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Los salvajes 80 de Herrera de la Mancha (y 2)

Cárcel de Herrera de La Mancha. (DP)
Cárcel de Herrera de La Mancha. (DP)

Viene de «Los salvajes 80 de Herrera de la Mancha (1)»

Una cárcel solo para ETA

Desde 1983 y hasta finales de la década, Herrera de la Mancha se convirtió en un símbolo. Para ETA y todo su entorno lo fue de la supuesta represión del Estado contra sus actividades independentistas. Y para el gobierno del PSOE, recién llegado al poder, de su decidida lucha contra el terrorismo. 

La memoria es frágil, y más para quien ni siquiera vivía entonces, pero para entender la fuerza simbólica que llegó a alcanzar Herrera, baste decir que durante seis años lo que ocurría allí dentro estuvo apareciendo publicado en los periódicos todos los meses, además de mostrarse en los Telediarios. Por ello, después de los atentados más destructivos, no era extraño escuchar a algún transeúnte indignado proponer un asalto a la cárcel manchega. 

Eran unos años en que el número de asesinatos había descendido respecto a los años de plomo. Según datos de la Fundación Víctimas del Terrorismo, el récord se estableció en 1980 con noventa y siete muertos; mientras que los años siguientes serían respectivamente treinta y dos, cuarenta, cuarenta y uno, treinta y tres, treinta y siete, cuarenta y dos y cincuenta y dos en 1987, con un nuevo repunte por el atentado de Hipercor. Pero aun así, ETA seguía siendo el enemigo público número uno y una obsesión para toda la sociedad española, y más con el uso creciente de coches bomba, que provocaba víctimas de forma indiscriminada.

En el camino que llevó a los presos vascos hasta Herrera podemos establecer una primera parada en la Ley de Amnistía de 1977, cuando las celdas se vaciaron de prisioneros políticos y no quedó ningún miembro de ETA entre rejas. Como en democracia siguieron matando, a los primeros detenidos los fueron encerrando de nuevo en las cárceles del País Vasco. En 1978, mandaron a un centenar a Soria; y más tarde, a principios de los 80, cuando el número de terroristas encarcelados ya superaba los tres centenares, la mayoría fueron trasladados a Alcalá Meco y, los más duros, a El Puerto de Santa María.

En la población gaditana, dos etarras llegados del norte acabaron a tiros con la vida del médico del centro penitenciario, y al reivindicar el atentado aprovecharon para amenazar de muerte a todos los funcionarios de las prisiones donde hubiera recluidos compañeros suyos. Esto hizo al gobierno replantearse la situación y decidir trasladar a casi todos los presos de ETA a Herrera de la Mancha (únicamente Alcalá Meco los acogería también cuando fueran a ser juzgados en la Audiencia Nacional o recibieran tratamiento médico y Yeserías se encargaría de albergar a veintidós mujeres de la banda). La idea era que en el penal de máxima seguridad los reos estuvieran aislados y no pudieran comunicarse con sus compinches en el exterior, y así poder evitar nuevos ataques.  

Los primeros cuarenta y cuatro reclusos llegaron desde El Puerto en dos autobuses de la Guardia Civil tras un viaje de doce horas. Uno de ellos era Anjel Rekalde, que contó esta experiencia y todo lo que ocurrió durante su primer año allí en el libro Herrera. Prisión de guerra. Entre otras cosas, narra cómo los funcionarios les recibieron con corrección y cómo cada vez que les negaban algo se excusaban diciendo «yo soy un mandado», «solo cumplo órdenes» y otras frases por el estilo. La sensación es que el miedo había cambiado de bando desde aquellos incidentes con los presos sociales del año 79. Ahora eran los vigilantes quienes más temían por sus vidas. 

Algunos funcionarios recuerdan que les decían «tú vas a ser el siguiente», y que siempre miraban debajo del coche, modificaban rutas y rutinas y ocultaban con un trapo la matrícula cuando atravesaban entre simpatizantes abertzales a la entrada de la cárcel. Tenían que dificultar como fuese un posible atentado o secuestro. 

Por cierto, que aprovechando este estado de psicosis, El País contaba que unos delincuentes de la zona se hicieron pasar por pistoleros de ETA para chantajear al propietario de un cámping de las Lagunas de Ruidera. En sus cartas le decían que estaban en Ciudad Real «con motivo de haber compañeros suyos en Herrera». Le sacaron doce millones de pesetas en dos entregas, pero a la tercera, los detuvo la policía. 

