Sociedad

El supermercado como epítome de la civilización occidental

supermercado
Supermarket Lady, de Duane Hanson (1970)

Cuando mi sobrina Paula tenía cinco años le hice memorizar esta frase: «los supermercados son el epítome de la civilización occidental». Huelga decir que la pobre niña no entendía su significado. Ahora, a sus quince, probablemente tampoco, pero yo ya planté la semilla de lo que algún día quizá sea el eje de su tesis doctoral. Mis experimentos pedagógicos pueden ser discutibles —por no hablar de mis expectativas sobre la trayectoria académica de la sobri— pero la frase resume mucho más de lo que aparenta. 

Ir a comprar a un supermercado es una de las cimas de la experiencia humana en el siglo XXI. Voy a catalogarla como al menos equivalente a contemplar las puertas del paraíso en el baptisterio de la catedral de Florencia. Para disfrutar del trabajo de Ghiberti y ayudantes es necesario tomar un autobús, un avión, un tren, alojarse en un hotel carísimo y navegar entre ríos de gente para plantarse frente a la catedral y darse codazos con otros turistas para ver en directo lo que tantas veces se ha disfrutado en libros o, ahora, por internet. El placer de examinar las dos hojas en su sitio –con las texturas, los brillos, el stiacciato, esas gloriosas composiciones de escenas pías, los matices– queda un tanto amortiguado sabiendo que los batientes son una copia (las puertas originales se guardan en el Museo dell’Opera del Duomo), aunque la contemplación in situ continúa siendo una experiencia muy satisfactoria. Sin embargo, desmerece de la que vengo a hablar, porque —para empezar con la exposición del caso— al súper uno puede ir siempre que quiera y, de hecho, para mucha gente hacer la compra es un penoso deber. Uno que se puede transmutar con facilidad en una fuente periódica de satisfacción y de placer estético e intelectual. 

No me interesa recorrer la historia de esta manera de vender. Hay un libro espléndido del fundador de Trader Joe, Joe Coulombe que gustará a todos a los que (ejem) adoren los supermercados y la venta al detalle. Lo que quiero es ofrecer unas notas originales para su apreciación. Un riesgo, ahora que parece que se ha revivido el debate sobre la diferencia crítica entre pivotar sobre materiales ajenos y la creación, entre la alta y la baja cultura, sobre lo cultureta y gafapastoso y lo popular. Sin ánimo de contribuir a la épica de la élite cultural, pero sin pedir perdón por disfrutar genuinamente de obras que otros consideran un tostón infumable, creo que para gozar de las puertas de Ghiberti, de un buen poema de Jo Shapcott, o de un cuarteto de cuerda de Bartok se ha de contar con cierta instrucción previa. Es difícil llorar de emoción estética ante un cuadro de Hodgkin o de Joan Mitchell sin saber qué es el expresionismo abstracto. En la misma línea, disfrutar de la compra en el supermercado no es un acto natural. Dedicar unas páginas a exponer por qué la visita semanal al Carrefour podría convertirse en una experiencia que eleve por un rato tus vibraciones mentales desde la molicie y lo gris hacia lo excelso de tu claristorio interior no es un ejercicio de estilo, ni una fricada iconoclasta. Es un sano intento de que se pueda valorar mejor una actividad a la que no hemos dotado de su debido significado cultural y a la que quizá por inercia no prestamos la atención que merece. De entrada, la experiencia súper tiene a su favor que es más inmediata y accesible, y además tiene mucho más que ver con nuestra vida, que esa escena de Ghiberti en la que Dios detiene el brazo de Abraham cuando se dispone a acuchillar a Isaac, su hijo. En cierta medida, ir al supermercado es una experiencia más auténtica para nosotros que contemplar en el museo del Bargello esa escena, ya sea en el bajorrelieve de Ghiberti o en el de Botticelli

