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Colm Tóibín, orgullo y prejuicios

Colm Tóibín, 2017. Fotografía Roberto Ricciuti Getty.
Colm Tóibín, 2017. Fotografía: Roberto Ricciuti / Getty.

La tierra natal, la familia, la religión y el sexo son los territorios por los que transita el escritor irlandés Colm Tóibín, que muy pronto descubrió que Irlanda no era solo una referencia geográfica sino una forma de ser.

La escena sucede en Estocolmo, una noche primaveral. Un joven escritor español que se halla promocionando una de sus novelas traducida al sueco es invitado a una cena con autoridades y académicos en el suntuoso Blå hallen del Ayuntamiento, ese Salón Azul que a simple vista no tiene nada de azul. Sientan a su lado a cierto escritor irlandés del que ha oído hablar vagamente, y simpatizan de inmediato. Su acento inglés le parece terrible, casi no alcanza a entenderlo en medio del rumor de las conversaciones, las copas y los cubiertos. Por suerte, descubre que el tipo se defiende perfectamente en castellano, es agudo y divertido. En un momento dado, achispados por el vino danés, ambos autores se levantan a la vez para ir al baño. Un empleado del servicio señala la dirección con su dedo enguantado. Atraviesan pasillos alfombrados y salones decorados con molduras barrocas y pinturas medio desvaídas. Cuando llegan junto a una enorme escalera de mármol tapizada de rojo, el irlandés se detiene y prorrumpe en una perorata encendida, dirigiéndose a la oscuridad. El español no está del todo seguro, pero juraría que está improvisando el discurso de recepción del Premio Nobel. El tipo concluye, se vuelve sonriente hacia su compañero y le dice: «Ahora sí, vamos a mear».     

Todo ocurrió más o menos como se cuenta. El escritor irlandés no era otro que Colm Tóibín, y su discurso, un alarde de buen humor. No solo no parece que haya escrito jamás con el propósito de hacerse con los once millones de coronas suecas del galardón, sino que este año su nombre figuraba en las apuestas de los que no ganarían el Nobel a 66/1, empatado con los habituales Murakami, Banville, Atwood o Rushdie. Contemplemos la expresión irónica en cualquiera de sus fotografías y no tendremos dudas: el asunto no le quita el sueño a este veterano creador, con una veintena larga de títulos a sus espaldas y una vida que es, tal vez, su mejor obra.             

Una novela que empieza en Enniscorthy, villa con castillo anglonormando situada en Wexford, uno de los doce condados de la provincia de Leinster, entre las montañas de Blackstairs y las costas del mar de Irlanda. Allí vieron su padre y sus tíos una noche de 1916 al abuelo, Patrick Tobin, levantando las tablas del suelo de casa para sacar los fusiles que tenía escondidos. Era el célebre levantamiento de Pascua, en el que medio millar de personas murieron en las refriegas tras la toma de la ciudad por los Voluntarios Irlandeses. Los líderes de la insurrección fueron ejecutados, pero el abuelo Tobin pagó su implicación con una condena de varios meses en la prisión galesa de Frongoch. Nunca se habló en la familia del asunto, pero, desde su ventana, Colm podía ver la colina de Vinegar Hill, escenario de la derrota irlandesa, y una postal que el abuelo envió desde la cárcel fue conservada por los suyos como un fetiche.  

Con un abuelo miembro del IRA, un padre vinculado al Fianna Fáil (el partido independentista a la derecha del Sinn Féin) y tres años de internado en el St Peter’s College, de Wexford, el niño Colm nunca necesitó enfatizar su condición nacional, pero fue aprendiendo que Irlanda no era solo una referencia geográfica, sino algo parecido a un estado de ánimo, e incluso una forma de estar en el mundo. E hizo lo que habría hecho cualquiera con veinte años, las hormonas revueltas y muchas ganas de ver mundo: marcharse a Barcelona.

