Arte y Letras Historia

Los salvajes 80 de Herrera de la Mancha (1)

Cárcel de Herrera de La Mancha. (DP)
Cárcel de Herrera de La Mancha. (DP)

Pakito quería ver fuera de Herrera de la Mancha a De Juana Chaos. El jefe de ETA había dado el visto bueno a un plan de fuga que consistía en alquilar un helicóptero, camuflarlo con símbolos de la Cruz Roja y obligar al piloto a aterrizar en el patio de la cárcel ciudadrealeña, la primera de máxima seguridad de todo el país. Allí recogerían al antiguo responsable del Comando Madrid y a otros cuatro terroristas, los esconderían unos días en un zulo que ya tenían acondicionado en la cacereña sierra de Altamira y después cruzarían a Portugal en lancha a través del río Guadiana. El rocambolesco proyecto, sin embargo, nunca pudo llevarse a cabo. De Juana fue trasladado a Sevilla, y cuando los etarras readaptaron el plan, la Policía Nacional los detuvo. 

Este intento de huida a lo James Bond de uno de los terroristas más sanguinarios del país, con veinticinco asesinatos a sus espaldas, ocurrió en 1989 y es la última de las grandes historias que sucedieron en Herrera de la Mancha durante la década de los 80. Diez años antes, en junio de 1979, había sido inaugurada la prisión en medio de la llanura manchega, a doce kilómetros del pueblo más cercano, Manzanares. La idea de construir una fortaleza inexpugnable le había venido a la cabeza un tiempo antes al ministro Martín Villa durante un viaje por Alemania. Allí funcionaba con relativo éxito Stammheim, que acababa de albergar los juicios a los líderes de la banda Baader-Meinhof y también su posterior y muy cuestionado suicidio.

Por todo Occidente se replicaba un modelo de centro carcelario que basaba su cacareada máxima seguridad en dos requisitos fundamentales: un régimen centrado en el aislamiento y las mayores medidas antifuga que técnicamente fueran posibles. Algunos otros ejemplos de la época fueron el penal de Asinara, situado en un islote sardo del mismo nombre, y que acogió primero a los presos de las Brigadas Rojas y más tarde a mafiosos como Totò Riina. O el de los Bloques H del presidio norirlandés de Long Kesh, donde se encerraba a militantes católicos y protestantes durante los Troubles, y que recordará todo el que haya leído ese monumento a la no ficción que es No digas nada.               

Lo curioso es que inicialmente en España la penitenciaría manchega no se destinó a miembros de ETA ni del GRAPO ni a asesinos peligrosos. Aunque suene paradójico, Herrera de la Mancha era una herramienta del gobierno de la UCD para cumplir con su objetivo de llevar la naciente democracia también a las cárceles, que estaban abandonadas en lo material y corrompidas en lo moral por la violencia cotidiana que empleaba la dictadura contra los condenados. 

En teoría, el ejecutivo de Adolfo Suárez pretendía que los reos tuvieran derechos, que no sufrieran malos tratos y que todo el proceso de privación de libertad estuviera encaminado a la reinserción. Y para ello, el entonces director general de Instituciones Penitenciarias, Carlos García Valdés, creía que había que separar las manzanas podridas —que cifraba en un 5 %— para salvar al resto. Es decir, para que la mayoría de los presidios pudiesen funcionar con normalidad democrática había que apartar a los convictos más conflictivos: a autores o inductores de protestas, motines, secuestros, fugas y agresiones. Y los apartarían llevándolos a Herrera de la Mancha.

El centro penitenciario constaba de cuatro módulos, con sesenta celdas individuales cada uno. Eran iguales en apariencia, pero muy diferentes en la normativa que seguían. El primero era el de régimen más duro: veintitrés horas en la celda y solo una de paseo en solitario, comida en el propio calabozo y ninguna relación con otros reclusos. Si te portabas bien, avanzabas al siguiente, con un régimen más abierto; pero si te portabas mal, retrocedías.  