Hay que desconfiar de las etimologías (búsquese «algebrista» en un buen diccionario), pero el prefijo super ya dice algo. Super parece un superlativo, pero en realidad el tope de la gama de ese paradigma léxico es el híper. El hipermercado es al supermercado lo que el imperialismo al capitalismo según Lenin; su fase superior, así que lo usaré en adelante como ejemplo excelso de una forma de vender que desde el comienzo está ligada al coche. Y es que eso de trasladarse en un medio de transporte individual, el automóvil, protegido como una crisálida, hacia un lugar en el que aparcar con holgura para llenar un carro con todos los productos necesarios para disfrutar de una semana feliz, despreocupada, seguro de que se dispone de todo lo necesario para nutrirse, no enfermar, no pasar frío o calor, y disfrutar del tiempo libre solo, con la familia o con tus amigos; esa es una experiencia que solo ha sido posible desde mediados del siglo veinte y que resume mucho de los éxitos y problemas de la civilización occidental. El automóvil elevó el sistema de compra del súper a su grado de virtuosismo. 

El comercio de toda la vida, tan ensalzado, no dejaba de ser epílogo de un sistema gremial y de una logística ineficaz que acababa pagando el consumidor final. El supermercado, primero, y el hipermercado, después, trajeron consigo no solo variedad, sino un mejor precio fruto de la competencia para rebajar los costes y ser competitivo. Se les acusa de haber acabado con las tiendas de toda la vida; un espejismo, la querencia por esos negocios, que nace de la dulcificación del pasado que nos ataca a todos a partir de cierta edad. Lo cierto es que ni eran tan adorables ni han desaparecido. La mejor manera (legal) para enfrentarse a los competidores siempre ha sido la innovación, y algunos comercios han superado la crisis gracias a ella. Por otro lado, la competición también se da entre las propias cadenas de hipermercados, y eso también es excelente. Al igual que la pintura al óleo se impuso al temple por sus mejores propiedades, y el motor de explosión al coche de caballos por otras buenas razones, la competencia entre hipermercados los ha ido refinando. Mientras se esforzaban en ganar dinero nos ha ido aportando nuevos servicios, y eso ha mejorado enormemente nuestra calidad de vida. Más variedad de productos, mejores calidades; y presentaciones que nos hacen la vida más sencilla y nos dejan tiempo para otras cosas. 

Quizá no somos conscientes de la liberación que supone el ahorro de tiempo, dinero y esfuerzo de la compra en serie. Que se pueda resolver en un par de horas la cesta semanal es un regalo de los cielos. Tomar una bolsa de brotes tiernos ya lavados para añadir algo de verde a la dieta lleva dos segundos y el precio es muy razonable teniendo en cuenta que si tuvieras que cultivar por ti mismo siete tipos de lechuga tendrías que poseer tierra y metros cúbicos de agua, además de dedicar innumerables horas a plantar, escardar, regar, abonar y evitar las plagas. Una actividad a tiempo completo que no digo que no sea gratificante, pero que te impide hacer otras que quizá lo sean más y para las que estés mejor preparado. Lo mismo con los tomates, cuyas matas verás crecer durante semanas hasta que te den una cosecha que puedes conseguir sin ningún esfuerzo comprándosela a quien sabe más que tú porque se dedica a tiempo completo a ese cultivo. Quien haya plantado tomates en una maceta sobre el alféizar, lo sabe. 

La verdura de un supermercado estándar es muy variada y da para todos los gustos. La carne, por otro lado, la encuentras en variedad de presentaciones y tipos. Hasta te la adoban si eres tan vago como para no macerarla tú mismo en un mejunje de aceite, sal, orégano y pimentón de la Vera. Y los cortes varían entre empresas: Froiz, por ejemplo, corta su ternera gallega de una manera diferente a la de otros establecimientos. Saber que hay escuelas doctrinales enfrentadas en cómo se trocea una vaca, y que el resultado no es el mismo, seguro que es obvio para un argentino, pero desde luego no lo es para todo el mundo, y eso da que pensar. 