Sobre el papel todo funciona, pero como era de esperar los terroristas no aceptaron de buena gana el régimen militarizado y atosigante de una cárcel en la que solo estaban ellos. Y ya desde el principio empezaron a debatir posibles acciones para intentar desmantelarlo. 

En Herrera había algo más de doscientos miembros de la empresa —que así llamaban los autodenominados gudaris a la organización— distribuidos en cuatro módulos independientes. Los de ETA militar ocupaban tres de ellos y los de ETA político-militar, el cuarto. Apenas había relación entre las dos facciones, pero entre los tres edificios que albergaban a los de la línea dura la comunicación era constante a través de papeles enrollados en pilas que arrojaban por encima de los tejados. Al igual que en las asambleas de cada módulo, la lengua utilizada en los papelitos era el euskera. Anjel Rekalde cuenta que a los guardas siempre les cogía todo desprevenidos, así que suponen que nunca llegaron a tener a ninguno que entendiera la lengua vasca. 

Tras intensas discusiones, y una vez descartada la huelga de hambre, optaron por una acción novedosa bautizada como «chapeo». Era una desobediencia generalizada que rechazaba los cacheos y las formaciones militares, obligatorios ambos antes de cualquier acción rutinaria, como por ejemplo salir de la celda. Al negarse a estas formalidades y a otras órdenes que les desesperaban, por extensión se negaban a todo lo demás —patio, visitas de familiares o asambleas—, así que en la práctica se tiraban veinticuatro horas al día metidos en el «txabolo».

Después de varios meses sin lograr apenas resultados, los insumisos pisaron el acelerador y añadieron al «chapeo» nuevas tácticas como insultar a los funcionarios, destrozar poco a poco el presidio por dentro y organizar conciertos atronadores golpeando las cancelas o cangrejos metálicos que había en las celdas. El ruido insoportable y el temblor de los muros llevaron a decenas de vigilantes a visitar al psiquiatra. La situación, aunque se recurriera habitualmente a los antidisturbios de la Guardia Civil para controlarla, resultaba insostenible para la dirección del centro penitenciario, que acabó negociando y cediendo en la mayoría de puntos.

El libro de Rekalde cuenta con detalle los ocho meses de desobediencia. Y aunque contiene numerosas anécdotas jugosas, a mí me ha gustado especialmente esta: un etarra —Pepelu— y un funcionario —el Pistolas— que se tenían ganas comenzaron a insultarse, y se vinieron tan arriba que el vigilante le abrió la celda para que pudieran pegarse limpiamente en un cuarto que había cerca («no se enterará nadie… lo que pase queda entre nosotros, entre hombres»). Como Pepelu sabía artes marciales, parece que ganó el combate, lo que hizo que un retén de la Guardia Civil penetrase en la galería para tomar cartas en el asunto. El Pistolas, sin embargo, en un gesto casi entrañable de humanidad y de saber perder, los expulsó de allí y pidió que dejasen en paz al preso que le había sacudido. 

Tras las concesiones logradas por los terroristas, los siguientes años el descontento y las ganas de protesta cambiaron de bando. En abril de 1986 los funcionarios denunciaban ante la opinión pública un trato de favor inadmisible: «Aquí lo que interesa es que todo esté en orden y los chicos no alboroten». 

Cada módulo funcionaba como una comuna: se hacían su propia comida, tenían mesas calientes para poder calentar los platos cuando quisiesen, permiso para usar cuchillos y tijeras y un presupuesto elevado para hacer sus compras en Manzanares. Según el director de la cárcel, Manuel Pérez Flores, sus reclusos de ETA no tenían ningún privilegio, lo que tenían era más dinero que los comunes, alrededor de medio millón de pesetas a la semana. Con semejante suma para gastar, no es extraño que por el pueblo circulasen historias. En una papelería contaban que los etarras se llevaban todas las publicaciones que allí vendían, y con ánimo de ridiculizar al ogro, recalcaban que también adquirían la revista femenina Burda. También se hablaba de que compraban las mejores carnes, pasteles y hasta champán.  

Y he aquí el suceso más polémico de todos los años de ETA en Herrera. ABC publicó que los terroristas habían brindado por la muerte de cinco guardias civiles en un atentado con coche bomba organizado por el Comando Madrid. La noticia agregaba: «[Los presos] conocieron la noticia a través de las televisiones existentes en los módulos del recinto, tras lo que comenzaron a expresar su satisfacción y a proferir gritos como “vamos ganando cinco a cero” y “ya hay cinco viudas más”». Mientras las principales firmas del periódico y los lectores en las cartas al director pedían mano dura, el alcaide Pérez Flores negaba que hubiera habido un brindis «en plan general», aunque sí reconocía que los internos «muestran su alegría cuando hay un atentado, pero sin alterar el orden». De paso, desmentía que tuvieran autorización para comprar tartas. 

