
Peter Greenaway dio una exclusiva en Jot Down que posiblemente fue la noticia más importante de todos los tiempos. El cineasta reveló el sentido de la vida, nada menos, en estas páginas. Al comentar su edad, que se acercaba a los ochenta años, echaba la vista atrás y compartía su alegría por considerar que había satisfecho la razón última de la existencia durante su paso por el mundo.
Dijo así: «He pasado mi herencia genética cuatro veces. En términos darwinistas, he acabado hace dieciséis años, que es la edad de mi hijo menor. Ya he terminado mi misión en el mundo, pasar los genes. Sinceramente, pienso que estamos aquí para follar. No se me ocurre otra razón. Tanto si eres una mosca, una cebra, un chimpancé o un humano. Es lo mismo para todas las formas de vida, para lo que estamos es para propagar la especie».
En esta época que nos ha tocado vivir, se cuestiona absolutamente todo, y el inmenso potencial que tienen los juguetes tecnológicos estadounidenses para propagar todo tipo de información ha servido para que las dudas sean más consistentes que las certezas. Sin embargo, el deseo sexual es una realidad. Es muy difícil dudarlo. Podemos admitir la teoría de que lo introdujeron alienígenas, que viene de un chip implantado con una vacuna al nacer, pero no negar su existencia.
Recientemente, se ha detectado una proporción de personas asexuales que podría oscilar entre el 1 y el 3 % de la población, y la identificación con ese rango ha ido aumentando conforme lo ha hecho su visibilidad. Pero si atendemos a la norma más que a la excepción, el sexo mueve a los mamíferos de forma irracional, constante e implacable. Decía Luis Buñuel que lo bueno de envejecer es que se había librado de ese tirano inmisericorde llamado deseo sexual.
Y todo en el sexo gira alrededor del orgasmo. Aunque controlemos la reproducción, sigue estando ahí como regulador de placer para la obtención de bienestar físico y mental. Hemos logrado desglosarlo de su objetivo reproductivo, pero no de su función vital. Ahí sigue, motivándonos, dirigiéndonos y, ante su falta, frustrándonos, oscureciéndonos. Son unos escasos segundos cruciales para nuestra estancia en la vida terrena, a falta de otra conocida. ¿Pero qué es realmente el orgasmo? Pues, biológicamente, algo muy parecido a meterse una aguja por la vena en un descampado, inyectarse heroína y que los escombros sobre el albero parezcan el lugar más bello sobre la tierra.
Así se lo toma el cerebro. Para todos aquellos que sostienen que se puede vivir sin drogas, que echen un ojo a lo que es un orgasmo: una liberación de oxitocina, dopamina, prolactina y opioides endógenos. Más componentes que un speedball. Un chute que la psique relaciona, obviamente, con el placer, la recompensa y la consolidación de recuerdos emocionales, es decir, un refuerzo de la atracción hacia una pareja y la formación de recuerdos que pueden influir en futuras elecciones de pareja.
El olor de la otra persona, su tono de voz, suavidad de la piel o rasgos físicos en general, por sí solos, no provocan un orgasmo, pero funcionan como estímulos condicionados. Los asociamos a la experiencia de recompensa que nos supone el orgasmo venidero. Esto es: al chute. El cerebro humano es muy listo, pero muy tonto. Puede conectar el placer sexual con objetos, si alguna vez han estado presentes en momentos de alta excitación, y también es capaz de condicionar la respuesta de deseo a ese estímulo de forma que se genere una preferencia material sin la que no habrá excitación, el fetichismo. Todo miserias de yonqui derivadas de la promesa del orgasmo.
Pero ese mecanismo no es otra cosa que la capacidad de aprender a desarrollar preferencias sexuales diferenciadas. Una flexibilidad que ha permitido a los humanos adaptarse a modelos distintos de relación y estrategias reproductivas.
