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C. S. Lewis, un irlandés en observación 

La estatua de Aslan en C. S. Lewis Square, Belfast. (DP)
La estatua de Aslan en C. S. Lewis Square, Belfast. (DP)

Este texto es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down nº 45 «Irlanda»

Entre urbanizaciones de casas con no más de dos plantas de altura, ladrillo visto y techos de la misma tonalidad que el circuito de carreteras circundantes, sale a nuestro encuentro un león con la cabeza alzada y las fauces a medio abrir. No uno cualquiera. Uno de tamaño desmedido, formado con segmentos de bronce. Un león victorioso, muerto y resucitado. Casi eterno. Un león con nombre propio, aunque este, en turco, sea la denominación de su especie animal. No, perdón, no deberíamos haber dicho aunque, sino porque. Porque remite a su especie, el nombre es doblemente efectivo. Significa que solo puede ser llamado por aquello que es, al igual que Dios responde a Moisés: «Yo soy el que soy».

Nos encontramos ante Aslan, y no andan lejos la bruja, el fauno, los castores, el lobo y, por supuesto, el armario. Podría parecer que hemos cruzado su umbral, pero no estamos en Narnia, sino en Belfast, en la intersección entre Connswater y Comber Greenways, en la plaza dedicada a C(live) S(taples) Lewis, inaugurada en 2016, más de medio siglo después de su muerte. Probablemente la escabrosa situación económica durante la década de 2010, junto con el filón del autor —apenas explotado— para atraer a los turistas fans de la literatura fantástica, hayan motivado el homenaje. Y, posiblemente, la demora de este guarde relación con el hecho de que C. S. Lewis, antes de cumplir los diez años, ya estuviese montado en la cubierta de un barco con destino a Inglaterra y volviera a Irlanda únicamente en calidad de visitante. En un sentido historiográfico estricto, tanto Las crónicas de Narnia como el resto de su obra serían, por tanto, inglesas. Sus obras, repetimos, pero no él, porque uno, más que de donde reside o nace, es del lugar en el que empieza a imaginar, a desear y, sobre todo, a dolerse.

Según narra en la autobiografía titulada Cautivado (o Sorprendido, depende de la edición que manejen) por la Alegría, sus ocho años inaugurales de vida estuvieron marcados por la amplia biblioteca familiar, por un paisaje verdoso que solo fue capaz de apreciar cuando su hermano mayor convirtió la tapa de una caja de galletas en un pequeño bosque de juguete, y por la invención de «Animalandia», una serie de dibujos de infancia donde representaba a los animales antropomorfos que, más adelante, migrarían a sus primeros cuentos. Habla también de la aparición del deseo como una emoción estrechamente relacionada con el recuerdo, con la lectura, indeterminada y volátil, inapresable, siempre insatisfecha, pero deseable en sí misma, y que, además, moldeó eso posteriormente llamado Alegría:

que aquí es un término técnico y se debe distinguir tanto de Felicidad como de Placer. La Alegría (en mi sentido) tiene una característica, y solo una, en común con ellas: el hecho de que quien la haya experimentado deseará que vuelva. Aparte de eso, y considerada solo en su esencia, podría casi igualmente considerarse un tipo especial de infelicidad o aflicción.

Continúa relatando algunos sucesos, como la separación de su hermano tras ser este enviado a un internado o la muerte de su madre después de meses de enfermedad. Pero aquí lo más interesante es lo que no cuenta. Omite, por ejemplo, las tribulaciones provocadas por esos dos hechos, pasando de puntillas por ellos, que ya es más de lo que hace con la muerte de su perro Jacksie cuando tenía cuatro años, la cual ni siquiera menciona. Podrán ustedes pensar que se trata de un olvido típico de la infancia. Es una conjetura plausible, excepto porque, después de producirse el atropello de la mascota, Lewis comunicó a sus allegados que, a partir de entonces, no quería que se refiriesen a él ni como Clive, ni como Staples, ni siquiera como C. S., sino por el nombre de Jacksie, en ofrenda a la memoria del perro. Aquella propuesta caló hasta tal punto que, durante el resto de su vida, sus amigos y familiares seguirían llamándolo Jack. Ustedes, almas biempensantes, aún pueden justificar tal ocultamiento como fruto de un despiste, de esos que tiene cualquiera, ¿no? Sí, a lo mejor, pero no es el caso.

Sucede que C. S. Lewis elude allí, de manera sistemática, lo que le conviene, esto es, todo lo que pueda suponer una contradicción con el contenido de otro librito escrito por él, publicado quince años antes, en 1940, al que tituló (esa vez con más gusto) El problema del dolor. Quizá se entiendan mejor las razones si les damos un dato que, igual de convenientemente, hemos olvidado comentarles hasta ahora: su autobiografía —y la inmensa mayoría de sus creaciones— era una apología cristiana, por tanto, lo que está en juego es la defensa de su contacto con, y concepción de, Dios, pero vayamos por partes.