El enfado de los trabajadores de Herrera se veía agravado además porque el juez de vigilancia penitenciaria que tenía que ratificar sus sanciones no solía hacerlo. Desempolvando sus conocimientos de geografía e historia llegó a dictar un auto en el que consideraba que la expresión «venga cafre, métete en la cuadra y déjanos en paz» no constituía una falta de respeto «puesto que [cafre] se trata de la pertenencia a un grupo racial de guerreros africanos que, por cierto, derrotaron en una batalla en la era colonial al ejército imperial del Reino Unido». 

Finalmente, el hartazgo les llevó a efectuar cortes de carretera y una manifestación ante el Ministerio de Justicia que fueron contestadas unos días después con un mensaje en la primera página del diario Egin: «Los presos de ETA militar encarcelados en Herrera de la Mancha advierten públicamente a los carceleros y responsables de malos tratos que responderán puntual y contundentemente a todo tipo de provocaciones».  

Los funcionarios contaban con el apoyo de la mayor parte de la sociedad española. Sin embargo, los que apoyaban a los presos —menor en número por razones obvias— parecían muchas veces más comprometidos, o al menos, mejor organizados. Desde el final del «chapeo» el entorno abertzale había instaurado la costumbre de montar una gran marcha a Herrera por navidad, y cada año que pasaba se hacía más y más multitudinaria (tres mil quinientas personas, cuatro mil, seis mil, nueve mil, diez mil). Con el tiempo fueron incluyendo escenarios y actuaciones musicales.

Los tres primeros años se concentraron frente a la propia valla de la prisión, cara a cara con el destacamento de la Guardia Civil que protegía el recinto, pero desde 1987 ya no pudieron hacerlo. Ese año la atmósfera estaba especialmente cargada porque dos semanas antes un coche bomba había matado en la casa cuartel de Zaragoza a once personas —cinco niñas entre ellas—, y las esposas e hijos del cuerpo no estaban dispuestos a aguantar una nueva humillación («esta noche, mira bajo el coche» o «estas Navidades, turrón Delaviuda» eran cánticos habituales en las concentraciones).

Las mujeres de los agentes se manifestaron unos días antes en Ciudad Real exigiendo que no se les permitiera llegar hasta las puertas de la cárcel. Y ya el propio día del desembarco, a ciento cuarenta kilómetros de Manzanares, a la altura de Seseña, unas mil personas —en su mayoría también familiares de guardias civiles— intentaron cortar la Nacional IV para que los ciento treinta y ocho autocares no circulasen hacia el sur. El convoy acabó siendo retenido por miembros de la Benemérita y de la Policía Nacional bastante más adelante, a cinco kilómetros de la prisión. Y allí, en medio del campo, escoltados por helicópteros policiales y antidisturbios a caballo, tuvieron que llevar a cabo su protesta. El presidente regional José Bono fue el único que sí pudo llegar hasta el penal, pero con el propósito contrario, apoyar al instituto armado. Y desde entonces lo convirtió en una tradición navideña.   

En ese mismo 1987 había sido desarticulado por fin el Comando Madrid de Iñaki de Juana Chaos, que como vimos al principio, también acabó dando con sus huesos en Herrera. Lo sorprendente es que en la lista de objetivos que les fue incautada aparecían dos doctoras que habían pasado consulta en el correccional manchego. Eran dos médicas que habían tratado al primer terrorista fallecido en sus celdas, Joseba Asensio, que murió de tuberculosis. La sombra de haber desplegado una actitud negligente se cernió sobre ellas, y además de tener que afrontar la amenaza de vendetta de los pistoleros, una acabó yendo también a juicio acusada de imprudencia temeraria. El fiscal pedía seis años de cárcel, pero fue absuelta.  

Las otras dos muertes acaecidas en el presidio generaron algo menos de controversia. Mikel Lopetegui se suicidó porque supuestamente sufría depresiones y Juan Carlos Alderdi murió de un edema pulmonar que tampoco le había sido diagnosticado. 

