Arte y Letras Literatura

Nunca, nada, nadie como Miguel Espinosa (1)

Miguel Espinosa
Miguel Espinosa. Retrato por cortesía de la página web www.miguelespinosagirones.es

«Queridas autoridades, sustancias análogas…». Este año se cumplen cuarenta de la muerte del extraño escritor que fue Miguel Espinosa, autor de líneas geniales como ese encabezamiento, palabras o acepciones inventadas (fricar, por ejemplo, en el sentido ese que estás pensando) y una obra inclasificable siempre, apabullante por momentos, divertida en numerosas ocasiones y de constante y altísimo vuelo filosófico. ¿Cómo es posible tan extraña mezcla? Él mismo encarnaba una extraña mezcla.

Para empezar por el principio, este escritor murciano nacido en Caravaca de la Cruz el 4 de octubre de 1926 se consideraba muy seriamente griego porque nunca nadie fue de donde quiso, salvo él: «Por necesidad soy griego y por casualidad no lo soy», dejó escrito en Asklepios, la particular autobiografía que no vio publicada. ¿Asklepios, biografía? Miguel Espinosa escribió esa obra a los treinta y cuatro años y allí explicó algunas cosas sobre su particular cualidad de griego y sobre su particular persona: «Mi interioridad o demiurgo apareció como presencia y hallazgo de la Hélade, dentro de mí nacida por emanación. Sentado entre los libros, en los bancos del colegio, sentía ausencias o ensimismamientos repentinos. Eran la llamada de la Grecia que raptaba mi ánimo con irremediable fatalidad». Aquel niño ensimismado creció y, al contrario de lo que suele suceder, no se zafó de aquella sensación como una serpiente abandona su piel, sino que el sentimiento creció con él y se hizo indistinguible. Espinosa se convirtió en un adulto en perpetuo pasmo ante el mundo. ¿Es que nadie veía lo que él veía? ¿Nadie sentía o percibía lo que él sentía y podía percibir? No. Nadie, nunca, nada como Miguel Espinosa. Vaciado así del habitual mundo de los humanos, se dejó agarrar por el destino: tendría que escribir y lo haría como solo Miguel Espinosa podría hacerlo.  

Nadie ve lo que ve Miguel Espinosa

De pequeño creció entre mujeres y conoció de cerca, más bien desde dentro, su intimidad: un recinto sagrado donde ellas, olvidando su presencia y casi su existencia, hablaban y actuaban libres. En el libro que le dedica su hijo Juan Espinosa, explica este: «En Caravaca, cuando Miguel Espinosa tenía seis o siete años, sus tías se subían con las amigas a la cámara de la casa. Todas mozas, allí hablaban libremente; gastaban bromas y reían; incluso se cambiaban de ropa, o jugaban las unas a probarse los vestidos de las otras. Solo permitían entrar a mi padre, cándido paje, en razón de su poca importancia. Cierta vez, entregadas a esos juegos, la ocurrencia de alguna levantó sonrojos, protestas fingidas y risas. En medio de la algarabía, otra reparó en el pequeño, atento y serio. Entonces plantose ante él, y, todavía en combinación, acaso para tranquilizarse, dijo con voz cristalina: «¿Verdad, Miguelito, que tú no entiendes estas cosas?». 

Ni las entendía entonces ni llegó a entender jamás los juegos sociales de la edad adulta, de los que fue espectador privilegiado y cronista. Aquel pequeño intruso, profesional de las vidas ajenas, creció y pasó rápido por la adolescencia porque la muerte de su padre lo arrastró a una adultez temprana, sin poder desprenderse del asombro, de la mirada con que de niño contemplaba un mundo que siempre sería el de los otros. Con esta cualidad en buena forma llegó a la universidad en 1944 para estudiar Derecho. Lo hizo sin convicción, para cumplir el deseo de su padre, pero lo que allí vio le cambió la vida. Parecía distraído… Simplemente él estaba a otras cosas y así lo explicaba en el documental que en 1989 dirigió Primitivo Pérez

Pasé a una universidad muy pequeña en el aspecto intelectual. Íbamos unos treinta a primero de Derecho y de los treinta, veinte eran conocidos por los profesores porque eran hijos de don fulano o (…). Yo veía cómo se ponían la muceta, el birrete y como se reunían en las inauguraciones de curso. Veía al becario temblar, estudiar por las noches, preparándose su porvenir ya desde los diecisiete años, pensando en la notaría. Veía la sumisión, el gesto de los catedráticos, que cuando te acercabas a hablarles no se paraban, sino que seguían andando y tú ibas detrás y si ibas por el lado derecho, miraban a la izquierda… Y esto que parecía normal a la gente de aquel tiempo a mí me parecía inaudito, y más que inaudito, insólito que es la característica del artista. Porque, por ejemplo, la gente que en 1943 veía el Nodo, veía a Hitler y a Mussolini y los veía tan normales, pero hoy la gente del 78 que ve ese mismo Nodo se echa a reír. 