El problema del dolor no fue, de primeras, fruto de la inventiva, la vocación o el deseo de C. S. Lewis, sino un encargo que él estaba dispuesto a realizar de manera anónima, como queda reflejado en un prólogo que tiene más de disculpa que de excurso. La petición le fue denegada y suponemos que, si la llevó a término, a pesar del inconveniente, fue porque la solicitud provenía del sector editorial. Puede que el lector desconozca cómo funcionan las dinámicas del mercado libresco y las exigencias universitarias para prosperar, pero, resumiendo, ante la oportunidad de sumar una publicación a tu currículum, la única opción es apretar el culo y tirar hacia delante como puedas. 

Así las cosas, C. S. Lewis aprovecha la ocasión para redimirse de tantas afirmaciones ateas divulgadas en sus cartas un par de décadas atrás, cuando formaba parte de ese otro movimiento de culto, ídem de sectario, inaprensible y esotérico, llamado hegelianismo. Las lecturas de Chesterton y de su paisano, el obispo Berkeley, junto con las prolíficas charlas con J. R. R. Tolkien, pusieron los cimientos de su conversión. Sin embargo, fue la congoja, el profundo desagrado de sentirse solo, abandonado por «Platón, Dante, MacDonald, Herbert, Barfield, Tolkien, [y] la Alegría» lo que provocó el salto definitivo. Dios, que se asemeja a los camellos y a los vendedores de seguros en su absoluta disponibilidad para recibir a una oveja descarriada, se le manifestó, mientras se encomendaba al Espíritu filosófico, diciendo «Yo soy el Señor», «Yo soy el que Es», «Yo Soy». Jaque mate, Hegel.

Tras el encuentro con su Creador, transfigura el dolor sentido en los años previos en una argumentación conducente al camino recto desde coordenadas agustinianas, esperando alcanzar la sumisión dentro del plano religioso (no así en el político) y expiar culpas, tanto propias como divinas. Dicho de otro modo: aprovechando el tema propuesto por el editor recupera, punto por punto, las preocupaciones capitales de la teodicea para defender a ultranza que Dios es omnibenevolente y omnipotente no a pesar de la existencia del mal y del dolor, sino que lo es, justamente, porque los permite. ¿Cómo? Mediante un par de carambolas lógicas aliñadas con altas dosis de fe disfrazada de razón, como buen miembro de la Iglesia anglicana que era.

La tesis general parte de dos proposiciones tautológicas: tenemos, por un lado, al hombre primitivo, en cuya interioridad se desarrolló un temor distinto al estimulado por los peligros reales que lo circundaban. Era un sobrecogimiento surgido de algo carente de presencia física y que, aun así, le afectaba, por lo misterioso, por lo numinoso —entendido análogamente a la explicación del teólogo protestante Rudolf Otto en Lo santo—. Dado que este pavor, sin base natural ni beneficio en términos evolutivos, ha llegado hasta nuestros días, concluye Jack (después de tantos párrafos ya podemos llamarlo así) que tiene que tratarse de «una experiencia directa de la realidad sobrenatural, a la que conviene dar el nombre de revelación». Sería, pues, la entrada inaugural de Dios a eso que llamamos consciencia. Por otro lado, tenemos al Hombre, es decir, a Jesucristo, encarnación del Todopoderoso a la par que uno di noi. Sufre, muere, pero también resucita, con su cuerpo y personalidad intactos, otorgándoles un sentido a las tribulaciones pretéritas. ¿Significa esto que Dios es una mala pécora, un sádico que nos envía males para luego compensarnos con chucherías? Sí. O sea, no, no. Significa (siempre según sus hipótesis en El problema del dolor) que Cristo es la condición de posibilidad para hacer de aquel dolor prehistórico una categoría susceptible de ser problematizada, mostrando la existencia de «una realidad última justa y amorosa». Ojo, que hemos dicho mostrar, no demostrar, porque «la Encarnación no es transparente a la razón. No hubiéramos podido, pues, inventarla nosotros. Tampoco posee la sospechosa transparencia a priori del panteísmo o de la física newtoniana». Durísimas declaraciones de una persona dedicada a la academia y a la literatura fantástica, pero continuemos.

Una vez aceptado lo anterior, comulgar con los argumentos sobre la necesidad del libre albedrío propuestos por san Agustín es pan comido, igual que con los de Leibniz en relación con el mejor de los mundos posibles, o con las máximas que componen el ideal del santo cristiano en contraposición al sabio estoico. En esencia, postula que nuestra libertad es un don que permite el desarrollo de la voluntad, la cual hay que ejercitar para quebrar la falsa ilusión de autosuficiencia, reapropiarnos de la condición de criatura que perdimos tras el exilio del Edén y, en definitiva, hacerla coincidir con la voluntad del Padre. Pero —dice— nadie se acuerda de esta tarea mientras está disfrutando de un vermú y unas buenas patatas bravas en un día soleado de primavera —no lo dice exactamente así, obvio—, sino cuando sufre, puesto que

el dolor no es solo un mal inmediatamente reconocible, sino una ignominia imposible de ignorar. […] reclama insistentemente nuestra atención. Dios susurra y habla a la conciencia a través del placer, pero le grita mediante el dolor: es su megáfono para despertar a un mundo sordo.