Yoyes y la dispersión 

También en ese curso, el 87, el gobierno socialista empezó a cambiar tímidamente su política carcelaria. Con el fin de mermar la cohesión de los presos, de dificultar sus actos de protesta y especialmente de limitar el poder de las asambleas sobre la acción terrorista, una decena de prisiones comenzaron a albergar a convictos de ETA. Los periódicos de la época publicaron que el detonante del giro gubernamental había sido que el asesinato de la exdirigente etarra Yoyes, quien a ojos de la banda resultaba una mala influencia por haberse acogido a la reinserción, fue decidido en una asamblea de presos de Herrera de la Mancha. Se llegó a escribir incluso que la banda tenía una dirección colegiada entre Francia y las cárceles.    

El proceso de dispersión se aceleró y prácticamente se culminó en 1989 debido fundamentalmente al fracaso de las negociaciones de Argel, pero también en una pequeña parte a otro suceso más banal: una de esas pilas de transistor que estuvieron lanzando durante un lustro fue interceptada. ABC explicaba que la mayoría de presos había decidido cancelar una acción prevista debido a que acababa de ser liberado Emiliano Revilla; por contra, los reclusos más duros y peligrosos se negaban a la suspensión, y al parecer ese mensaje es el que recogió del suelo un guarda, lo que les hizo montar en cólera y destrozar todas las zonas comunes del módulo I, arrancando hasta los lavabos.

Los ministerios de Justicia e Interior aprovecharon la coyuntura y con la excusa de que había que reparar las dependencias asaltadas enviaron a sesenta de los etarras más difíciles a la macrocárcel de Sevilla II. En ese momento, el verano de 1989, de los aproximadamente quinientos terroristas apresados que había en España, noventa permanecían en Herrera, y el resto estaban ya durmiendo en otras ochenta y tres cárceles de todo el país. Por cierto, que entre los trasladados a la capital andaluza estaba De Juana Chaos y por eso ETA no pudo poner en práctica la huida en helicóptero de la que hablé al principio. 

El del cabecilla del Comando Madrid no fue el único intento de fuga que tramaron los integrantes de la banda. Durante un registro en el año 86 los funcionarios descubrieron una mochila llena de tierra, que les hizo pensar que alguien estaba excavando un túnel. Registraron todas las instalaciones y acabaron hallando un agujero en las duchas del módulo IV. Tenía dos metros y medio de profundidad y dentro encontraron el palo de una escoba, la pata de una silla y un trozo de hierro de una ventana. El mitificado hormigón de Herrera había sido más fácil de horadar de lo esperado, y eso que las herramientas empleadas no eran el último grito en ingeniería. Lo que nunca se supo es quiénes habían sido los perforadores.

Ningún interno consiguió nunca escapar sorteando las medidas de seguridad del presidio, al contrario que en Alcatraz (como aprendimos con la película de Clint Eastwood); sin embargo, sí lo lograron tres terroristas aprovechando situaciones más ventajosas. En la línea de Bobby Sands varios reclusos de Herrera fueron elegidos diputados en los parlamentos vasco, navarro y español —podían presentarse mientras fueran preventivos y no tuvieran condenas en firme—, y uno de ellos, Ángel Alcalde, que había sustituido en el Congreso al periodista recién asesinado por ultraderechistas Josu Muguruza, se dio a la fuga antes de que su condición de aforado fuera revocada.

Pese a la notoriedad de esta huida, la evasión más famosa es la que protagonizaron Iñaki Pikabea y Joseba Sarrionandia en 1985, que inmortalizaron Fermín Muguruza y el resto de Kortatu con la canción «Sarri, Sarri», la más bailada del grupo. El primer paso lo dieron los dos presos al abandonar la cárcel de la llanura con destino a la donostiarra de Martutene. Para conseguir el traslado, Pikabea adujo ante el juez de vigilancia penitenciaria —el experto en la cafrería británica— que su madre estaba impedida y que no podía viajar a verle. Sarrionandia, escritor que algunos se atreven a postular al Nobel, argumentó que su novia sufría depresiones y que tampoco podía desplazarse al sur. 

Una vez en San Sebastián, culminaron la evasión aprovechando un concierto que el cantautor euskaldun Imanol ofreció dentro de la prisión. Tras la actuación, se escondieron en los altavoces, y así, encogidos dentro de ellos, cruzaron las puertas de la cárcel. La policía responsabilizó a Mikel Antza, entonces dramaturgo y años después jefe político de ETA, de haber ideado y preparado la escapada. Fue él quien alquiló la furgoneta y el equipo musical que hicieron las veces de caballo de Troya a la inversa.  