En realidad, y pese a ese novedoso sistema de corte pavloviano, el rey de la cárcel era el hormigón. García Valdés me contó que impresionaba ver en las celdas todo elaborado con ese material y unido o pegado entre sí, incluso el lavabo. El siguiente director de Instituciones Penitenciarias, Enrique Galavís, que era ingeniero electromecánico y no jurista, llegó a decir: «Hay que ir a un cajón de hormigón armado, es decir, que por todos los lados no se pueda taladrar y no se puedan hacer túneles. Eso es factible y técnicamente posible». 

La obsesión era evitar las fugas, en especial mediante pasadizos subterráneos, que eran muy frecuentes entonces («las cárceles españolas parecen un queso de gruyere», había dicho Fraga). La evasión más espectacular estaba además reciente, había ocurrido el año anterior, en 1978, cuando cuarenta y cinco presos escaparon de la Modelo de Barcelona. 

Frente a otras cárceles, Herrera contaba con una ventaja, y es que al igual que la legendaria prisión californiana de Alcatraz, estaba construida sobre terreno rocoso. Rosa Montero, la primera periodista que franqueó las puertas del presidio cuando estaba en funcionamiento, cuatro meses después de su inauguración, detallaba las medidas de seguridad en un artículo para El País: «Circuito interno de televisión, centro de control con monitores, alarma instantánea cuando se abre alguna de sus puertas —incluidas las interiores—, cimientos de hormigón y acero empotrados en la roca sobre la que se asienta Herrera para imposibilitar así la construcción de túneles, doble barrera (de rayos infrarrojos y magnética) rodeando el edificio, un régimen interno muy duro (de primer grado) y superabundancia de funcionarios».

Sobre el papel, la plantilla constaba de ciento setenta trabajadores, cerca de uno por cada penado. Y aunque la mayoría eran recién graduados de la Escuela de Estudios Penitenciarios, también había veteranos adiestrados durante el franquismo que llegaban motivados por un sueldo más alto y por los chalés que les construyeron dentro del recinto. De alguna manera, los meses iniciales de actividad se acabaron convirtiendo en un combate entre esos dos mundos: uno que tenía por bandera los derechos humanos y otro acostumbrado a una violencia medieval.  

Una porra llamada Democracia   

Los primeros reclusos problemáticos llegaron el 22 de junio de 1979. Eran dieciocho y procedían de Burgos y Ocaña. Y ya en esa conducción inaugural ocurrió lo mismo que pasaría en muchos de los siguientes traslados: los funcionarios les hicieron un pasillo y cuando lo atravesaron les molieron a patadas y golpes con sus porras. El objetivo era bajarles los humos desde el principio.

Esas primeras semanas los malos tratos fueron constantes: les pegaban por dejar de mirar al suelo y levantar la cabeza, por hablar entre ellos, por dejar alguna mota de polvo en la celda. Les rapaban la cabeza al cero y luego les obligaban a firmar una instancia como si fueran ellos los que habían reclamado el corte de pelo.       

En Sumario 22/79: Herrera de la Mancha, una historia ejemplar, todo un hito del periodismo español publicado en 1980 —mientras sucedían los hechos—, y por el que intentaron procesar varias veces a su autor, Manolo Revuelta, se cuenta que los familiares de los presos recibían telegramas como este: «Estoy bien. No necesito abogado. No vengáis a verme».

El 22 de septiembre, no obstante, treinta letrados se presentaron por sorpresa en la cárcel y varios consiguieron entrevistarse con sus defendidos. Tres días después presentaban una denuncia ante la Fiscalía General del Estado para que investigase lo que pasaba en Herrera, un posible caso de torturas generalizadas, una especie de régimen del terror institucionalizado.    

No está claro quién avisó a los abogados, pero al historiador Eduardo Parra, el mayor especialista en la materia, un antiguo presidiario le contó que había sido un grupo de funcionarios demócratas contrarios a los abusos. Y esta es la clave de estos sucesos: una decena de trabajadores de la cárcel estuvieron dispuestos a denunciar públicamente y a testificar en los juzgados relatando todo lo que estaba ocurriendo intramuros. Y no fue fácil, todos ellos tuvieron que abandonar la prisión manchega por los insultos y amenazas que recibían de sus compañeros, que además solían ir armados. 