Tóibín recordaría con guasa que, en aquel tiempo, si eras un chico de provincias, irte por Dublín de garitos gais te exponía al riesgo de encontrarte con tu primo. En la España de los años inmediatamente posteriores a la muerte del general Franco (él, de hecho, llegó el 24 de septiembre de 1975, menos de un mes antes del esperado deceso) no había aún bares de ambiente, pero era el lugar apropiado para un muchacho curioso y ávido de explorar su ambigüedad sexual. El espíritu libertino se desbordaba por las Ramblas hasta la plaza Real de los Nazario, Ocaña y compañía. Viniendo de donde venía, no le extrañó tanto ese desafuero sexual como el hecho de que la gente fuera tan mesurada con la bebida. Aprovechó para viajar por aquel país que se desperazaba de la larga noche de la dictadura, participó en más manifestaciones de las que podía contar y aprendió a hablar con fluidez en castellano y catalán, aunque nunca logró pronunciar correctamente la palabra cenicero.    

En la Ciudad Condal ambientó su primera novela, El sur, protagonizada por una protestante irlandesa de los años cincuenta, inspirada en cierta dama con la que se cruzó en un viaje en tren de Dublín a su pueblo. En la ficción, esa señora abandona a su familia para empezar una nueva vida, empatarse con un pintor republicano y afincarse en los Pirineos. Pero también asomará por otros muchos textos, desde su orwelliano Homenaje a Barcelona a algunos relatos de Madres e hijos, donde no falta alguna evocación de las orgías setenteras.  

Sí, Irlanda podía llamarse en adelante España, como con el tiempo adquiriría los nombres de Argentina, Brasil o California. Irlanda era el camino, el horizonte, el viaje. Por necesidad, por curiosidad, por amor, su destino era ese. Pero antes tocaba regresar a casa, a Dublín, para foguearse como periodista en las páginas de la popular revista Magill. En aquella redacción, entre otras experiencias, tuvo un extraordinario encuentro con Borges en 1982, coincidiendo con el centenario de Joyce. La revista había encargado al octogenario novelista Francis Stuart que entrevistara al autor de El Aleph, de edad similar, pero iba a ser Tóibín quien se encargara de la grabadora. En una foto de aquel día se puede ver a Borges del brazo de un barbudo y melenudo Tóibín llegando a la cita. «Yo manejaba el aparato, y pasé horas en el cuarto con los dos viejos —recordará años después para Página 12—. Borges era increíble: erudito, bien educado, claro, agudo. Sabía de memoria cantidades infinitas de poemas ingleses. Él amaba a Inglaterra. La guerra terminaba ese día. Yo había leído antes su obra, pero entonces volví a hacerlo, y así empecé a pensar en la Argentina».

Cuando un par de años más tarde fue despedido, decidió viajar por Sudamérica con la indemnización. Cayó en Buenos Aires en la primavera del 85, y en lugar de vagabundear por la ciudad, como antes había hecho por Barcelona, se acreditó como periodista para asistir a todos los juicios a las Juntas Militares, anotando minuciosamente los espeluznantes testimonios de las víctimas del terror de Estado. De aquella vivencia surgieron dos libros, uno periodístico, The Trials of the Generals, y una novela, Crónica de la noche, cuyo personaje central es Richard Garay, un joven gay anglo-argentino en busca de sí mismo en plena dictadura.

Antes, el viejo Muchnik ya había dado muestras de su buen olfato publicándole otra novela, El brezo en llamas, y haría lo propio con su singular La señal de la cruz: Viaje al fondo del catolicismo europeo. Sin embargo, por algún motivo no habla de él en sus recuerdos de editor, Lo peor no son los autores. Sea como fuere, el nombre del escritor va a ir penetrando paulatinamente en el mercado hispano desde los noventa —coincidiendo, casualmente, con la despenalización de la homosexualidad en Irlanda—, pero no será hasta la primera década del nuevo siglo cuando termine de alcanzar un reconocimiento casi unánime. 

