Cine y TV

Viena, París y Grecia: unas horas caminando con Jesse y Céline

Viena, París y Grecia
Julie Delpy y Ethan Hawke en Before Sunrise, 1995. Fotografía: Castle Rock Entertainment.

Una historia es un mapa del mundo.

Toda persona dibuja un mapa con ella en el centro.

(Catherynne M. Valente)

Una música barroca y dulce sobre la pantalla en negro: Ethan Hawke, Julie Delpy. Es la obertura de Dido y Eneas, de Henry Purcell, y entran urgentes los violines con la imagen de las vías, el sonido de la máquina suma intensidad. Desde el interior se puede ver la campiña verde, las casitas aisladas, los árboles de verano, un puente, el río azul, hasta que los últimos acordes nos dejan dentro del tren. Vamos a ver una historia. parís

En The Sense of an Ending, Frank Kermode dice que las personas, como la poesía, nos apresuramos a caer en la mitad: in medias res. Para que todo, o algo al menos, tenga sentido necesitamos un ordenamiento temporal de antes y después, correlaciones ficticias con orígenes y finales. Para eso está la narrativa. La vida real fluye sin cortes ni interrupciones, no empieza ni termina jamás, es una amalgama de historias que se entrecruzan. A la vida no le importan los personajes, a la ficción sí. Es el simulacro narrativo el que otorga orden, y, por lo tanto, sentido, a aquel desorden de la realidad a través de la organización temporal de principio y fin, de causa y efecto. 

El encuentro de dos personajes en un tren que atraviesa Europa actúa como el inicio de algo que seguirá vivo: volvemos a encontrar a los personajes nueve años después en París y, tras nueve más, en Grecia. ¿Qué habrá sido de sus vidas? Tanto nos entusiasmamos con las regularidades temporales de Richard Linklater que esperamos otros nueve años, pero 2022 pasó de largo y no supimos de ellos. El juego y el ordenamiento temporal de Before Sunrise, Before Sunset y Before Midnight es claro. Se repite como una fórmula: una película cada nueve años, unas pocas horas para seguir a los personajes, que crecen entre una y otra —los actores también—. La estructura ticking clock organiza el relato de cada film y de la trilogía: los espectadores contamos con una efímera ventana temporal para espiar a los protagonistas hasta que se cierra otra vez. 

La sensación de estar a la mitad de las cosas no involucra solo al tiempo, sino también al espacio. La experiencia de estar en el mundo y con otros es una de navegación constante, intentamos no sentirnos a la deriva y para eso echamos mano a cualquier tipo de coordenada —real o ficticia— que nos permita hallar el rumbo. Finalmente no se trata más que de orientarnos y darle un sentido a nuestros desplazamientos. Por eso requerimos de ciertos ajustes geográficos, de unas correlaciones ficticias entre aquí y allá, dentro y fuera, cerca y lejos. Nos orientamos en el espacio y así ponemos orden en medio del caos.

Linklater traza la cartografía de las ciudades en las que los protagonistas se encuentran, podemos verla y hacer con ellos cada recorrido. En principio hay un tren europeo y dos personajes. Ella es francesa, él es norteamericano. Son jóvenes, se cruzan, se miran, se buscan, hablan de las fantasías, los proyectos, los trabajos posibles y los deseados, hablan del paso del tiempo, la niñez y la muerte. Bajan en la estación de una ciudad que podría ser —casi— cualquiera. Van a pasar juntos las horas que restan hasta el amanecer. La cámara los sigue. Son los últimos años del siglo y la película es hija de su época. En 1995 el cine indie está en alza y Richard Linklater tiene un presupuesto bajísimo: dos personajes, un guion, un montaje clásico. 

Calvino quería quitarle peso a su escritura porque sabía que las cosas, y no solo las palabras, son leves. Su libro más leve es, quizá, Las ciudades invisibles. Las ciudades que imaginó no son uniformes e intercambiables, tienen identidad y son personales —tienen nombre de mujer—, no son susceptibles de ser analizadas con la razón, responden a la lógica de la pasión y las ilusiones. Tras la superficie de calles, plazas y edificios están los intercambios. «Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, pero esos trueques no son solo de mercancías, sino también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos».

Viena

—Creo que esto es Viena —dice ella.

—Visitemos la ciudad —dice él.

