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El ángel de la inteligencia artificial (2)

El ángel de la inteligencia artificial 3

Viene de «El ángel de la inteligencia artificial (1)»

La creación de una inteligencia orgánica

Por todas partes vemos vida. Objetos y sujetos que en un momento dado de la evolución emergieron, se configuraron como entes autónomos que viven y se desarrollan en poblaciones autogestionadas, y toda autogestión sería imposible sin la concurrencia de agentes externos; lo contrario equivaldría a extraer vida —energía e información organizadas— de la nada. De dónde surge entonces eso que llamamos realidad viva, cómo surge vida inteligente, por qué aparece consciencia en el Universo —«¿por qué hay algo en lugar de nada?», se preguntó Leibniz en el siglo XVII—. 

Un hecho ampliamente comprobado por la experiencia en laboratorios es que todo sistema macroscópico complejo es el resultado de una combinación de estados microscópicos cuya función de onda cuántica se ha colapsado. Expresado más concretamente: la función de onda que define las probabilidades de existencia de un sistema cuántico se colapsa en lo real (de ahí que, dicho sea de paso, la física cuántica solo pueda aplicarse en objetos microscópicos; en la escala humana, la física cuántica no funciona, carece de todo sentido). Es a partir de tal colapso, de esa «caída» en lo real, que, elevándola varios órdenes de magnitud, surge lo que llamamos vida, una especie de «macrocolapso» en el cual la función de onda cuántica del sistema en curso se materializa, libera energía y materia, las cuales, al interaccionar con la materia blanda de su entorno, crearán formas, darán lugar a una determinada morfogénesis. Tal emergente materia blanda, a su vez, al interaccionar con otros entornos, almacena información y se produce entonces un segundo y fundamental proceso: todo ese almacenaje y codificación de información y de energía reduce la entropía del sistema. Sí, la reduce. Concretamente: la entropía decrece en los sistemas abiertos, en los sistemas no aislados, típicamente en los sistemas vivos. De modo que, tal como dice el Segundo Principio de la Termodinámica, la entropía global del Universo crece, sí, pero, en algunas pequeñas zonas (sistemas abiertos), la biología reduce la entropía. Esto es obvio por simple inspección ocular; qué duda cabe que una flor, una hormiga o un cerebro humano son sistemas bastante ordenados, en absoluto desordenados, organismos con una entropía muy baja, y por eso mismo somos complejos.

Y el modo en que la biología consigue reducir la entropía —es decir, crear vida— es modificando su entorno, su medio ambiente, guardando información de este y moviendo el tiempo hacia delante; si no se consume energía, el tiempo no existe. Porque el tiempo no es el reloj, el reloj tan solo es un instrumento de divisiones arbitrarias, el tiempo son las huellas que la información deja en la materia. Si no hay producción de información, de huellas —toda huella es información, que se lo digan si no a los detectives—, no hay tiempo real, no hay tiempo termodinámico, no hay fenómenos irreversibles, no hay flecha del tiempo. Todos esos movimientos de energía, materia y creación de tiempo son los que dan lugar a un lenguaje y, por lo tanto, a organismos complejos, dotados de consciencia, por elemental que esta sea. Las células tienen un lenguaje, primitivo, pero al fin y al cabo un lenguaje que, a medida que se van construyendo agregados celulares, dejará de ser un sencillo código comunicativo para convertirse en un lenguaje sujeto a las mutaciones propias de lo complejo. 

Aquí entra en juego algo que poco tiene que ver con lo que acostumbramos a pensar cuando hablamos de inteligencia artificial, la física biológica. Lo que esta disciplina estudia, al contrario que la robótica o que las redes neuronales generativas —las cuales tratan de crear simulaciones de vida a través de sistemas digitales y algorítmicos—, es el modo de crear vida inteligente a partir de elementos orgánicos. De este modo, en los laboratorios, en recipientes preparados a tales efectos, son depositadas células a las que, a fin de observar sus cambios de forma, su evolución y sus asociaciones con otras células, se estimula inyectándoles energía e información. Todo ello para llegar a entender el origen de la inteligencia, así como las diferentes clases de inteligencia en la escala de los seres vivos. 

