Sociedad

La batalla de Pekín (Crónica de una victoria inverosímil)

Imagen Málaga TechPark. pekín
Imagen: Málaga TechPark. pekín

Este artículo está disponible en la revista Jot Down Places.

Se está hablando mucho de Málaga. Hay ruido en las redes y reportajes especiales. Bien está. La luminosa ciudad se ha llenado de museos, actores, ciclos de conferencias, funciones teatrales y tertulias de artistas e intelectuales ―a la violeta y de los otros―. Hay un hormigueo incesante, un irvenir febril, un je ne sais quoi en sus mentideros y en sus calles, cada vez más llenas de flâneurs ―actividad que se ha democratizado y ya no está solo a disposición de los rentistas―.

Hay quien cree que Baudelaire pensaba proféticamente en Málaga cuando escribió lo de Fourmillante cité:

«Hormigueante ciudad, llena de sueños,

donde el espectro en pleno día agarra al transeúnte».

El ascenso a leyenda de Chiquito de la Calzada prefiguró esta notoriedad. Chiquito vino a laxarnos un poco del empacho de Picasso.

Ya sabemos que los fenómenos de popularidad repentina no suelen ser repentinos; son preñeces de largo hálito; son procesos que convergen desde distintos campos: económico, tecnológico, cultural, académico y los que fuera menester. En ocasiones acaban siendo el parto de los montes, aunque no esta vez: el ruido es grande, pero no desmedido, como los méritos que lo producen. Hay armonía.

Puede decirse que hay una idea, un «proyecto de ciudad» (denotación pretenciosa de un concepto interesante), en el que muchas de esas causas han encontrado acomodo, y no sería leal hurtarle su parte de ese mérito a Paco, el dinámico alcalde, de exquisita cortesía, quien, mientras le regala a la política municipal sus divertidos regates a la Miguel Hernández («Me voy, me voy, me voy, pero me quedo»), no para de tramar proyectos que encajen en ese proyecto-marco de ciudad. Paco es un gran tramón.

Una de las cosas que más ha contribuido a cambiar la percepción externa que se tenía de la ciudad es Málaga TechPark, antes conocido como Parque Tecnológico de Andalucía (PTA). Se trata de una historia de éxito que viene de lejos y que se puso en marcha bajo otras administraciones, pero ha sido adoptado por esta como uno de sus campeones en lo que, sin ser imaginativos, llamaremos la modernización de la ciudad. Hoy alberga más de seiscientas empresas en las que trabajan veintidós mil personas: ciudad dentro de la ciudad; ciudadela tecnológica.

Pero dejemos los fríos datos, que conducen al tedio.

Ese proyecto, que desde el principio trabajó para que Málaga no fuera conocida solo por el turismo soliplayero, chiringuital y hamaqueño, y que ha creado múltiples canales de trasvase y comunicación entre la Universidad y las empresas, ha sabido, además, trascender el ámbito local y lograr una relevancia internacional tan notable como insospechada al principio.

Esta es la crónica de cuándo, cómo y dónde empezó esa relevancia.

***

Pekín (hoy Beijing, mas no para mí), verano de 1995. Distrito Haidian. El Hotel de la Amistad se había construido muchos años antes, en homenaje a una época en la que China y la URSS fingían amarse. El maoísmo aún no había empezado a acusar al PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) de enemigo de clase, renegado, revisionista y criminal, y parecía que trabajaban juntos por llevarle al mundo entero la buena nueva del marxismo-leninismo liberador. ¡Ah! Las primeras luces del nuevo albor se seguían atisbando en un lejano pero imparable horizonte de bienaventuranzas por llegar: la dictadura del proletariado. Íbamos a comer perdices.

Pero esa historia de amor se agostó pronto y en 1995 no quedaba ni rastro de ella. El hotel rememoraba algo que había dejado de existir, salvo que la agresión de Rusia a Ucrania y el reverdecimiento de un comunismo más descarado en China hagan nacer un nuevo idilio. Yo estaba en Pekín, dedicado a mis cosas con fruición y provecho, y me hospedaba casualmente en ese hotel; por eso fui impertinente testigo de los curiosos acontecimientos.

Lo recuerdo bien: parejas de soldados, metralleta al hombro, recorrían los larguísimos y poco iluminados pasillos; sin duda vigilaban para que la voluntad del pueblo no se torciera, pero se hacía raro ver metralletas en un hotel. Los soldados eran flacos y menudos, desaliñados, y los uniformes les quedaban grandes. Eran de una marcialidad cantinflesca. El prêt-à-porter estaba poco fino en China, que aún no era lo que hoy es, aunque los que mirábamos un poco más allá de nuestras narices ya veíamos acercarse un ogro malhumorado y sempiternamente ofendido. Bajo el brazo llevaba una carpeta: «Facturas históricas».