Es en esos albores del XXI cuando ven la luz sus obras mayores, con una productividad que le lleva a publicar libro por año, a menudo simultaneando varios proyectos a la vez. Tras narrar la saga familiar de los Devereux en El faro de Blackwater, acometió la hercúlea tarea de novelar la figura de su escritor favorito, Henry James, en The Master: Retrato del novelista adulto, cuyo germen está en su ensayo Love in a Dark Time: Gay Lives from Wilde to Almodóvar, pero que necesitó de una lectura atenta de los cinco volúmenes de Leon Edel, el más acreditado biógrafo de James, entre otras fuentes.

Durante años, Tóibín había padecido cierto complejo de provinciano. Se sentía incapaz de contar nada interesante de su condado natal o de su pueblo, del que nunca antes de él había salido escritor o artista alguno. Hasta que el propio Henry James acudió en su auxilio recordándole las tres únicas cosas que debe hacer un escritor: «Dramatizar, dramatizar y dramatizar». Esa era la receta mágica para conectar Enniscorthy o cualquier otro olvidado rincón del planeta con la tradición de la Gran Literatura.   

Así, el éxito mundial le llegará de la mano de Brooklyn, la historia de una muchacha irlandesa llamada Eilis Lacey y su viaje de ida y vuelta a Nueva York, la tierra de promisión, y a la tierra de sus antepasados, con el corazón dividido entre ambas orillas. Una historia que el lector probablemente había leído o visto mil veces, pero que, a través de ese estilo sobrio, sereno, limpio, despojado de artificios y sin asomo de grandilocuencia, parece completamente nueva y original. Así debieron de sentirlo los lectores de los más de cien mil ejemplares vendidos en todo el mundo, como los espectadores de su no menos exitosa versión cinematográfica, bajo la dirección de John Crowley, con guion del gran Nick Hornby y con Saoirse Ronan, Domhnall Gleeson y Emory Cohen en los papeles protagonistas, que acumuló tres nominaciones a los Óscar. 

Empeñado en no parecerse demasiado a sí mismo en ninguno de sus libros, decidió cambiar de registro con El testamento de María, una idea que surgió —como al parecer le surgen todas las ideas— de la manera más azarosa, durante una charla intrascendente en una fiesta. ¿Qué diría esa María que siempre se nos aparece silenciosa y doliente? La respuesta es una madre fieramente humana, descreída de la divinidad de su hijo, que habla en torno a la crucifixión recordando la infancia de este, impugnando algunos de sus dogmas y lamentándose de su desenlace con una fuerza que tal vez solo un escritor procedente de una familia católica irlandesa puede imprimir. La obra, tachada de blasfema por círculos cristianos, ha tenido múltiples versiones teatrales, entre ellas la que el Centro Dramático Nacional promovió en España con el recientemente desaparecido Agustí Villaronga como director y Blanca Portillo en escena.      

Su siguiente gran obra, Nora Webster, también quiso ser un tributo a la madre. En este caso, a la suya, la misma que quedó viuda cuando Colm tenía solo doce años. Previamente había lanzado la gavilla de ensayos Nuevas maneras de matar a tu madre, donde se sumergía en las claves familiares de ilustres colegas irlandeses como William Butler Yeats, John Millington Synge, Samuel Beckett y Roddy Doyle, así como de algún extranjero, como Borges. Ahora no se trataba de matar, sino de resucitar. El escritor se vuelve un médium, su voz desaparece para dejar que hable la Nora del título, que en realidad se llamaba Brid, plasmando un hermoso relato sobre la pérdida y los insospechados rumbos que esta nos tiene reservados, así como las presiones del entorno.

En una nueva pirueta, La casa de los nombres toma sus materiales de la Orestíada para jugar con la mitología griega entre dos asesinatos, el de Ifigenia y el de Clitemnestra. Una vez más, la contención de estilo se combina con una mirada agudamente iconoclasta. Y de nuevo comparecen la violencia y el dolor, ya sean divinos o humanos. «Los dioses tienen sus preocupaciones ultraterrenales, que nosotros ni imaginamos —escribe Tóibín—. Apenas si son conscientes de que estamos vivos. Si nos oyeran, seríamos para ellos como el sonido apacible del viento en los árboles: un susurro lejano e impersistente». 