Nadie escribe como Miguel Espinosa​​ 

El primer libro de Miguel Espinosa es un ensayo sobre Estados Unidos, un país donde nunca estuvo y cuya lengua no dominaba. Lo hizo con los únicos mimbres de sus particulares puntos de vista. «La historia comienza cuando un día sucede a otro día, es decir, cuando el hombre se revela como animal de memoria», se lee al inicio de sus Reflexiones sobre Norteamérica. El texto, que llamó la atención de Enrique Tierno Galván —él firmaría el prólogo en las ediciones que vendrían— y también de Fraga Iribarne, lo publicó Revista de Occidente en 1957. Pero Espinosa no siguió por ahí, se dedicó a la novela y más que a la novela a la obra literalmente, a la construcción de un mundo nuevo donde pudiera volcar todos los asombros que había atesorado, anotado y que barajó durante los dieciocho años de escritura que duró la gestación de Escuela de Mandarines. Estas son sus primeras líneas: 

Hace milenios de milenios existía un famoso Estado, llamado Feliz Gobernación, aunque, en verdad, la dicha solo pertenecía allí a unos pocos, como descubrirá quien prosiga leyendo. Seis castas formaban el suceso: unos mandarines; unos legos, auxiliares de aquellos; unos becarios, aspirantes al mandarinazgo; unos alcaldes, lacayos rurales del Poder; unos hombres de estaca, también apodado soldados, y un Pueblo. Por encima de las castas reinaban un Gran Padre Mandarín y un Conciliador, generalmente Dictador.

Vámonos. ¿Qué es Escuela de Mandarines? «Es la mostración de toda una comunidad y de toda una cultura», afirma su autor en entrevista en TVE en 1981. Se le puede llamar novela de aprendizaje, cosmogonía, distopía… «Es todas esas cosas y ninguna de ellas», prosigue Espinosa. Porque siempre se quedarán cortas las definiciones o etiquetas. Escuela de Mandarines es un tinglao fenomenal donde está todo y están todos: sus setecientas páginas comienzan con casi cincuenta de personajes. Por allí desfilan Falacio, Bienrelacionado, Boquita Ortodoxa, El sonriente, Conductor de Sumisos, Derruidor, Divino Becario, Eterno Becario, El Mendrugos, Imbecio, Lengua Fácil, Pozo de Definiciones, Luz de Untuosos, Susto de Escépticos, Tapicero Reflexivo, Torrente de Adulaciones… También andan por ahí con sus propios nombres (y otros) Miguel Espinosa, su madre, su amada-amante, el padre de esta última, su amigo… 

¿Y cómo es la cosa en ese universo literario? Eso Espinosa lo cuenta en verso porque sí, porque para eso inventa uno el mundo o su mundo literario a su antojo. El autor se permite el poema, el teatro, el aforismo, no deja la sátira, inventa las listas como género literario… mientras lanza a su personaje y alter ego, al Eremita, a darse una vuelta por el lado más salvaje de la Feliz Gobernación hasta desentrañar así su funcionamiento y secretos.

Los mandarines deciden,

los legos ordenan,

los becarios esperan, 

los cabezas rapadas rigen

y la gente de estaca se hace cumplir

¡Oh Feliz Gobernación!, ¡Oh Feliz Gobernación!

¡Qué bien está que haya mandarines,

legos, becarios, cabezas rapadas

y gente de estaca adicta.

(…)

Con esta obra apabullante publicada en 1974, tras no pocas dificultades y rechazos, Miguel Espinosa ganó nombre, cierto reconocimiento y el Premio Ciudad de Barcelona. En adelante, los demás se referirían a él como escritor, aunque a él esto le daba bastante igual; desde hacía años había aceptado esta condición como único destino y a él estaba consagrado. Escribía de noche, de día, anotaba, grababa y reproducía… No hacía otra cosa, de modo que la vida, lo que normalmente incluye el pack —emparejamiento, hijos, amigos, amantes, mejores y peores circunstancias laborales, económicas— era lo que pasaba mientras él obedecía a su implacable vocación literaria.

Escribió mucho, publicó poco… En la década de los setenta redactó otra de sus grandes obras, La fea burguesía. La revisó en 1980 y se publicó en 1990, ocho años después del infarto que acabó con su vida. Esa obra toma la forma de un sistemático tratado de ciencia natural —acaba siendo moral— para analizar los pormenores de la clase media y la clase gozante, las dos partes en que se divide La fea burguesía. Nadie, nunca como él para definir su propia obra. Basta el ejemplo de estas líneas y casi de cualquier línea de La fea burguesía: 

Pili y Clavero, Pravia y Mili son burgueses. Los burgueses resultan sustancias hermafroditas, danse por parejas; ella y él. Un hombre no puede encarnarse burgués si la esposa no sigue su parcialidad; una mujer no puede subsistir burguesa si su marido no se adscribe a la facción (…). 