En los supermercados puedes encontrar productos que si quisieras jugar a cocinillas te obligarían a montarte un tinglado. Por ejemplo, el pastrami, que a mí ya me gustaba antes de que Sally le diera una clase magistral a Harry en Katz’s en 1989 (cuatro días hace de aquello en mi cabeza). Para hacer en casa un pastrami en condiciones tienes que mentalizarte, además de tener la cocina tan ordenada como un quirófano y las manos inmaculadas como las del cirujano. A pesar de las precauciones que le pongas, si no deseas morir de botulismo será mejor que uses nitrato potásico (alias E252). Eso introduce otra complicación, porque si tampoco deseas morir por nitrato potásico es mejor que no pases de 0,15 gramos por kilo. Si medir te inquieta, puedes usar polvo de Praga, la sal de curar de toda la vida, a bulto. Luego tienes que acopiar ajo, mostaza, especias al gusto, macerar la pieza de pecho de ternera durante seis largos días moviéndola cada 24 horas, meterla luego al horno durante otras cuatro horas, refrigerarla un día adicional en la nevera, y después, volver a encender el horno si lo quieres caliente, que es como mejor está. Tras esa semana tan ajetreada tendrás tu pastrami a un tercio del precio por el que lo comprarías en el híper (si no cuentas tu tiempo y preocupaciones como gasto, claro), y en cantidad suficiente para toda la familia durante varios días. La belleza del asunto es que cuando voy al Aldi compro solo la cantidad que voy a consumir, el proceso me lleva dos segundos y, sobre todo, disfruto sobremanera pensando en la movida que me estoy ahorrando y en el tiempo que voy a poder dedicar por la tarde a, por ejemplo, leer las deliciosas cartas de Felipe II a sus hijas mientras me zampo el pastrami entre rebanadas de pan de centeno. 

La compra del pastrami es solo una fuente de placer, una privada, de las muchas que cualquiera puede encontrar en un supermercado. Es solo un ejemplo que a mí me dice algo. Pero hay miles de referencias a las que se puede aplicar una argumentación parecida: con cada producto puedes trazar una secuencia desde la materia prima a lo que tienes frente a ti, listo para que te lo lleves a un precio que suele ser el más barato posible. Esto se aplica desde el primo conocido del pastrami, el jamón cocido, hasta las cremas, las sopas, las latillas o los quesos.

La compra semanal también ayuda a reflexionar sobre la geografía y a darse cuenta de la amplitud de nuestra civilización. Observar lineales repletos de una cornucopia de productos de innumerables países conduce enseguida a una reflexión sobre la complejidad de una sociedad, la nuestra, capaz de esa proeza. La clase de geografía que ofrece un supermercado no se limita a la procedencia de las mercaderías, ni a los productos exóticos que ahora se han generalizado, sino a varios otros aspectos de los que nos contaban en las lecciones de geografía económica. La reflexión remite a prodigios de organización y diseño, como la normalización de los contenedores de barco, la flotas de camiones refrigerados, la logística que minimiza las pérdidas y permite que cultivos remotos alcancen un mercado que de otra forma no tendrían; la gestión de stocks, las políticas de compra de cada compañía, o los acuerdos comerciales con suministradores en exclusiva. Todo ello requiere un enorme dominio del espacio y de la programación lineal, una herramienta de la que ya hubieran querido disponer muchos imperios antiguos, a menudo ineficientes para otra cosa que no fuera la guerra. Aquí surgen muchos más argumentos para ver al híper como epítome de la civilización occidental. Lo buena que es la paz para estos negocios. La riqueza que genera los intercambios comerciales. Los beneficios de la competencia a escala regional. Innumerables argumentos. 