La Katherine de El sur, la Eilis Lacey de Brooklyn, María, Nora Webster, las grandes trágicas griegas, todas han granjeado a Tóibín una bien ganada fama de retratista del alma femenina, como corresponde a alguien que creció en un país en el que las mujeres no pintaban nada en la vida pública, pero tenían un enorme poder en la esfera doméstica y un lenguaje propio, que acaparaba el oído del novelista en ciernes. Pero no se puede decir que sus personajes masculinos sean menos ricos ni verosímiles. No lo es, desde luego, el retrato de Thomas Mann que pone en práctica en El mago, la indagación en la personalidad del autor de La muerte en Venecia que no elude su homosexualidad secreta. 

Todos estos vaivenes temáticos, conjugados con esa asombrosa habilidad para hilar fino sea cual sea la voz que adopte o el escenario en que se desenvuelva, han hecho de Tóibín, además de un nombre de altísimo interés para los lectores, también un caso de estudio para los escritores. Este interés ha llevado a muchos a querer saber cuál es el método de trabajo de tan fértil pluma, incluyendo leyendas como el empleo de una silla dura e incómoda para invocar la inspiración, o la renuncia al ordenador en beneficio de la escritura a mano. Él mismo explicaba, durante su paso por el Festival Puerto de Ideas de Valparaíso, el secreto de su productividad: «Por la mañana se pueden hacer como seiscientas palabras, por la tarde y por la noche otras tantas también. Puedes llegar en un día a las dos mil palabras, pero estoy hablando de una jornada muy dura, sin hacer nada más. No puedes hacerlo cada día, no puedes hacerlo todo el año. Pero a veces puedes llegar a hacer dos o tres capítulos de una novela trabajando un mes así. Eso de hacer dos o tres páginas cada día… Hay escritores que pueden hacerlo, pero yo no». No obstante, se sabe que es capaz de llegar a las veinte mil palabras diarias cuando se siente on the flow.                

Claro que Tóibín no es solo uno de los escritores más destacados del panorama actual, sino también un lector infatigable y de enorme capacidad de penetración, como pone de manifiesto cotidianamente en calidad de crítico y profesor. Pero el ser humano, con su ternura, su sensibilidad, su respeto por los personajes y su sentido del humor, es lo que mejor explica la singularidad de su obra. Su amigo John Freeman lo explica de un modo con el que los lectores del irlandés podrían sentirse identificados: «Reunirse con Tóibín, incluso para una entrevista breve, es sentirse encerrado en una forma aterciopelada e intensa de atención y cuidado. No es una manera de cortejar sino más sencillamente de ser».

La tierra natal, la familia, la religión y el sexo, todas esas inagotables fuentes de orgullo y de prejuicios, han sido diseccionadas por Tóibín a través de los más variados géneros, de la novela o el relato al ensayo, el libro de viajes o el teatro, sin olvidar su tardía revelación como poeta. Ahora Tóibín acaba de remontar un cáncer de testículos, pasa parte de su tiempo en la ciudad de Los Ángeles, donde vive su novio (durante mucho tiempo de identidad desconocida, aunque ya no: se trata del editor Hedi El Kholti), y en este momento (da igual cuándo lea usted esto), estará escribiendo una nueva historia. Sin esperar el Nobel, aunque, en caso de sorpresa, ya sabe que está en condiciones de improvisar un buen discurso.