Recuerdo también un urbanismo lisérgico. Había aún pocos rascacielos y los que había estaban rodeados de casuchas desvencijadas de ladrillo y hasta de adobe, de una o dos plantas, de hechuras endebles, viejas, que parecían adosarse a las modernas moles como las lapas a las rocas. Eran, en su mayoría, pequeñas tiendas y talleres de zapateros, guarnicioneros, sastres y casas de comidas que parecían querer apuntalar los rascacielos, como temiendo su desmoronamiento. Eran centenarios percebes arracimados en total caos contra la neonata modernidad. Las avenidas ya eran clamorosamente anchas, pero aún había pocos coches. No obstante, a la menor señal de embotellamiento, los autobuses no dudaban en subirse a las aceras, como paquidermos arrasadores, para seguir su marcha. Más valía apartarse.

Había pocos coches, como digo, pero riadas de bicicletas. Antes de cruzar una gran calle mirábamos a derecha e izquierda y nos sentíamos mareados al ver centenares de ciclistas venir desde ambas direcciones como gigantescas congregaciones de estorninos. Pedaleo vivo, pero a la vez cansino, de una diligencia resignada; ciclistas invariablemente vestidos de gris oscuro o de negro. Plagas. Langosta. Marabunta.

***

En el Hotel de la Amistad se celebraba un congreso de la asociación internacional de parques tecnológicos, proyectos de nombre engañoso, pues, aunque se ocupan de ciencia y tecnología, su verdadero objetivo es impulsar la creación de empresas nuevas y el crecimiento de las que ya existen. Estos parques tecnológicos son, valga el símil, los polígonos industriales de la nueva economía del conocimiento (transferencia de tecnología, innovación, gestión de redes y toda esa jerga enfebrecida de los global managers y los CEO, ya saben: neoliberalismo quintaesencial, según algunos).

Varios centenares de miembros de la IASP, que así se llama esa asociación, de sesenta países estaban reunidos para hablar de sus asuntos, entregarse promiscuamente a la fertilización cruzada, traspasarse conocimientos y, en fin, hacer cosas modernas.

Según me enteré, esa asociación quería dotarse de una nueva sede mundial y de un nuevo equipo de gestión, estable y más profesional, y, para elegir dónde estaría la nueva sede, se había organizado un concurso entre sus miembros. Al decisivo congreso de Pekín llegaban seis candidaturas: París, Ámsterdam, Sídney, Barcelona, Madeira y Málaga.

El proceso previsto era el siguiente: una comisión del Consejo de Dirección de la IASP seleccionaría dos finalistas de entre esas seis candidaturas, que se someterían al veredicto de la asamblea general de socios del último día. 

En las conversaciones que los congresistas mantenían en el bar del hotel, con las copas de cierre de jornada (en 1995, Pekín no era un sitio para salir mucho de noche), me pareció detectar que la cosa estaría entre París y Ámsterdam, que ellas serían las dos finalistas, por su peso específico como centros de economía, de inversiones y de tecnologías avanzadas. Las otras cuatro, y, en especial, Málaga y Madeira, eran percibidas, e incluso ya tratadas, como underdogs, las simpáticas pero seguras perdedoras frente a las dos capitales centroeuropeas.

Con esas cartas, que parecían ya echadas y hasta marcadas, la delegación de Málaga TechPark recibió la visita inesperada de uno de los integrantes de la comisión que seleccionaría las dos ciudades finalistas y que, rompiendo tal vez algunas normas tácitas de discreción, les descubrió su intención de porfiar en que Málaga fuera una de las elegidas. Las razones que les dio fueron estas:

  • Muchas cosas habían cambiado, y aún habrían de cambiar más, con la llegada triunfante de la economía global del conocimiento y las idolatradas TIC (tecnologías de la información y la comunicación), y lejos de oponerse a esos cambios, era mejor abrazarlos y estimularlos.
  • Las nuevas TIC nos estaban liberando de la tiranía de la distancia, de la dictadura de la geografía.
  • Los conceptos centro y periferia habían cambiado. La centralidad (que seguía siendo una cualidad indispensable para gestionar y coordinar redes) no dependía de la ubicación, y ni siquiera de la demografía, sino de la «conectividad». Con buenas conexiones, capaces y rápidas, a Internet se podía ser «centro» aun estando en el extremo sur de Europa; inversamente, con conexiones pobres, se era «periferia» aunque se estuviese en Manhattan.
  • Una red mundial como IASP debía dar ejemplo y apostar por ese nuevo concepto de centralidad virtual más que geográfica.
  • Málaga podía ser David frente a los dos Goliats.