Clavero y Pravia piensan que las ánimas vienen al mundo para alcanzar éxitos; el éxito se resume en poseer dinero, y se prueba mediante la constante adquisición de bienes. Clasifican los bienes en tangibles e intangibles; son tangibles: los automóviles, las viviendas, las máquinas hogareñas, las vestimentas, las mantenencias; son intangibles: el sol de las vacaciones, las excursiones, las actitudes en grupo, los ritos de ciertos actos (…). 

Estos son los valores de Pili y Mili, de Clavero y de Pravia: primero, un salario alto y fijo; segundo, un automóvil; tercero, una vivienda confortable en un edificio diferenciado; cuarto, colegios sobresalientes para los hijos; quinto, veraneos en una playa concurrida; sexto, reuniones ligeras, a lo largo del año, con personas de su parcialidad; séptimo, excursiones sabatinas; octavo, celebración de fiestas rituales: aniversarios de bodas, cumpleaños; noveno, una casita de recreo. Fuera de ello, nada desean; tampoco necesitan Divinidad alguna.

Después de párrafos como estos, ¿qué sentido tiene intentar la práctica de la crítica literaria? La mejor es la que se calla ante una cita o la que lo recomienda sin más porque nada puede igualar a las carcajadas propias, a los personajes conocidos o situaciones personales que vienen a la mente de cada cual al leer líneas como esas. De nuevo, nunca, nada, nadie como Miguel Espinosa y su escritura. 

Nadie, «salivilla», insulta como Miguel Espinosa

¿Cómo no está aceptada ya por la RAE esta palabra que designa a aquel que a fuerza de hablar mucho —y con frecuencia adular mucho— va acumulando restos visibles blanquecinos del despliegue en las comisuras de los labios? Es tan gráfico, tan asquerosito el término que resulta perfecto. Se le ocurrió a él porque el inventor de un mundo literario nuevo no podía dejar de crear un vocabulario nuevo con nuevos insultos y una sintaxis también nueva porque para Espinosa, alguien es básicamente no lo que dice, sino cómo lo dice. Era capaz de reconstruir una persona, un carácter, a partir de una expresión. «Como los paleontólogos reconstruyen esqueletos de animales gigantescos, a partir de un huesecillo, así deduzco yo el carácter de alguien, con una sola frase», recuerda su hijo en la obra Miguel Espinosa. 

Con la exuberancia habitual, con la invención de enumeraciones y yuxtaposiciones como género literario, uno de los personajes de La fea burguesía se define en negativo como: «Pedigüeno, cuentacéntimos, oficioso, esperadádivas, lomocurvo, quitamotas, sablista, parchista, acatante, implorante, cedepasos, entremetido, mendigón, reverente, melosillo, postulante, salivilla, indigente, complaciente, respetuoso, pelón, sumiso y paciente, que temen y sufren… ¡Esto no soy, sino diplomático!». 

Miguel Espinosa insulta mucho, muy variado y muy bien. Insulta tan bien que no parece que está insultando. Lo hace a fuerza de expresiones, retratos que, en ocasiones necesitan aterrizar en las palabras acostumbradas o soeces incluso para ayudar a centrar la cuestión. En Escuela de Mandarines, uno de los personajes explica:

 (…) sigo a un cierto Sonsabio, 

Ditirámbico del Hecho, 

Elector de Vocablos Ortodoxos, 

Promotor de Celebraciones Aniversales, 

Procurador de Leyes Aplaudidas, 

Laudo de Soluciones, 

Mentor de Jornales, 

etcétera, etcétera, que tales cargos, más otros ciento quince, disfruta con salarios. Es el mayor palabrero, mentiroso, enredador, salivilla y delator del reino; todo, en suma, perdonable, si no fuera también el mayor tonto. Por eso fue proclamado Filósofo Enmucetado y Contrastado, exaltado al plinto y coronado infalible (…). Sus discursos son tantos y tan disparatados y despensados que nuestro Lamuro ha querido recogerlos y editarlos, porque espera que, al leerlos, el Imperio se cague, se mee y se descoyunte de risa.

Sustantivación de adjetivos, conversión de complementos circunstanciales en acusativos, volteo de verbos intransitivos a transitivos… Todos estos fenómenos lingüísticos presentes en las obras de Espinosa no son casuales ni mucho menos gratuitos. El escritor tiene un plan: cargar el mundo de sustancia como manifestó en entrevista con José García Martínez en julio del 1978: «Yo quiero siempre acuñar la frase y transformar la acción en sustancia». ¿Aburrirse, pues? De ninguna manera, a los personajes de Espinosa les entra o algo les causa ‘aburrición’ y qué fina es esa definición que incorpora la sensación de algo que cae a plomo sobre uno como un deber impuesto, como una losa. La literatura de Espinosa es un vapuleo constante, una feria, una fiesta: es escritura contra toda aburrición.

(Continúa aquí)

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