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4 Comentarios

  1. MacNaughton

    Colm tiene que ser un tipo de P.M yo diría… He leído un par de libros suyos, el de Barcelona y «The Blackwater Lightship» también… ambos excelentes…

    No he leído «The Master» que habría que leer pero no lo he leído porque no he leído mucho Henry James, más allá de unos cuentos – como Alejandro Amenábar – y «El Retrato de una Dama» que no me llegó a emocionar… sobre todo por la primera frase sobre lo de tomar el té a las cinco de la tarde que me produce un rechazo instantáneo como escocés del barrio…

    Luego lo de su abuelo y los rifles debajo del suelo de la casa, tiene que ser muy frecuente ese tipo de anécdota en Irlanda. De mi familia de origen irlandés en Escocia llegue a conocer tres de catorce hermanos, todos muy mayores, y alguna pareja de los fallecidos, por ejemplo, la mujer del hijo mayor de la familia, John Ryan, una mujer impresionante que hablaba el gaélico irlandés en Escocia en el año 2007 o así y cuyo padre había estado en Correos con los mártires de Semana Santa de 1916, cuya ocupación fue el foco de la revolución y desde donde Padraigh Pearce hizo la proclamación de la Republica de Irlanda.

    El padre había sido un voluntario del IRA, el primer IRA, el de esa rebelión, un soldado raso como se dice aquí, y ella era muy orgullosa de ese hecho, porque me lo contó casi 100 años después. Mi tío abuelo y ella se habían conocido en un baile de La Liga Gaélica en Glasgow y mi tío abuelo había sido uno de los fundadores de esa iniciativa, cuyo fin era promover la cultura gaélica en una Escocia por lo general hostil y protestante, o ultra protestante y muy hostil…

    En todo caso, de esa familia, lo que me impresiona es el nivel de autodidactismo. Vivían 14 en una casa de dos habitaciones en Milngavie cerca de Glasgow, y todos eran intelectuales de alguna forma u otra… una gente muy culta… muy leída… otro tio abuelo, Patrick Joseph Ryan, se murió en la II Guerra Mundial como piloto del RAF por los cielos de Berlin y los más seguro es que Cernuda, entonces exiliado en Glasgow, le daba clases en la Universidad de Glasgow donde estudiaba idiomas, francés incluido, que Cernuda daba entonces… Su nombre figura en la capilla de allí

    No puedo sino pensar en el poema de Yeats, «Un Aviador Irlandés Prevé Su Propia Muerte» :
    «Los contra quien lucho, no los odio /
    Y los que guardo, tampoco los quiero /
    Mi país es Kiltartan Cross /
    Mis paisanos, los pobres de allí /
    Ningún desenlace les iba traer una pérdida/
    Ni dejarles mejores que estaban antes /
    Sopesé todo, saqué todo a colación /
    Los años venideros, una perdida de aliento /
    El aliento perdido, los años atrás/
    En balance con esta vida /
    Esta muerte…

  2. MacNaughton

    En todo caso, vale anotarlo, hasta cuanto la derecha española se caga en sus bragas con la historia de Irlanda.

    Quiero decir Colm se va a Barcelona pero hay que vivir en Madrid para saber que es España, gran ciudad. Hay que estar aquí un rato, o 30 años… Yo cuento lo que he contado arriba, y no quieren saber nada: miradas furtivas, llamadas imprevistas…. je je je… No me cuentes lo de Irlanda, por favor… vale!

    Yo si fuese un director español de cierto renombre que iba a rodar una peli en inglés, llamaría a Colm de primera entrada. Hubiese pedido ya una traducción correcta, tirando al literal, y le daría a Colm, amigo dame tu magia, dame tu brillo, dame tu saber…

    Pero ya sabemos que Pedro Almodóvar esta encima de estas cosas. Pedro y sus enormes y tremendísimos huevos manchegos cree que los diálogos de sus película son los mismos que el que ha escrito en español. No ha entendido nada, y es doloroso… lo reconozco… los diálogos de una peli de Pedro son tan buenos o malos como el que los hace en inglés…..y allí tienes Colm Toibin por ejemplo… que además en su honda…

  3. … » descubrió que Irlanda no era solo una referencia geográfica sino una forma de ser»…si es el único escritor irlandés que ha descubierto eso (jejeje), se merece el premio nobel…claro, por sus obras no creo…

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