Los malagueños comprendieron pronto que sus escasas posibilidades pasaban por sacar su candidatura de una competición subastera, de ver quién daba más en términos económicos. Todas ofrecían más o menos lo mismo (infraestructuras y algo de dinero para la creación y el lanzamiento de la sede), excepto Barcelona, que andaba algo perpleja, intentando averiguar más bien qué le darían a ella por albergar la sede si resultaba ganadora. Necesitaban llevar la competición al terreno de las ideas, al ring filosófico o, al menos, sociológico, y el hilo argumental del que, desde ahora, llamaremos el Aliado les daba armas interesantes.

Naturalmente, había que esperar la decisión de la comisión, donde no cabía hacer ningún lobby. Si el Aliado se salía con la suya, se plantearían una intensa campaña de captación de votos para la gran final y trabajarían con ese armazón argumental.

Al día siguiente, un portavoz del Consejo Internacional de Dirección anunció la decisión: las finalistas serían París y Málaga. Me cuentan que hubo un cierto estupor en la sala ante el impensable apartamiento de la meritoria candidatura de Ámsterdam, que era favorita para muchos. Por otro lado, París, eliminada su gran rival, ya se veía ganadora. La capital del mundo (los franceses aún conservaban una inocencia chovinista y voluntariosa y la veían así) no iba a perder contra una lejana y pequeña ciudad de provincias, con la luz y el sol como único patrimonio ―porque Picasso, sí, de acuerdo, Picasso, oh là là, pero, hablando en serio, ¡Picasso era parisino!―. Los franceses vendían grandeur, sin advertir que esa grandeur ya estaba un poco como la cabaretera del tango, fané y descangallada.

La candidatura de París creía contar además con un arma decisiva. Desde hacía meses habían trabajado, incluso diplomáticamente, para que el voto de los miembros chinos de IASP les fuera favorable, y celebrándose el congreso en Pekín, calculaban que ese voto podría ser el golpe decisivo para su triunfo. La delegación malagueña pronto comprobó que esa maniobra había existido y se entrevistó con los señores Wu y Ma (los nombres son reales), que representaban por allí al Ministerio de Ciencia y Tecnología y al Ayuntamiento de Pekín. Wu y Ma confesaron, circunspectos, que no podían interceder para que los miembros chinos votasen por Málaga, aunque no reconocieron que su voto ya estaba decidido. Tras ese primer encuentro, el chino Wu (el chino Ma había salido misteriosamente de escena) se daba media vuelta, despavorido y avergonzado, en cuanto divisaba a los tenaces malagueños por los pasillos.

Lo que la delegación francesa, en su torpe arrogancia, no había advertido es que, por aquel entonces, la mayoría de los miembros chinos de la asociación no eran aún miembros titulares, sino miembros asociados, por lo que no tenían derecho a voto. Se cayeron del guindo poco antes de empezar la asamblea general, pero, no obstante, seguían confiando en ganar. Esa misma arrogancia los había llevado a sestear cómodamente los dos días antes de la asamblea.

La delegación malagueña, sin embargo, se lanzó a una frenética caza del voto, con disciplina prusiana y dotes organizativas insospechadas, persiguiendo uno a uno a los asistentes que aún no parecían tener su decisión tomada. Incluso decidieron llamar por teléfono a docenas de miembros que no habían podido viajar a Pekín para pedirles que mandaran una delegación de voto en su favor. La diferencia horaria los obligó a pasar dos noches en blanco, poniendo conferencias y faxes a medio mundo (aún había más fax que email).

Para ponerlo fácil ofrecían mandar ya preparado el texto que solo deberían firmar y reenviar por fax. Pero surgió un grave obstáculo: la única máquina de escribir con teclado occidental estaba en una indescifrable oficina, a varios kilómetros del hotel, y para poder usarla necesitaban la autorización de un comité del pueblo, de nombre igualmente indescifrable. Un inverosímil comité del pueblo podía hundir definitivamente las pocas posibilidades de victoria de Málaga TechPark. Pero lograron localizar al presidente de dicho comité y obtener la autorización. El vodevil que fue conseguir la máquina de escribir reportó un interesante puñado de inesperados votos de última hora.

Pero aún iban a producirse dos sorpresivos golpes de timón que resultaron decisivos. En aquellas fechas, Francia había decidido reanudar sus pruebas nucleares en el atolón de Mururoa. La indignación y la ira ya sobrepasaban los archipiélagos vecinos y se extendían a muchos países del Pacífico. El Aliado aconsejó a los malagueños que les recordaran a los miembros de esos países quién seguía tirándoles la basura nuclear en el patio trasero de sus casas, y que vincularan esa agresión con la elección de la nueva sede de la asociación. Se trataba de un gesto hostil global y la reprobación debía ser global y abarcar todo lo abarcable. «¡Si Francia quería una sede, los países afectados no podían dársela!», les propuso el Aliado como argumento para justificar la canalladita. ¡Vaya si funcionó!

