sin matices junto a Bradley Wiggins, ese entrañable borrachín.

Son los mejores meses de la carrera de Murray: en septiembre gana por fin el US Open y en julio de 2013 se impone en Wimbledon, ambas victorias ante Novak Djokovic. El «efecto Lendl» ha funcionado y Andy llega al número dos del mundo, aprovechando la lesión de Nadal y la escandalosa baja forma de Federer. Tiene veintiséis años y todo, en apariencia, está bajo control: la boda con Kim es inminente, o eso anuncian los tabloides, la imagen de la pareja la lleva Simon Fuller, el hombre que empujó a la fama a las Spice Girls y al matrimonio Beckham, y su trabajo es tan eficaz que le convierte en una de las personas más queridas en el Reino Unido. Entonces, se lesiona. Un dolor en la espalda insoportable que le hace pasar por quirófano y arruina sus posibilidades de competir al más alto nivel durante meses.

Toca de nuevo empezar de cero. Cuando comenzó su carrera, aquel beso apasionado con Kim en las gradas de San José, The Guardian publicó un artículo llamado «Murray, el gran romántico». A mí me gusta más verlo como un Sísifo que solo de vez en cuando llega a lo alto de la montaña, tan de vez en cuando que enseguida se le olvida. No puede contar en esta ocasión con Lendl, que decide abandonar la relación por falta de tiempo, quizá consciente de que la tarea es inmensa. Para suplirle, Murray toma otra decisión valiente: contrata a una mujer, Amélie Mauresmo.

Mauresmo no es una cualquiera: no lo es en el terreno deportivo —fue número uno de la WTA en tiempos de Hingis y ganó un par de torneos del Grand Slam en medio del dominio de las Williams— y no lo es en el personal: Amélie, de rasgos duros, masculinos, es lesbiana y tuvo que salir del armario ante el acoso de los medios y las bromas de la propia Hingis sobre su virilidad. Sabe lo que es sufrir. Sabe lo que es pasar de puntillas por los concursos de popularidad. 

Con Mauresmo acompañando a Judy y a Kim, Murray hace un otoño de 2014 perfecto, gana casi todo lo que juega y se clasifica para el Masters de Londres. Cuando llega la cita, sin embargo, las preguntas no tienen que ver con su milagrosa recuperación, su trabajo de meses que por fin causa efecto… sino con el último jardín en el que se ha metido.

«Let’s do this!»

El nacionalismo de los Murray nunca ha sido un secreto, como no lo es el de Guardiola o el de Piqué, y no pasa absolutamente nada. El hermano mayor, Jamie, se ha pronunciado varias veces al respecto y si Andy no lo hace más a menudo, aparte de citar Braveheart como su película favorita, es por una cuestión de imagen. Su madre, Judy, como capitana del equipo británico de Copa Federación no puede sino quedarse al margen.

Todo esto hasta que llega el 18 de septiembre de 2014 y se celebra el referéndum con el que Alex Salmond pretende comenzar el proceso de independencia de Escocia con respecto al Reino Unido. Andy se levanta por la mañana, enciende su Twitter y pone un mensaje no demasiado escandaloso: «Un gran día para Escocia. La campaña negativa del “no” en los últimos días ha cambiado mi visión sobre el asunto. Estoy ansioso por conocer el resultado. ¡Hagamos esto!». Ese «Let’s do this!», con exclamación incluida, inunda Twitter y la prensa amarilla y provoca incluso amenazas de muerte para Murray como si él no supiera lo que es una amenaza de muerte de verdad.

De nuevo, una lucha inútil: su tuit vale para enemistarse con media Inglaterra pero no sirve para que gane el «sí» en la votación. De hecho, Murray ni siquiera puede votar porque vive… en Inglaterra, en concreto en el elitista condado de Surrey. 

Al menos, da la cara con dignidad, aunque también con cautela: «Me arrepiento del tuit, no me arrepiento de ser independentista», dice cada vez que le preguntan por el tema. En su boda con Kim se pone un kilt verde y azul, como manda la tradición. Ahí están su madre y su padre, porque Murray también tiene un padre, de hecho vivió con él buena parte de su infancia, después del divorcio. La fiesta es enorme y supone una pausa a tanto escándalo.

En la pista, poco a poco vuelve a ser el que era, incluso mejor: ya gana a Nadal y le gana en tierra batida. En enero de 2015 disputa su octava final de Grand Slam, de nuevo en Australia y de nuevo contra Djokovic. Pierde, como también pierde en semifinales de Roland Garros, y en semifinales de Wimbledon ante Federer. La vida entendida como un eterno retorno o un día de la marmota. Su mujer sonríe cuando la enfocan las cámaras, su madre ha dejado de participar en el Mira quién baila británico y ya no lanza piropos en público a Feliciano López. Su perra Maggie May actualiza regularmente su propia cuenta de Twitter.

Hay una especie de calma en el seno de la familia Murray. Todos sabemos que no va a durar demasiado.

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6 Comentarios

  1. Muy buen artículo!

  2. Gracias!! Qué gusto leer estos relatos!!

  3. Magnífico como siempre Guillermo

  4. Blunsburibarton

    Dos recuerdos me han visitado con la lectura del texto.
    1. La sensación de que durante un tiempo, que ahora no sabría decir si se debe medirse en meses o en años, en el circuito se habló del Big Four precisamente para incluirlo entre los mejores. Expresión que ahora me parece un tanto difícil de explicar al ver el palmarés de finales perdidas en los GS. Once finales y ocho derrotas ante Djokovic y Federer tras consultar su página de Wikipedia. En las tres superficies. Hasta cinco veces llegó al último partido del AusOpen sin poder llevarse el trofeo a casa.
    2. La impresión de que su afán independentista quizás se haya diluido en el tiempo. ¿Somos capaces de imaginarnos a Guardiola encabezando un desfile con la bandera española? Murray portó la Union Jack en la ceremonia inaugural de Río2016 tan campante.

    • Creo que tú mismo estás contestando al punto 1. Once finales de GS es un dato impresionante. Desde Sampras y Agassi, sin contar el Big Three, seguro es el único

  5. Pepe Mendoza

    Todos sabemos que no vamos a durar demasiado, pero los artículos de Guillermo Ortiz nos ayudan a olvidarlo.

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