Otra cosa en la que la gente no se suele fijar es en el diseño, y eso es una pena, por la pérdida de satisfacción estética que supone. El diseño, en un buen híper, está en todas partes. No digo que pasear apoyado en el carro por los pasillos sea equivalente a deslizarse por la espiral del Guggenheim de Nueva York porque lo primero es mucho más difícil, por cuanto requiere que la atención se divida entre encontrar los ítems de la lista de la compra y apreciar el diseño de las cajas, etiquetas, y todo tipo de presentaciones de botellas, garrafas, bolsas herméticas, blísteres, y otros recipientes varios. Al Guggenheim vas a lo que vas, pero en el súper cuesta darse cuenta de que el brik es en sí una pieza de museo, al igual que las botellas de cristal de la Coca-Cola. Incluso los productos de marca blanca se ofrecen ahora en cuidados envases de atractivo diseño. La cartelería de ofertas ya no es solo funcional e informativa. Ahora se cuida, y hasta los anuncios temporales están bien hechos. Antes de los ordenadores y las impresoras baratas debía ser complicado hacer algo decente. Hoy, con un poco de buen gusto (y una plantilla) se pueden hacer virguerías que algunos clientes agradecemos. Hasta la colocación de las mercancías también da alguna satisfacción al alma sensible, y remite a los problemas de empaquetamiento de esferas que tienen que resolver los estudiantes de cristalografía.

Las estrategias de diferenciación entre marcas regalan un estudio sociológico al que quiera verlo. La tipografía que usan las empresas para sus productos, por sí misma, ya indica el segmento demográfico al que se dirigen. De palo seco para lo estándar y ofertas; con serifas o gracias para lo exclusivo tradicional; de diseño y originales para lo gourmet. El color del bote de gel de baño impone un precio diferente. El dorado es lujo, el blanco es pureza, y hay gente dispuesta a pagar un poco más por esa sensación. La paleta de colores de la sección de productos bio (blanco, verdes, grises y marrones claros) es diáfana en su intención, lo mismo que la de aperitivos, ésta con su espectro de cálidos, rojos y naranjas que asociamos con la actividad social y los amigos. Algunos envoltorios presentan los productos en unas composiciones dignas de auténticos bodegones. Las propuestas de emplatado que hacen son una educada invitación a tratar al producto con cariño y disfrutar de la estética al comer. Quién va a escoger una vulgar caja blanca de espaguetis pudiendo optar por otra de pappardelle en la que aparece ese evocador paisaje de la Toscana de los anuncios, el del camino sinuoso flaqueado de cipreses hacia la bruma de la mañana, que da la impresión de que uno se ha trasladado a Italia cuando los echa al agua hirviendo.

La comida es solo un aspecto a considerar cuando uno reflexiona sobre lo impresionante que resulta una sociedad que es capaz de colocar tantos productos accesibles en estos establecimientos. En mi híper de confianza, un Carrefour, también hay comodidades modernas (lavadoras, frigoríficos, batidoras, tostadoras, lavaplatos, hornos microondas), máquinas que nos hacen la vida más fácil (cafeteras, afeitadoras, planchas), juegos de cama, sillas, mesas; tres lineales para las mascotas, productos para las plantas y las plagas, ferretería y una surtida selección de extras y caprichos para el coche. También hay menaje de hogar, y ropa a precios ridículos si la compras fuera de temporada. Un gran momento para mí es el viaje anual a por las camisetas del verano siguiente. Son básicas, de algodón, blancas con algún estampado californiano o una frase simpática o gamberra, y solo duran tres temporadas si las lavas cada semana, pero por el precio de un polo pijo te puedes comprar veinte y estrenas cada día. El bello Brummell, capaz de afilar sus cuchillas de afeitar con primeras ediciones de los clásicos, hubiera rabiado al ver a la plebe disfrutando de tal variedad a precios de saldo. Hoy, al contrario que en épocas anteriores, no hace falta ser rico para dotarse de todo lo necesario para vivir dignamente y con una comodidad que ya hubiera querido Luis XIV. Y en esto, el súper y el híper han tenido mucho que ver, a la vez que ellos mismos resumen un bienestar que no tiene parangón en la historia de la humanidad. Nunca tantos han vivido tan bien. 