En entornos de monogamia forzosa, por medio del orgasmo se establecen vínculos que luego favorecen la crianza compartida, a través de neurotransmisores como la oxitocina y la vasopresina que favorecen la conexión emocional. Al mismo tiempo, el método también rige para sociedades polígamas o con alta diversidad de parejas. En el primer orgasmo, se liberan grandes cantidades de dopamina, pero con la repetición constante del mismo estímulo, se produce una habituación en el cerebro, con lo que la respuesta dopaminérgica disminuye gradualmente y, con ella, el interés sexual en la pareja habitual. Así que se busca otra nueva.
Con los opioides endógenos ocurre algo similar. Los receptores de opioides, ante la exposición continua a un mismo estímulo, se desensibilizan y, si no se introducen diferencias en la forma de alcanzar el orgasmo con una misma pareja, puede disminuir la satisfacción. Además, también puede jugar en contra de la monogamia la serotonina. Si el sistema serotoninérgico se activa con demasiada intensidad después de un encuentro sexual, la sensación de saciedad puede ser tan prolongada que se produzca una disminución del interés sexual y las relaciones a largo plazo con esa pareja.
Lo ya conocido, tenemos una gran capacidad adaptativa. El ser humano, por su naturaleza, es flexible, pero muchos ser humanos, graciosamente también por su naturaleza, son inflexibles. El control, la posesión social de los orgasmos ha sido una de las grandes batallas que ha librado Occidente contra sí mismo.
Académicos que han analizado las costumbres sexuales entre los siglos XV y XVI han encontrado que no era extraña la sodomía de tipo helénico, maduro activo con joven pasivo, y existía el placer oral entre amigos de distinto sexo que, por lo que fuera, se llevaban bien, pero no tenían pensado casarse. Era la heterosociabilidad, sostenida en mamadas y cunninlingus, aunque la sociedad fuese cristiana y el único espacio legítimo para la expresión sexual, en este caso, el coito, fuese el matrimonio.
Estas costumbres se fueron intentando ir metiendo en vereda a partir del siglo XVI, cuando las iglesias, tanto católicas como protestantes, tratan de conducir el sexo a la moral cristiana de forma aún más estricta. En su obra El orgasmo y Occidente, Robert Muchembled explica que, desde entonces, las idas y venidas de placer y represión han sido una constante. Por no mencionar las tendencias a la mortificación de la carne, ayuno y dolor autoinfligido, para superar las debilidades de la carne. Para no querer follar, la búsqueda del placer sadomasoquista. ¿Por qué? porque el camino hacia el orgasmo es inescrutable, pero inevitable.
Ocurrió igual fuera de la fe. Pese a que Rousseau vinculaba el deseo a la pureza humana no corrompida por la sociedad, o a que el marqués de Sade considerase el placer como un principio fundamental de la existencia, con el auge de la moral victoriana en el siglo XIX se alcanzó el punto más alto de represión sexual. La sociedad burguesa, al final, circunscribió el placer al ámbito más estrictamente privado, lo que llevaba el sexo a la clandestinidad. La mujer era la guardiana de la virtud y el hombre, de la hipocresía, pues se podía desfogar en los burdeles sin ninguna penalización social.
Aunque se acabara imponiendo este entorno represivo, los médicos teorizaron que el orgasmo femenino tenía un papel fundamental en la reproducción. Con el orgasmo la mujer liberaba también su simiente, necesaria para la concepción. Al mismo tiempo, para evitar la histeria femenina, o el desequilibrio entre sus humores, se recomendaban masajes en la zona pélvica o directamente vibradores rudimentarios para aliviar esos síntomas. Por el contrario, en el caso masculino era al revés. El exceso de orgasmos podía debilitar, suponer una pérdida de energía vital.