La demanda de los abogados surtió efecto, y a partir de ella se desencadenó una serie de acontecimientos que a uno le hacen sentir cierto orgullo —no siempre la historia de España termina mal, admirado Gil de Biedma—: el 2 de octubre, Rosa Montero, como vimos, se convierte en la primera periodista en visitar la cárcel, y publica en El País las acusaciones de los vigilantes; el 3 de octubre, Fernando Savater, a la manera de un «J’accuse» zoliano, pide explicaciones con un artículo titulado «La isla del diablo»; el 5 de octubre, una carta al director exige una investigación, y la firman intelectuales y artistas como López Aranguren, Antonio Gades y Elías Querejeta; el 10 de octubre, los funcionarios más comprometidos convocan una rueda de prensa para corroborar públicamente lo que le habían contado a Montero y para gritar a los cuatro vientos que los malos tratos no son admisibles.                      

Cuando la cosa iba cogiendo carrerilla, el juez encargado, hijo de un antiguo presidente del Tribunal de Orden Público franquista, se descuelga con una petición estrafalaria: los abogados denunciantes tienen que presentar una fianza de tres millones de pesetas para admitir a trámite la querella. Y tienen solo un mes para conseguir el dinero. 

Lo que parecía una zancadilla letal se acabó convirtiendo en otro impulso para la causa porque se logró reunir la suma mediante cuestación popular. Se organizó una colecta a la que contribuyeron asociaciones y particulares, la mayoría con bonos de quinientas pesetas, y otros con cantidades superiores, como hicieron la propia Rosa Montero, Manuel Gutiérrez Aragón y Victoria Kent (sí, la directora general de Prisiones de la Segunda República todavía andaba por allí). Se organizaron dos conciertos para recaudar fondos y una exposición pictórica a la que donaron cuadros Genovés, Canogar, Viola y Úrculo

Al fin, se inició la instrucción y en 1984 (¡cinco años después!) se celebró el juicio. Entre las nuevas acusaciones hubo una especialmente grotesca: los vigilantes usaban para golpear una porra enorme a la que llamaban Democracia y un trozo de hierro bautizado como Constitución. Hubo sentencia y tras los recursos pertinentes, a finales del 85, ocho funcionarios y el director de la prisión fueron condenados a unos pocos meses de arresto y a entre uno y cinco años de suspensión de empleo y sueldo. 

La condena no impidió que el alcaide —y no es broma— publicara varias novelas; en una de ellas, Recinto interior, la trama suena a autoexculpación: el protagonista, un preso de buen corazón y encarcelado por un accidente fatal, es asesinado por las mafias que gobiernan la prisión. Y ocurre sin que los funcionarios puedan hacer nada para protegerlo, aunque quieran, porque desde Madrid les atan de pies y manos y les dejan sin herramientas para frenar a los reclusos más peligrosos.

Nuestro Bobby Sands

La vida en la prisión de alta seguridad no se detuvo mientras se investigaban los malos tratos a los presos sociales. Es más, en diciembre del 79 llegaron los primeros terroristas: los del GRAPO. Eran trece militantes procedentes del penal de Zamora. Cinco de sus compañeros se acababan de fugar excavando un túnel de ocho metros, y los que no habían escapado fueron castigados con el traslado a Herrera. Lo llamativo es que antes del presidio zamorano los fugitivos habían pasado por la cárcel de Soria, Duero arriba, y allí habían logrado perforar otro agujero de cincuenta metros, que no les sirvió de nada porque un chivatazo dio al traste con la evasión. 

En la penitenciaría manzanareña, por contra, ningún grapo consiguió excavar nunca nada. Y eso que por allí acabaron pasando verdaderos expertos, como Francisco Brotons, uno de los que se habían escapado de Zamora, que tenía estudios de ingeniero de caminos y que había vuelto a ser arrestado. El número de presos de la banda osciló siempre en Herrera entre los quince y los cuarenta. Y entre ellos estuvo su líder, el camarada Arenas, que sigue entre rejas en 2023.  