El hipermercado es el tope de la gama de los supermercados, pero no por ello es exclusivo. Esto también es muy importante. No ocurre como con los lambos en relación a los Dacia, que la mejor versión del concepto coche es para unos pocos. La popularidad de estos comercios es un plus, por más que haya mucha gente que valore lo exclusivo y difícil de conseguir por encima de lo corriente y accesible, ignorando siglos de buenos consejos al respecto. Los hipermercados son demóticos, están en todas las ciudades, tachonando luminosamente sus periferias (donde el suelo es más barato, no en el centro peatonal, al que solo acceden con comodidad las clases medias que lo habitan), y cerca de las vías de comunicación (están pensados para el coche). No hacen distingos de clase, y sus pasillos y cajas son populares y niveladores, puesto que nadie con una cuenta saneada se arregla para ir a comprar latas de atún. En el Hipercor de Pozuelo, el municipio de mayor renta de España, se ve todo tipo de gente, y las cosas cuestan lo mismo que en el de cualquier otra ciudad (aunque ese establecimiento gane, eso sí, en variedad).  

Hay una categoría especial de híper que merece un análisis separado. El híper integrado en el centro comercial. Este concepto representa la apoteosis de la civilización y de nuestra sociedad igualitaria, un lugar en el que se juntan los ciudadanos para satisfacer pacíficamente, a cubierto y cómodamente, sus necesidades básicas. Es un remedo del ágora griega, pero mejorada, puesto que en la polis los esclavos y las mujeres estaban a lo suyo. Epicuro decía que el grito del cuerpo es no tener hambre, ni sed, ni frío, y que quien consiga eso puede competir con Zeus en felicidad, y eso es exactamente lo que proporcionan esos lugares. A pesar de ello, se denosta con desdén patricio eso de ir a pasear el fin de semana a los centros comerciales sin darse cuenta de que la experiencia es mucho más interesante que pasear por el zoco de Estambul, una actividad hoy para turistas que en su origen era la versión pobre y cutre del darse una vuelta por el Xanadú con los amigos. Coleridge, el autor del poema que celebra mejor el nombre de ese sitio concreto, estaría de acuerdo con esto. Ni en su más lúcido sueño hubiera imaginado él un sitio con tantas facilidades para olvidar. 

Los hipermercados son lugares de culto al consumo de masas (conviene recordar aquí que consumir es bueno; el término sociedad del consumo no es peyorativo), pero ni siquiera te obligan a socializar si esa no es tu inclinación. Puedes levantarte temprano el sábado y disfrutar de ese placer de recorrer sin prisa los pasillos con el carrito, que ya de por sí es una maravilla del diseño. Fácil de mover, robusto, de gran capacidad, se cubicó para acoger las compras de toda la semana. Tiene detalles deliciosos, como los salientes para las bolsas o el espacio de abajo para los cartones de leche, y lo puedes acercar rodando al maletero. Permite además calibrar la salud de la sociedad. Si no lo devuelves al redil, nadie te va a perseguir por ello, así que hacerlo se convierte en un síntoma de urbanidad, de hacer las cosas bien porque es lo correcto. Un aparcamiento con los carritos por ahí desperdigados es un indicador de una sociedad con problemas. 

Apoyado en tu carrito, por los pasillos casi desiertos de la primera hora puedes recorrer tranquilamente los hitos de la civilización y todos los beneficios que te proporciona, desde la bendición de tener un pan recién cocido sin haberte tenido que preocupar de recoger leña, hasta poder comer en Madrid lo que se pescó ayer en el Cantábrico. Con el pan, puedes elegir entre docenas de variedades, tamaños, harinas, texturas, añadidos y sabores para satisfacer cualquier querencia, alergia, manía o prescripción dietética. Los metros cuadrados que ocupan estos establecimientos son la cima de la ocupación humana del espacio para un epicureísmo bien entendido (sobre Epicuro, del que somos muy devotos en esta casa, otro día); para esa forma de vida que lejos de la imagen que proyectaron sus enemigos se puede resumir en pasar de líos, leer buenos libros y esmerarse en preparar comidas memorables para disfrutarlas en el jardín con los amigos mientras se habla de la naturaleza. Al hilo, en los hipermercados también se venden libros, aunque suelen ser terriblemente malos. Se venden poco, lo que obliga a gravosas devoluciones. El círculo vicioso, que solo las editoriales grandes pueden soportar, es evidente.