Para rematar lo que fue aquel sorprendente asalto a una fortaleza que parecía inexpugnable, el jefe de la delegación de Málaga TechPark, habiendo calculado que no estaban ya lejos de tener los votos necesarios para ganar, decidió jugarse el todo por el todo en una apuesta formidable. El delegado de Ámsterdam, un tal Lex, colosal holandés rubiasco y facundo, le había dicho, tras quedar eliminado de la competición, que anunciaría en la asamblea su voto por París, con lo que era previsible que lo hicieran también sus apoyos. Eso era aún más probable puesto que aquel Lex iba ser confirmado como nuevo presidente de la asociación en la misma asamblea que elegiría la nueva sede. «Presidente —le dijo el malagueño con su inglés inolvidable—, tengo controlados todos los votos, uno a uno, y puedo asegurarte que vamos a ganar, por eso tú no puedes apoyar públicamente una candidatura perdedora. Un presidente no puede empezar su mandato con una derrota. Sería una bofetada de la asamblea general en toda tu cara, y he venido a evitártela». Aquel Lex, mundano y listo, leyó bien la situación: si aquello era un farol, lo era por poco. Y le bastaron tres minutos para cambiar su decisión.

Dos horas después, el Aliado, que estaba encargado de anunciar los resultados de la votación ante todos los delegados, confirmó la espectacular remontada. And the winner is Málaga.

Yo vi salir a la gente del gran salón de actos con la satisfacción del deber cumplido, y vi a los delegados franceses, en la muda compañía del chino Wu, perderse lentamente por los largos pasillos, como aquellos dioses de su compatriota Théodore de Banville

«Caminan esos dioses, caminan en silencio,

marchan hacia el exilio, el olvido y la noche,

resignados, terribles, más pálidos que el mármol».

Vi salir también a los otros derrotados».

El desventurado portugués me pareció un cantante de fado despechado, musitando agravios y algo de la discriminação dos pequenos pelos grandes. El barcelonés seguía desorientado y enfrascado en una duda como la de Josep Pla en Nueva York: «Pero ¿todo esto quién lo paga?». Los de Sídney, por su parte, andaban amoscados con el argumento del Aliado, que se comentaba  mucho en los pasillos: «La tiranía de la distancia puede haberse acabado, but we are always fucking far away!». (El holandés no tenía tiempo de laméntelas porque estaba cerrando varios ventajosos contratos).

Lo impensable se había consumado y los dos malagueños (de adopción, pues uno era de Soria, y el otro, de Murcia) no daban crédito a su victoria. Pero no fue un espejismo y Málaga es, desde entonces, el centro coordinador de una red que ya tiene miembros y actividades en setenta y tres países. Casi cuatrocientos miembros y más de ciento veinte mil empresas tecnológicas e innovadoras.

Todo empezó en Pekín.

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Un comentario

  1. E.Roberto

    Excelente raconto, señor, lleno de suspenso y que pone para nuestro conocimiento las cosas en su lugar. Lástima que los chinos de a pie, o en bici, y sus fuerzas armadas salen mal paradas: estos cantinflescos y los otros plagas; cierto, son más lindos los marines americanos del Vietman con sus Napalm, altos y rubios como los ciclistas de Amsterdam con sus antepasados que invadieron territorios nuevos y ajenos y diezmaron a las poblaciones originales en el otro lado del Atlántico junto a los ingleses. De los chinos sé poco; y de lo poco creo que lo lei en JD, en un artículo que relataba los fines de una expedición china en los primeros siglos DC con una flota de juncos: solo fueron a ver qué había, no a conquistar llegando hasta las costas de África, luego volvieron a encerrarse en esa especie de sueño y parsimonía china hasta que fueron despertados a fuerza de cañonazos en nombre del libre comercio por europeos del Norte; la otra fuentte es la Historia de Italia, de Indro Montanelli, en la cual hay un capítulo con un título bastante curioso, “China creó el Occidente” o algo parecido. Los motivos que encontró en fuentes históricas este mítico periodista para poner aquel título son bastante plausibles: el reino chino en el segundo y tercero siglo DC pudo, y no con poco esfuerzo repeler las ordas de mongoles que lo amenazaban, situación que invirtió el eje de la invasión de estos “…seres inmundos, que viven sobre sus caballos pequeños y resistentes, comen carne entibiada debajo de sus monturas y deliberan y procrean sin desmontar…”, dixit un testigo de aquellos tiempos; entonces dejaron de insistir con el Este y galoparon hacia el Oeste causando un desmadre colosal, ya que dieron inicio a otra orda de fugitivos, sobre todos germánicos que puso el punto final a la civilización greco-romano que ya estaba tambaleando. El resto, creo que lo conocemos, creación de reinos guerreros por todos lados, España incluída, y que siguen haciéndose la guerra. Por el resto, una amena lectura. Gracias.

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