Imanol, por su parte, fue acusado inicialmente de complicidad, pero después quedó libre. En cambio, un año más tarde actuaría en un concierto de homenaje a Yoyes y desde ese momento pasó a ser enemigo de la izquierda abertzale. No le contrataban, no le compraban discos, le insultaban, le pinchaban las ruedas y le empezaron a llegar amenazas de muerte. Harto, se mudó a Torrevieja. 

Tras la dispersión, los muros blancos de Herrera siguieron encerrando las décadas siguientes a algún pequeño contingente de terroristas, pero siempre minoritario. Y aunque todavía a principios de los años 90 varios presos comunes organizaron un motín en el que secuestraron a dos funcionarios y una doctora, la antigua cárcel de máxima seguridad fue perdiendo poco a poco protagonismo. 

Inesperadamente en los últimos tiempos ha vuelto al foco mediático porque se ha especializado en delitos sexuales y relacionados con menores. Las celdas que una vez ocuparon el camarada Arenas, Iñaki de Juana Chaos o el Vaquilla —que también pasó por allí—, cuatro décadas después alojan a Miguel Carcaño, José Bretón, Santiago del Valle, Tony King, el Chicle y los pederastas de Ciudad Lineal y Lardero. Sin embargo, no abundaré en las monstruosas amistades que se pueden estar fraguando ahí dentro; estas historias de Herrera están dedicadas únicamente a lo que ocurrió durante los salvajes e idealistas años 80.

Sí me permitiré rebasar el límite temporal autoimpuesto por otro motivo: recordar la furibunda reacción de ETA a la diáspora carcelaria de sus presos. El caso más emblemático fue el secuestro del funcionario de la prisión de Logroño José Antonio Ortega Lara, que tras pasar quinientos treinta y dos días en un zulo fue liberado por la Guardia Civil, pero no fue ni mucho menos el único. En los once años siguientes a la dispersión asesinaron a cuatro compañeros suyos (tres de Martutene y uno de Nanclares de Oca), además de a la madre de otro en Granada mediante una carta bomba. La estrategia del terrorismo postal se extendió y acabaron llegando numerosos paquetes con explosivos a cárceles de toda España. Los que recibieron en Herrera de la Mancha fueron detectados con rayos X y desactivados, pero no otro que llegó a Sevilla I, que explotó cuando estaba dentro del escáner y acabó con las vidas de un quinto funcionario y de otras tres personas, dos presos comunes y un familiar. Momentos después de la explosión, ironías de la vida, los vigilantes tuvieron que rescatar a un etarra de manos de un grupo de reclusos andaluces que habían empezado a lincharlo.


Bibliografía básica 

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BROTONS, FRANCISCO. Memoria antifascista. Recuerdos en medio del camino. Miatzen Sarl, 2002.

COLECTIVO DE PRESOS DEL PCE (R) y GRAPO. Crónicas de Herrera de la Mancha. Madrid, Ediciones Contracanto, 1983. 

FERNÁNDEZ SOLDEVILLA, GAIZKA. El terrorismo en España: de ETA al DAESH. Cátedra, 2021.

LORENZO RUBIO, CÉSAR. Cárceles en llamas. El movimiento de presos sociales en la transición. Barcelona, Virus Editorial, 2013.

MARTÍNEZ MOTOS, SANTIAGO. Recinto interior. Valencia, Brief Editorial, 2005.  

PARRA IÑESTA, EDUARDO. Herrera de la Mancha, cárcel de castigo: historia y memoria de presos de la COPEL, GRAPO y ETA (1979-1990). Tesis doctoral. Universidad de Castilla-La Mancha, 2017. 

REKALDE, ANJEL. Herrera: prisión de guerra. Tafalla, Txalaparta, 1990.

REVUELTA, MANOLO. Sumario 22/79. Herrera de la Mancha, una historia ejemplar. Madrid, Editorial de la Piqueta, 1980. 

ROLDÁN, HORACIO. Los GRAPO, un estudio criminológico. Granada, Editorial Comares, 2008.   

SARRIONANDIA, JOSEBA. No soy de aquí. Hondarribia, Hiru, 2002. 

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  1. AA. ABC (1979-2023)
  2. AA. Diario 16 (1979-1992)
  3. AA. El País (1979-2023)

  

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4 Comentarios

  1. Carlos Hernandez

    Apasionante del principio al final…hay tantas historias que contar en España. Me gustaría saber como viven los terroristas ahora…

  2. Apasionante del principio al final!

  3. José María

    Apabullante. Queremos más artículos como este.

  4. Magnífico par de artículos

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