Los hipermercados muestran también que la adaptación a los gustos cambiantes es una garantía de supervivencia. Una de las últimas novedades en mi híper ha sido el puesto de sushi. La idea de que comprar sashimi en donde haces acopio de papel higiénico y suavizante para la lavadora carece completamente de glamur es solo para el que no es capaz de disfrutar de la textura y del sabor del buen pescado y lo suple con disfrutar de sentirse más refinado por consumir un producto oriental en vez de unas berenjenas de Almagro [algo que por cierto nunca se ha visto en una película porque nadie se imagina a Bill Murray y Scarlett Johansson tirando del palito de hinojo cuando los ha visto comiendo con palillos de bambú en el Japón de Lost in Translation. Se trata, como en tantas otras cosas, de un prejuicio cultural mediado por Hollywood, que es quien mete escenas y costumbres en nuestros cerebros]. No deja de ser un pequeño lujo eso de poder consumir con seguridad y cerca de casa un producto tan delicado. El sashimi del supermercado no te parecerá tan memorable como aquel que probaste en Sausalito, aunque el pescado crudo no deje de ser pescado crudo (si hay que vestirlo con estética y ceremonia, es por algo), pero con lo que te gastaste en aquel viaje a San Francisco podrías estar comiendo sushi de supermercado de la misma calidad que aquel durante todo un año. La tragedia del turismo de masas es que para saber eso, así como para despreciar con criterio los viajes, es necesario haber viajado mucho. 

Nótese que la resistencia a comprar pescado crudo en un hipermercado se supera con facilidad a poco que se reflexione. Un híper no deja de ser una superficie amplia cubierta, un mercado a lo grande. Solo alguien que no haya visto los callejones y traseras de los restaurantes urbanos puede pensar que hay más riesgo en comprar sushi en un sitio así, donde todo sigue un protocolo estricto, y en un negocio que por otro lado no se puede permitir ni un desliz sanitario. Pasa en esto lo mismo con las franquicias. A la taberna del tío Paco le da igual si alguna vez se le intoxican los clientes con los boquerones en vinagre, porque tiene un mercado cautivo y la noticia no va a viajar más allá de la esquina, pero el coste reputacional para McDonald’s de un problema con la carne poco hecha es inasumible, y de ahí sus protocolos draconianos sobre el tiempo mínimo que tiene que estar la hamburguesa en la plancha. Si hay que ponerse escrupuloso, no es con el híper o con esas otras cadenas de alimentación para las masas. Te podrá gustar más o menos la comida que hacen, pero ahí es donde menos probabilidades tienes de sufrir una intoxicación. 

Luego está el precio de las cosas que, para finalizar, acaba de redondear la idea del hipermercado como epítome la civilización occidental. El precio de sus productos es imbatible gracias a las economías de escala, a esa obviedad de que comprando cien mil kilos de algo te pueden hacer un mejor precio que si lo compras en bolsitas porque a lo grande reduces los gastos de manipulación, de transporte, los riesgos, la incertidumbre, las operaciones, las mermas, los desperdicios, el número de operaciones, los gastos de gestión y un sinfín de todo eso que hace que al agricultor le paguen los tomates a 0,12 euros el kilo y tú los tengas que comprar a 3 euros. Duro verlo así escrito, pero aun así es lo más barato que lo puedes comprar gracias a que esos negocios tienen unos márgenes ridículos, en torno al dos y pico por ciento de Mercadona. Si se forran es porque venden mucho, no porque saquen mucho de cada compra. 