La paleta de colores sigue los vaivenes del sol y de la noche, Viena da tono y textura al relato, la fotografía descansa en la ciudad. La primera película tiene la forma del vagabundeo y la errancia, Jesse y Céline son flâneurs. ¿Qué hay para ver?, se preguntan. Tal vez monumentos, museos, exhibiciones. Tienen una pequeña guía que no usan, se dejan llevar a través de una ciudad por fuera del tiempo: la Viena de Before Sunrise bien podría ser la que retrató Stefan Zweig en El mundo de ayer: vasta, abierta, universal, la ciudad de las artes, la ciencia, los cafés literarios, el centro neurálgico de la Mitteleuropa que se despliega más allá de las fronteras como el Danubio. Europa nunca fue más rica, ni más bella, ni más fuerte, ni más libre: «vivir aquí era maravilloso», dice Zweig, y los paseantes de Linklater, atemporales, parecen intuirlo. Suben y bajan del tranvía, no hay rumbo ni itinerario, no hay mapa: un puente, la rueda gigante, una iglesia, un pequeño cementerio de muertos sin nombre, un café, los palacios y monumentos por detrás. Ellos en primer plano. Viena es la excusa para pasar esas horas juntos. Vemos sus miradas y sus gestos, buscándose y encontrándose, mientras afuera transcurre la ciudad. No están solos, falta un poco para eso. En la primera entrega de la trilogía, los protagonistas se cruzan con pequeños personajes singulares como para poner a andar la cosa: los actores que hacen de vaca, la mujer que lee el futuro en las manos, el hombre al lado del río que pide palabras y devuelve un poema.

No hay música incidental para direccionar y subrayar emociones, solo la que se desprende de su recorrido cuando comparten un disco en la cabina, bailan en una feria, se detienen frente a una bailarina, entran a un club. La banda sonora es la de la ciudad, con sus voces indiferenciadas, los muchos idiomas, los sonidos de la calle, el tráfico tenue, las calles desiertas. Son el hombre —y la mujer— de la multitud del cuento de Poe

Un acordeón y un violín pasan junto a su mesa pero no pueden prestarles atención, están hablando por primera vez de su futuro inmediato.

—¿Es nuestra única noche?

 —Es la única manera. ¿No?

La noche en el parque trae silencio, y el amanecer, a los pájaros, un hombre de otra época practica en su clavicordio, ellos bailan en la calle. Él recuerda la voz de Dylan Thomas: «Los años pasarán como conejos»; ella escucha, y entonces el relato vuelve a dejarlos en la estación de trenes. Es 16 de junio, como aquel día que retrató el andar de Leopold Bloom en otra ciudad europea, ellos dicen que en seis meses volverán a encontrarse.

Otra vez el clavicordio. La cámara nos lleva por cada uno de los lugares donde estuvieron, la ciudad está despertando, algunas cosas se ponen en marcha y otros espacios están vacíos; una viejita cruza el parque sin advertir la botella y las copas que quedaron sobre el verde. Por si no habíamos reparado en el recorrido, Linklater repasa su cartografía. 

París

Before Sunset dura ochenta minutos. Es el tiempo que los personajes tendrán para estar juntos, pero primero está París. Sobre una guitarra y la voz de Julie Delpy vemos instantáneas lentas de la ciudad, los lugares por los que andarán los protagonistas un rato después. La película empieza con la locación vacía del punto de llegada del relato —la casa parisina de Céline— y desanda el recorrido hasta llegar a su punto de encuentro, aunque no podríamos decir que en aquella escena de la librería comienza la historia. 

Él está ahí hablando de su libro y, cuando la cámara la enfoca a ella, sabemos que no volvieron a verse desde aquel 16 de junio en Viena. Jesse está terminando su book tour europeo del libro que escribió sobre aquella noche juntos. Su última parada es en la capital francesa y la locación no es cualquier lugar. Shakespeare & Co es el invento de Sylvia Beach, mucho más que una librería, es el emplazamiento geográfico y simbólico de un espíritu, ese que reinaba cuando París era una fiesta. Si, en la primera década del siglo XX, todos querían estar en Viena, en la segunda se fueron a París y la pequeña librería en el 12 de la rue de l’Odéon se convirtió en uno de los centros nerviosos para la generación perdida: Ernest Hemingway, Ezra Pound, Scott Fitzgerald, James Joyce, bajo la mirada atenta de Gertrude Stein.

A Jesse y Céline les gusta respirar ese aire intelectual y bohemio pero no hay tiempo. Ella vive ahí, es cosa de todos los días. Él debe volar a casa.

—¿Cuánto tiempo tengo antes de ir al aeropuerto?

El avión sale en poco más de dos horas.

—Tengo algo de tiempo —dice él. 