Hemos llegado hasta aquí para poder decir que la primera consecuencia de todo ello es que el salto a la vida, la aparición de la inteligencia y de la consciencia, no es digital —o al menos no es únicamente digital—, necesita de una parte orgánica. Pero ¿qué queremos decir exactamente cuando decimos «orgánica»?, pues queremos decir la existencia de algo que no pueda reducirse a ceros y unos, algo que no pueda ser codificado en una secuencia algorítmica, algo que —en definitiva— contenga ruido. No solo la vida tiene ruido sino que no puede haber vida sin ruido. El ruido, en el caso de la comunicación verbal —muy bien estudiado por la semiótica—, da lugar a errores pero también a los dobles sentidos y a los hallazgos metafóricos del habla. En el campo que aquí nos interesa, la biología, el ruido es la temperatura, aquello que agita la materia: el (microscópico) y aleatorio movimiento de los átomos y moléculas de un trozo de materia visible (macroscópica). Tal ruido es lo que provoca que, a su vez, existan mutaciones en las réplicas y en la dinámicas de cambio, «fallos en la comunicación», los cuales, en ocasiones, generan una inesperada conexión entre unas partes que no estaban destinadas a relacionarse positivamente, de tal modo que ese fallo será un «fallo positivo», un «error positivo». Tal es el principio de la creatividad biológica y —dicho sea de paso— también de la creatividad artística. Eso que llamamos artes, literatura, incluso ciencia, no es otra cosa que la suma de dos términos; a saber, una copia más un error positivo, el intento de copiar algo previo que nos haya estimulado y, espontáneamente, copiarlo mal, establecer una mutación en el original (ruido) de tal suerte que pueda emerger algo nuevo que una sociedad consensúe como artísticamente valioso. 

Repetimos: no puede existir una forma de vida completamente autónoma, ni mucho menos un cerebro que venga creado desde las prístinas instancias digitales. No en vano, sabemos que, en el plano práctico y experiencial, el mundo de lo digital está llegando a sus límites energéticos reales; casi no se puede hacer más grande. Un sencillo ejemplo: para sostener algo tan primario como el ChatGPT empleamos la misma energía por unidad de tiempo que para suministrar electricidad a una ciudad de diez mil habitantes. Es decir, para llevar a cabo una actividad no ya similar a la del cerebro humano sino muchos órdenes de magnitud más sencilla, como lo es la actividad de ChatGPT, necesitamos un aporte energético miles de veces mayor que el que necesita un cerebro humano, el cual con tan solo unas dos mil quinientas kilocalorías diarias puede realizar tareas muchísimo más complejas que un ChatGPT. El motivo de semejante desfase —casi ontológico—, el núcleo de lo que estamos aquí tratando, es que el cerebro que mueve al ChatGPT es exclusivamente algorítmico, y, por el contrario, el cerebro humano es materia orgánica que funciona por un método de resolución de problemas denominado abductivo, método que se cree imposible de simular en una máquina. En todo el proceso de intentar crear cerebros humanos a partir de códigos informáticos hay un momento —y quizá ese momento ya ha llegado— en el que es la propia realidad matérica, la propia termodinámica, la que nos lo revela como un imposible, como una fantasía nuestra. Apoyado en ideas del matemático Gödel, el primer ordenador moderno lo formula Turing para demostrar que en eso que llamamos realidad hay una parte algorítmica, sí, y hasta ahí todo funciona espectacularmente bien, pero ello nada dice ni desdice acerca de la parte no algorítmica de la realidad, de la parte analógica, orgánica. Pretender la obtención de una IA sin tener en cuenta esa zona orgánica de la realidad es, como mínimo, una actividad ficcional.

Si en algún momento futuro la inteligencia artificial puede ser calificada de inteligencia artificial evolucionada y compleja, vendrá derivada de la biología, no de la informática; mejor dicho, de una combinación de ambas, porque ambas pertenecen a la realidad. Lo que sí es seguro es que el camino de construir ordenadores cada vez más potentes que puedan entrenar mejor a lo que damos en llamar redes neuronales generativas es un callejón sin salida. Resumido en términos físico-termodinámicos: la creación de una inteligencia artificial evolucionada ocurrirá cuando se consiga que esta sea un sistema en el que —del mismo modo que lo hacemos los seres vivos— su propia evolución reduzca su propia entropía. De momento, todas las supuestas IA de las que disponemos lo único que hacen es aumentar la entropía, y en caso de disminuirla lo hacen a costa de incrementar la entropía de su entorno —del planeta— de un modo escandalosamente exponencial, tanto que a largo plazo las convierte en inviables. 

Pero no se vayan todavía, hay algo más.

(Continuará)

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2 Comentarios

  1. Pingback: El ángel de la inteligencia artificial (y 3) - Jot Down Cultural Magazine

  2. mariano panta

    Por eso J Von Neuman viró hacia la biología desde la matemática intentando entender como crear inteligencia.

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