Para los despistados, recordaré que los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre eran el brazo armado del Partido Comunista de España (reconstituido). Por época y por sus propósitos revolucionarios, eran el equivalente en suelo ibérico de las Brigadas Rojas italianas y de la RAF alemana, más conocida como Banda Baader-Meinhof. De hecho, como recuerda el investigador Gaizka Fernández Soldevilla, estuvieron más tiempo en activo y cometieron más asesinatos que esas otras dos organizaciones terroristas (noventa y dos muertos, los españoles; setenta y ocho, los italianos; y treinta y cuatro, los alemanes). Pese a ello, su repercusión internacional fue menor. 

Hasta su llegada a Herrera, según datos del estudio criminológico de Horacio Roldán, habían acabado con la vida de medio centenar de personas, principalmente policías, guardias civiles y militares. Pero también habían asesinado un año antes a Jesús Haddad, director de Instituciones Penitenciarias. Sus sucesores, los citados Carlos García Valdes y Enrique Galavís, también sufrirían atentados, aunque sobrevivirían a ellos. 

Los GRAPO eran unos puristas de tendencia maoísta que consideraban a Carrillo y a los eurocomunistas defensores de la democracia multipartidista unos traidores a los trabajadores. Tanto es así, que durante una visita al presidio manchego de una comisión parlamentaria para velar por los derechos humanos, el que se llevó la palma en los insultos de los terroristas fue el luchador antifranquista y diputado del PCE Simón Sánchez Montero («¡Desgraciado! No eres más que un estropajo»). Fuera o no real, la visión más extendida tachaba a los GRAPO de fanáticos enloquecidos —el arrepentido Silva Sande los comparaba con una secta religiosa medieval—, frente a los militantes de ETA, a los que se veía como más racionales. 

En la forja de esa imagen contribuyeron especialmente las brutales huelgas de hambre que llevaron a cabo. La más impactante tuvo lugar en 1990. Sesenta de los ochenta y dis presos del GRAPO que había en toda España dejaron de comer para pedir que les reagruparan en una sola cárcel. El gobierno de Felipe González no solo no cedió sino que obligó a los médicos a alimentarlos a la fuerza. Cuando quedaban inconscientes, les inyectaban suero, y cuando se recuperaban y recobraban la consciencia, se arrancaban los tubos. Ese círculo vicioso se rompió con la muerte del jornalero andaluz y miembro de la banda José Manuel Sevillano, tras ciento setenta y cinco días sin probar bocado. Otros huelguistas quedaron con importantes secuelas para el resto de sus vidas. Y el médico zaragozano José Ramón Muñoz fue asesinado en su consulta como represalia por haber alimentado a alguno de ellos por sonda intravenosa.

La otra huelga de hambre que pasó a la historia fue la que comenzó el 14 de marzo de 1981 en Herrera de la Mancha —pocos días después del 23-F— y que fue bautizada por los reclusos como la Batalla de Herrera. El propósito era que el ejecutivo de Calvo-Sotelo sacase a todos los grapos de la «cárcel-cementerio». Ya de antemano no se hacían demasiadas ilusiones y sabían que alguno tendría que morir para que la presión surtiera algún efecto. Y así acabó siendo. 

Esa primavera las huelgas de hambre proliferaron por las cárceles de Europa occidental. El estado de agitación del continente, visto en perspectiva, impresiona. La RAF pedía en Alemania que se suavizasen sus condiciones de vida dentro de los centros penitenciarios (en Stammheim y en otros) y el IRA reclamaba en el Reino Unido que sus miembros siguieran siendo tratados en Long Kesh con los privilegios de los prisioneros de guerra y no como criminales comunes. El estatus especial que les había sido revocado les permitía no vestir uniforme de presidiario, no trabajar y organizar actos educativos y recreativos. 

El 16 de abril llegó el primer muerto. Fue el alemán Sigurd Debus, que expiró en Hamburgo tras sesenta y tres días sin comer, y que supuestamente pudo haber fallecido por una lesión cerebral cuando intentaban alimentarle a la fuerza, aunque no está demostrado. Después, el 5 de mayo, llegaría el turno de Bobby Sands, que perdió la vida en Belfast tras sesenta y seis jornadas en ayunas y que durante la huelga había sido elegido representante en la Cámara de los Comunes, algo que no ablandó a Margaret Tatcher: «Si el señor Sands persiste en su deseo de suicidarse, esa es su elección. El gobierno no forzará la aplicación de tratamiento médico». La Dama de Hierro no quiso negociar y acabó creando un mito, sustentado también en los otros nueve terroristas del IRA que fueron muriendo las semanas posteriores. 