Llegamos ya al final. Al llegar a la línea de cajas con tu carrito repleto comprobarás el éxito con que los hipermercados han resuelto el tema de las colas. Estudiaron el problema, y se dieron cuenta de que es mucho menos estresante seguir una única cola que estar atento a varias, y hoy es un sistema casi generalizado. Y al pagar, te darás cuenta también de la mejora en seguridad que supone no ir cargando con un fajo de billetes, cual tratante de ganado, cada vez que sales de casa. La tarjeta de crédito, que viene a ser una muestra de confianza de tu banco, no solo es cómoda, sino que te ofrece un préstamo inmediato si lo necesitas a un interés que decepcionaría profundamente a un antiguo mercader de pro como Shylock. Otro progreso de la civilización occidental, el dinero de plástico con un crédito asequible, que nos pasa desapercibido y que, con el resto de las ventajas que he recogido brevemente aquí, permiten darle un pase a la idea de que el hipermercado se puede ver como el epítome de la civilización occidental. El tema da para una tesis, pero que nadie se adelante, que está reservada para mi sobrina.  

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6 Comentarios

  1. Este lavado de cerebro, ¿va en serio o es ironía finísima?

  2. Primero te ríes. Luego reflexionas. Y al final te maravillas. Una bonita pieza de arquitectura verbal y un alarde de erudición que además tiene mucha miga. De tener que leer tres o cuatro veces. Enhorabuena. Estos son los artículos que necesitamos.

  3. Alicia G.

    Yo no lo entiendo como ironía, la verdad. Me parece fino e inteligente. A ratos deslumbrante. Lo deberían regalar a la entrada de los Hiper. Me gusta más este estilo que el de los otros artículos del mismo autor. ¿O son varias personas?. No queda claro son temas muy diferentes y los estilos tambien.

  4. Y tanto que lo es. Lo de la explotación, el asfixiar al productor, la publicidad encubierta y el fetichismo de la mercancía ¿lo dejamos para la segunda parte?

  5. Eduardo Roberto López López

    Vaya con este docto escrito que no sé si es ironía o condena. Pero no importa pues la lectura ha sido amena. Lástima que en los supermercados se socialize poco. No son como los viejos almacenes de nuestros “gallegos”, termómetros del pueblo, pero a veces ocurren milagros. “Lo que quería era sólo un yogur, pues con lo cándido y denso se piensa mejor. Eso creo. Además, raspar hasta el fondo exige habilidad espacial, tenacidad y vista aguda ya que únicamente se ve todo blanco, y la cabeza de mi gato se queda a mitad, por eso ha aprendido a usar una pata para lamerla después. Y he aquí que se presentó otra vez el temor al extravio y la desubicación por los neones y la asepsia de los corredores mondos y brillantes como pasillo de hospital del super mercado del pueblo, infinitamente largos y a un costado cientos de marcas con efectos benéficos, mas nocivos para una simple elección. El paso se me hace siempre pesado, lento como un astronauta sin gravedad sabiendo que después de la compuerta funesta solo puede haber vacio y soledad, pero ese día me salvé de la perdición cósmica gracias a una nena y a su hermanito. Ella sobre un carrito intentando pesar ¡su cabecita de niña en la balanza electrónica! mientras el otro corría de aquí para allá en busca de ¡el código y el precio de cabezas de nenas!, encontrando solamente semejanzas: melones, zapallos, sandías y repollos, pero cabezas de nena, NO. Ya no fuí una copia burda de un explorador del espacio condenado al fracaso, al olvido en una pletórica nave espacial, no. La maravilla me devolvió a la dulce Tierra. Entonces pregunté por el precio. ¡Es que no hay precios para cabezas de nenas!, me respondio todavía en esa posición absurda. Está de más decir que volví sin yogurt, pero contento pues la fantasía había sido gratis”

  6. Nos quedamos con las ganas de saber qué opinó luego el gato.

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