Reconoce que da miedo, que es «una herramienta terrible», que no es «una doctrina agradable», que, por supuesto, puede alentar a la rebelión, y que, si de su persona dependiera, huiría sistemáticamente de toda fuente de malestar. Aquí no hay contradicción, porque no es el sufrimiento en sí lo deseable, sino la oportunidad que ofrece para ir perfeccionando el vetusto arte de la sumisión. ¿Saben dónde sí hay contradicción por doquier? En la vida, cuanto más si es compartida con alguien de carne y hueso. 

En 1960, tan solo cuatro años después de contraer matrimonio con Helen Joy Davidman, la poeta estadounidense muere a causa de un cáncer de huesos, antes de llegar a cumplir los cuarenta y cinco. Y C. S. Lewis, quien apenas había empezado a conocer el amor como rutina, rellena cuatro cuadernos siguiendo el rastro de su duelo, los reúne en Una pena en observación y, esta vez sí, se asegura el anonimato publicando bajo el pseudónimo de N. W. Clerk, con el fin de preservar su intimidad de las morbosas miradas de sus contemporáneos. Ahí no encontramos al académico, ni al fabulador de historias fantásticas, ni siquiera al apologeta, sino a un hombre incapaz de escapar a su propia emocionalidad, desgarrado e iracundo, errático, que escribe para poner la pena fuera de sí, para sortear el vacío abierto por la ausencia de Joy (H. en el libro) y, como consecuencia, también por la ausencia de Dios.

En cuanto comienza la narración percibimos que en el tratado de 1940 se le había escapado una de las condiciones más características de su objeto de estudio: que el dolor, cuando se ostenta en grado sumo, siempre viene acompañado de olvido. Por eso no podemos acusarlo de mentir cuando abre el primer cuaderno lamentándose porque «nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo», aunque hubiese halagado las virtudes de ese tipo de temor previamente. Y, quizá por la misma razón, ningún argumento ensayado por vía racional le asiste en su desasosiego. O a lo mejor es que ese latinajo tan manido del primum vivere deinde philosophari contiene su parte de verdad. Fuera por lo que fuese, C. S. Lewis, o Jack, o N. W. Clerk, solamente recuerda sus esfuerzos lógicos con vergüenza por haber dado lecciones desde un púlpito de tranquilidad, por la frivolidad empleada al hablar de fe y fuerza sin ser para él, entonces, un asunto de vida o muerte, y responde a sus hipótesis pasadas escupiendo mucha, muchísima rabia. Rabia, sobre todo, contra Dios, al que mantiene en el horizonte para insultarlo. Lo llama, ahora sí, Sádico del Cosmos, payaso, Eterno Despiezador, hipótesis innecesaria, Eterno Cirujano. A ratos se arrepiente, intenta reconducirse retomando el hábito de la razón, pero le dura poco, porque, como bien sabía (aunque lo hubiese olvidado), el dolor es imposible de ignorar. Escupe de nuevo:

¿Por qué le doy cabida en mi mente a tanta basura y bagatela? ¿Acaso espero que, disfrazando de pensamiento a mi sentir, voy a sentir menos intensamente? ¿No son todas estas notas las contorsiones sin sentido de un hombre incapaz de aceptar que lo único que podemos hacer con el sufrimiento es aguantarlo? Un hombre empeñado en seguir pensando que hay alguna estrategia (que es cuestión de encontrarla) capaz de lograr que el dolor no duela.

No hay, en esta nueva revelación fenoménica (que es lo opuesto a lo numinoso), ningún Creador con megáfono, ni tintura del amor de este a sus criaturas, ni nada sobrenatural. Solo el hueco del cuerpo enterrado, «un cadáver, un recuerdo, un fantasma […] nada más que burlas, nada más que horrores», sin certezas de que su amada no sienta en la muerte un padecimiento similar al suyo por la separación, un malestar sin aprendizaje posible, exento de cuerpo, de belleza y de paz. Nada. O casi nada, porque persiste la tristeza, fecunda, girando sobre sí misma, que lo lleva a rechazar las imágenes y a exigir realidad, tanto de H., de todos los muertos, como de Dios, con todas las contradicciones implicadas.

Nos encantaría contarles un final feliz en el que se cumpliesen, por una vez, las profecías de C. S. Lewis, por ejemplo, esa en la que afirmaba que al dolor le sigue naturalmente la alegría, pero también en esto se equivocaba. Después de la congoja queda el cansancio, más olvido acumulado (voluntaria e involuntariamente), la repetición de esos mecanismos contra el dolor ya practicados en Belfast cuando era niño; subsiste la esperanza a costa de asumir que «puede que lo que menos entendamos sea lo mejor»; quedan los muertos reducidos a puro intelecto, despojados de emocionalidad, y queda Dios, intuido en la última sonrisa esbozada por Joy, esa que no iba dirigida a él.

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