Y otra vez a caminar. Notre Dame se recuesta sobre el cielo, no la miran, no están haciendo turismo, nunca lo hacen. Jesse y Céline encarnan el aura de los viajeros que prescinden de itinerarios, puntos de interés y vistas panorámicas para centrarse en la experiencia. Nunca toman fotos. En la esquina, un hombre toca el acordeón, ellos siguen por las callecitas empedradas y detrás la gente, las palomas, los bares con sus sillas alineadas en la vereda. Los tonos pastel de su ropa se mezclan con los de la ciudad, a veces se recortan sobre un fondo rojo y vuelven rápido a tono. Es una París cotidiana, estrecha y sin tráfico, las sirenas pasan lejanas y se pierden. No miran alrededor. Cada tanto, ella señala y dirige «vamos por allá». La primera parada es un bar y, cuando están seguros de que el reencuentro efectivamente tuvo lugar, él miente: «me encantaría ver algo más de París».

Baudelaire andaba por las calles parisinas para darse baños de multitudes, ellos dos caminan solos. Tras nueve años, han abandonado el espíritu del vagabundeo. La multitud no interesa, tampoco las singularidades; no hay pequeños personajes para condimentar el tiempo juntos y la conversación. Se conocen y solo caminan hacia el punto de llegada.

El lugar que la ciudad ocupa en la segunda película es completamente diferente al de la primera. No es un camino errante el de París. Céline guía. Secretamente, podemos intuirlo, va llevando al amante hacia su casa —la de ella— y hacia su destino —el de él—. Suben y bajan escaleras, recorren un jardín, llegan al Sena, él la obliga a subir a un barco de turistas; «se me olvida lo hermosa que es París», dice ella y, al rato, los dos vuelven a olvidarla. Ya en la meta suena «Just in time», de Nina Simone. Él la mira bailar y sonríe. No hay tiempo para un avión, se va a quedar. Detrás de las ventanas, lejos en la calle, está París.

Grecia

La Grecia en la que transcurre Before Midnight no es una ciudad, ni un país, ni una región. Es el sur del Peloponeso, sí, un paraíso visual y turístico a orillas del mar Jónico y aun así es más una idea que un lugar. Es mito y origen, la cuna de la cultura occidental, la gloria que cantó Homero, las tierras que pisó Odiseo, las aguas que navegó. La locación es un entorno y un paisaje, un territorio escasamente urbanizado, el escenario silencioso donde resuenan los protagonistas que, por primera vez, alzan la voz.

Es verano, eso permanece. Los escenarios de Linklater son flexibles y se van adaptando al ritmo de los amantes y de lo que ha hecho el tiempo con ellos. La presencia ineludible de Viena primero, después París de fondo para el trayecto a destino, hasta por fin desdibujarse en Grecia como un espacio abierto. El entorno deja intuir lo que ha quedado fuera de campo para los espectadores. No hay imágenes de los lugares recorridos ni al comienzo ni al cierre. Mientras la relación entre Jesse y Céline va perdiendo levedad y, como la Medusa, corre el riesgo de convertirse en piedra, los espacios que atraviesan se van difuminando hasta diluirse como telón de fondo.

Con ellos experimentamos la falta de coordenadas para no perder el rumbo. 

Como dice Heidegger: «en la angustia le va a uno inhóspitamente». Hay algo inhóspito que no tiene que ver con el lugar: hay anfitriones, juegos, niños, banquete, vino, comida y, sin embargo, hay un andar errante por tierras griegas, una modesta odisea que permite entrever la lucha constante entre el hogar y el mundo.

«No se inventa nada. Solo pequeñísimas variaciones de lo ya dicho, visto, oído, leído, escrito, olvidado». Augusto Roa Bastos confiaba en los relatos fragmentarios, sabía que la realidad de los seres humanos aparece siempre bajo la forma de un espejo roto: estallada. Contar una historia, entonces, no es más que unir fragmentos como un modo de olvidar la fragilidad del mundo y las personas con la ilusión de continuidad y sentido.

Falta tiempo para la medianoche. Jesse y Céline han pasado la última hora discutiendo en una habitación impersonal de un hotel impersonal. Ella se va y la cámara se detiene en la taza de té que no ha bebido, en las copas servidas con vino, en la cama que no han usado; es la mirada de él. 

La última escena en un pequeño bar al sur del Peloponeso es el espejo estallado.

Viena, París y Grecia
Julie Delpy y Ethan Hawke en Before Midnight, 2013. Fotografía: Castle Rock Entertainment.

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