En España, Juan José Crespo Galende «Kepa», vasco de veintiocho años y jefe de propaganda de los GRAPO, había sido trasladado por su gravedad desde Herrera al hospital penitenciario de la cárcel de Carabanchel. Allí, temeroso de que le disolvieran vitaminas en el agua, decidió no beber más. Acabó muriendo el 19 de junio, tras noventa y tres días en huelga de hambre y sed, en los que había sido alimentado con suero contra su voluntad. Su compañero Manuel Casimiro Gil, que sobrevivió por los pelos, contaba que la peor tortura que había sufrido jamás era tener a dos médicos ofreciéndole comida todo el día, que le habían llegado a dejar en la mesilla un vaso de leche y un pastel.  

Tras la muerte de Kepa, la vida en Herrera cambió radicalmente. Así lo cuenta Francisco Brotons en sus memorias: «Se hacía una vida prácticamente normal; se habían acabado las palizas y los camaradas podían salir al patio todos juntos por las mañanas y por las tardes». Retomaron asambleas, actividades culturales y la redacción de un libro colectivo titulado Crónicas de Herrera de la Mancha. Leyéndolo me ha llamado la atención que una de las cosas que más les irritaba era la obligación de guardar todas las mañanas el colchón en el armario y tener que tumbarse el resto del día en el catre desnudo. Y no me extraña, la verdad.  

De todos modos, la huelga fue un éxito relativo, ya que en realidad no consiguieron todo lo que pretendían, al menos en el corto plazo. Su principal exigencia era abandonar el presidio ciudadrealeño y tuvieron que permanecer allí dos años más. No fue hasta octubre de 1983 cuando los treinta y siete grapos que quedaban y el resto de presos comunes fueron trasladados a otras prisiones para dejar Herrera vacía. El gobierno de Felipe González había decidido que a partir de entonces la cárcel manchega de máxima seguridad sería en exclusiva para los terroristas de ETA.

(Continuará)


Bibliografía básica 

AFAPP. Morir para sobrevivir. La muerte de Juan José Crespo Galende y la lucha de los presos políticos contra los planes de aniquilamiento en las cárceles fascistas. Madrid, AFAPP, 1982.  

BROTONS, FRANCISCO. Memoria antifascista. Recuerdos en medio del camino. Miatzen Sarl, 2002.

COLECTIVO DE PRESOS DEL PCE (R) y GRAPO. Crónicas de Herrera de la Mancha. Madrid, Ediciones Contracanto, 1983. 

FERNÁNDEZ SOLDEVILLA, GAIZKA. El terrorismo en España: de ETA al DAESH. Cátedra, 2021.

LORENZO RUBIO, CÉSAR. Cárceles en llamas. El movimiento de presos sociales en la transición. Barcelona, Virus Editorial, 2013.

MARTÍNEZ MOTOS, SANTIAGO. Recinto interior. Valencia, Brief Editorial, 2005.  

PARRA IÑESTA, EDUARDO. Herrera de la Mancha, cárcel de castigo: historia y memoria de presos de la COPEL, GRAPO y ETA (1979-1990). Tesis doctoral. Universidad de Castilla-La Mancha, 2017. 

REKALDE, ANJEL. Herrera: prisión de guerra. Tafalla, Txalaparta, 1990.

REVUELTA, MANOLO. Sumario 22/79. Herrera de la Mancha, una historia ejemplar. Madrid, Editorial de la Piqueta, 1980. 

ROLDÁN, HORACIO. Los GRAPO, un estudio criminológico. Granada, Editorial Comares, 2008.   

SARRIONANDIA, JOSEBA. No soy de aquí. Hondarribia, Hiru, 2002. 

URAIN JOKIN. Nací cautivo. Tafalla, Txalaparta, 2002.  

  1. AA. ABC (1979-2023)
  2. AA. Diario 16 (1979-1992)
  3. AA. El País (1979-2023)

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4 Comentarios

  1. Por fin un artículo hablando de cosas de España y no refritos americanos. Deseando la segunda parte

  2. Hace falta documental de Netflix!

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