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No consigo estar contigo: ‘Vidas pasadas’

Vidas pasadas. Imagen: A24.
Vidas pasadas. Imagen: A24.

Hay películas que parecen estar construidas a partir de instantes, películas que condensan la realidad y la fragmentan en inumerables estampas. Es lo que podría definirse como cine postal, de diapositivas, de páginas de un álbum vintage de fotos que atesora recuerdos. Pero, ¿qué son exactamente esas imágenes archivadas? Con el paso del tiempo, lo único que parece verdaderamente inmutable es lo que las fotografías muestran. Todo aquello que rodea la escena fotografiada (las emociones, lo inmediatamente anterior o posterior a su captura, lo que está detrás de la cámara…) está supeditado a la capacidad de cada uno para fijar las cosas en la memoria, a toda una subjetividad que depende de mil factores psicológicos, emocionales, circunstanciales… Entonces lo que queda, lo real, lo que siempre perdura, es la imagen fija, que funciona como un interruptor que abre una puerta al recuerdo. No es casual que apenas haya fotografías en una película como Vidas pasadas, un film que reflexiona precisamente sobre el poder de los recuerdos y la forma en que estos evolucionan o perduran a través del tiempo. 

En Vidas pasadas es fácil reconocerse. Aunque la historia que cuenta es muy concreta y la mayor parte del tiempo adopta un único punto de vista, Celine Song halla la forma de universalizar el aspecto emocional del relato. Caben aquí los amores perdidos, los reencontrados, los de infancia, los deseados, los anhelados, los imposibles, los casuales, los soñados, los dolientes… Cada cual podrá reconocerse nostálgico o cínico al ser testigo de la historia (de amor) de Nora y Hae Sung. Una mirada a cámara en los primeros instantes del la cinta advierte de su naturaleza incorformista: Song se sumerge en el género del romance cinematográfico para esquivar cualquier cliché y propone una atípica (y realista) forma de representar el amor romántico en la ficción. No hay cinismo en la mirada de la cineasta: Vidas pasadas es una muestra perfecta del valor del cine como medio para descifrar y comprender la vida desde lo terrenal (tampoco hay cabida aquí para lo mágico o lo divino), desde algo tan sencillo y minúsculo como el palpitar de un corazón. Y aquí, qué remedio, se impone hablar de Richard Linklater

En su cine, Linklater intenta la difícil hazaña de atrapar el tiempo. Lo hizo con la trilogía que comenzó con Antes del amanecer (Before Sunrise, 1995); tres películas separadas por nueve años cada una (tanto en su producción como en la ficción) y que abrían una ventana al romance que Jesse y Celine iban fraguando a lo largo de casi dos décadas. Y también con Boyhood (2014), en la que filmó al niño protagonista a lo largo de doce años. La tarea no resulta fácil, porque del paso del tiempo tan solo quedan sus secuelas, sus evidencias físicas: se trataba, pues, de hacer visible lo invisible. Más próxima a la icónica trilogía que al film de 2014, Vidas pasadas comparte esa búsqueda, esa necesidad de discernir la influencia del tiempo sobre las personas, sobre sus historias, aunque los mecanismos que utiliza para ello sean distintos a los del texano. Song se sirve de las herramientas narrativas clásicas que permiten en la ficción viajar en el tiempo: las elipsis, los rótulos que advierten de los años que han pasado, o los paralelismos visuales que permiten comparar en imágenes distintos momentos al traer al presente escenas de la infancia de los protagonistas; imágenes que dialogan entre sí, que se abrazan y que hacen visibles identidades olvidadas. Y prescinde así de cualquier artificio, optando por una honesta puesta en escena que tiende a romantizar su aspecto visual aunque sin renunciar nunca al realismo en el que se inscribe la propuesta. Porque dentro de su propia naturaleza hay un irrenunciable lirismo, una poética que se apoya en la belleza que encuentra en espacios en los que transcurre la historia. 