En un determinado momento, como único equilibrio posible, se proponía el uso de enemas. La limpieza del cuerpo aliviaría los malestares. Hubo figuras históricas que se sabe que tuvieron verdadera obsesión por estos tratamientos, como María Antonieta y Luis XIV. La eliminación de «humores impuros» a través del uso frecuente de enemas al final en lo que se convertía era en una práctica placentera a través de la estimulación de las terminaciones nerviosas de la zona anal. La propia medicina percibió en esos días que se estaba estableciendo una relación entre «vaciar el cuerpo» y el sexo. De hecho, se recomendaban las purgas antes del coito.
Es curioso cómo la limitación del orgasmo no hizo más que aumentar formas insospechadas de buscarlo. En La escuela de niñas (L’Ecole des filles), obra francesa de autor desconocido publicada en 1965, se habla hasta de consoladores de terciopelo rellenos de leche caliente para imitar con la mayor exactitud un pene real. Por no mencionar el uso de chorizos, cirios de cera y un largo etcétera detallados en decenas de obras de la época. Por mucha imposición social, en las letras subversivas, la conciencia de la sociedad, se tenía claro que el deseo era algo imposible de erradicar.
La pornografía fue en el siglo XVIII una forma de resistencia contra las normas impuestas por el Estado y la Iglesia. Londres y París fueron centros de producción y distribución de pornografía de primer orden. En 1683, la obra Venus en el claustro (Venus dans le cloître ou la Religieuse en chemise), que recogía diálogos de monjas de diecinueve y dieciséis años sobre cómo satisfacerse sexualmente entre los muros del convento, desató una ofensiva legal de censuras y prohibiciones sobre todas las obras irreverentes y heréticas.
Esa sincronización neuronal, con activación masiva de diversas regiones del cerebro, lo que se conoce como estado de trance, y que llamamos orgasmo, es más fuerte que cualquier ocurrencia derivada de la capacidad de abstracción humana. Actualmente, cabría preguntarse hacia dónde nos conducirá tener en casa la máquina del orgasmo que bosquejó Woody Allen en El dormilón. Ahora mismo con realidad virtual, consoladores, vaginas vibrantes y lubricantes, pack que se puede conseguir por menos de trescientos euros, seguro que ya hemos superado los límites de la imaginación del invento del cineasta. El aumento del aislamiento, el sedentarismo y la aversión a las relaciones físicas podría aumentar el auge de estas herramientas para conseguir el orgasmo, pero que acaben con él, que caiga en desuso, parece un horizonte lejano todavía.
Alexander Lowen, discípulo de Wilheim Reich, y criticado por la psicología académica por la falta respaldo empírico de sus teorías, habló de la bioenergética. Una idea que provenía de la energía orgónica de su maestro. Para esta escuela, el orgasmo es una forma de descarga energética. En fin, cada uno que lo llame como quiera. Pero sí que ponía el acento en algo interesante. En la actualidad, en época de sofisticación sexual, es decir, falta de tabúes y amplios conocimientos sexuales, se sigue sufriendo porque se tiene miedo de no dar la talla sexualmente o no estar a la altura. La sexualidad sería una representación, un esfuerzo, no un verdadero placer. Y la primera consecuencia de todo ello era la inapetencia o problemas como la disfunción eréctil en los hombres. Es decir, la muerte del orgasmo por la vía de su sublimación.
Lo único que se puede deducir de semejantes vaivenes, que superan a los que retrató Muchembled y que se adentran ahora mismo en un terreno impredecible con la interacción tecnológica, es lo que apuntó Buñuel. La tiranía sigue ahí. Y solo cabe afrontarla con filosofía budista: si tiene solución, ¿por qué lloras? Si no tiene solución, ¿por qué lloras?
Este artículo es un adelanto de nuestra revista trimestral nº 50 especial Pura vida, ya disponible aquí.
Un artículo sobre el orgasmo con referencias sólo masculinas que comienza con un tipo que se procrea a una mujer a la que, como mínimo, le dobla la edad.
Todo perfecto.
Interesa muchísimo. Hay tan pocas literatura sobre hombres follando.. tanta verdad sobre el sexo en este artículo….guau
Suscribíos mujeres.