Así, los planos detalle se cuelan en la narración como insertos inconexos, mostrando rincones indeterminados de los lugares en los que se desarrollan los acontecimientos. Casi como si la cámara mostrase esos puntos muertos donde se dirige una mirada perdida, un ver sin ver que permite concentrarse en los pensamientos, oxigenando la historia, dándole su tiempo, su espacio, ralentizando el ritmo o acompasándolo tal vez… Pero también hay un empeño consciente por encuadrar y componer las imágenes como si en ellas se encapsularan los recuerdos. Quizá por eso, en ocasiones, los personajes se enmarcan en ventanas, puertas o cristales, como si se les pusiera dentro de un marco o de una postal; como si cada cambio de plano fuera el equivalente a pasar las páginas de un álbum de fotos o cambiar de diapositiva. Y en ese gesto de contener la vida en fragmentos, de enmarcar lo importante dentro del plano, el espacio fílmico es el receptor de todo lo que la geografía va recogiendo, receptor de un amor que no se rige por las leyes físicas del continuo espacio-tiempo... ¿o sí?

Son muchos los mitos que se han construido en torno al amor romántico y que el cine, claro está, ha contribuido a perpetuar. Hablar de la persona predestinada es aludir a una de estas falsas creencias que impone que existe una única persona para cada ser humano. O lo que es lo mismo, el mito de la media naranja. El cine romántico ha sabido explotar y crear una estructura narrativa común a partir de esta idea: el happy ending era un desenlace obligado que provenía de esta idea según la cual el amor tiene que triunfar porque así está escrito, y la única alternativa es la tragedia. Vidas pasadas parece estar llamada a convertirse en un clásico moderno (el tiempo lo dirá). A su favor tiene lo que hacía de la trilogía de Linklater una propuesta cautivadora: no renunciar al amor, tan solo a sus aderezos idealizados, tóxicos e imposibles. Y no terminan aquí los nexos entre las miradas de ambos cineastas: las conversaciones inagotables durante los paseos a la deriva como forma de redescubrir la ciudad y al otro, o lo que es lo mismo, el paseo linklateriano como modo de enamorarse en pantalla; la transformación de las relaciones como consecuencia de la madurez de sus integrantes… Song se mueve entre dos tiempos: el presente real y el pasado recordado. Es su forma de contraponer las etapas vitales y las fases que experimenta el amor como sentimento compartido. Quizá por eso la pantalla se llena de espejos y ventanas que devuelven el reflejo, que a veces incluso muestran en un mismo plano un mismo rostro repetido y multiplicado; también de siluetas negras, sombras creadas a partir de fuertes contraluces… Como si dentro de esta historia todo pudiera mutar, transformarse. ¿Puede sobrevivir el amor a tanto cambio? 

Para responder a esta pregunta, Song acude al concepto coreano de «in-yeon»: cuando dos personas interactúan de algún modo es porque existe una conexión entre ellas, están vinculadas eternamente en vidas pasadas, presentes, futuras. El in-yeon es el destino, es el consuelo para todos esos condicionales no consumados, para las ocasiones desaprovechadas o los errores cometidos. Es, por tanto, la única manera de que el amor sobreviva al paso de los años, a los cambios de identidad, a las terceras personas, a otros amores… Es ubicarlo en una dimensión alternativa donde todo es posible. Un espacio, el fílmico quizá, donde amar siempre resulta posible.

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4 Comentarios

  1. ¡Esta tia de la afoto del metro sale en De Moning Chow!

  2. En estos días vi Nuovo Olimpo, la última película de Ferzan Özpetek. Me recordó mucho Vidas Pasadas, y me produjo el mismo desasosiego. Es extraño, me ha sucedido pocas veces, son ese tipo de películas que no consideras extraordinarias, pero que con el pasar de los días no consigues sacarte de la cabeza. De todos modos es muy interesante que a los cineastas les esté interesando contar ese tipo de historias románticas, «lo que pudo ser y no fue»…y no tienen finales tristes, sólo que la vida es así…Saludos!

  3. No hay finales felices, sólo historias que aún no han acabado
    Angelina Jolie «Señora Smith», (Sr y Sra Smith, Doug Liman, 2005 )

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