Cine y TV

‘A.I. Inteligencia Artificial’: un último día, una última vez

A.I. Inteligencia Artificial. Imagen DreamWorks.
A.I. Inteligencia Artificial. Imagen: DreamWorks.

«Necesitaría mil vidas para expresar con palabras el amor que siento por ti y, sin embargo, me sobraría un minuto para verte por última vez». Esto no es cine: es teatro. Lo dice Antígona. Siglo XXI, la Antígona que creó Isidro Timón y que se transformó en una crítica social. A.I. Inteligencia Artificial también la tiene. Pero, sobre todo, habla de amor y habla de deseo. 

Y de tristeza. Porque Inteligencia Artificial es una película profundamente triste. Aunque el niño que no es niño y que es un robot, o un muñeco, te cargue los nervios y aunque el niño real te desespere más todavía y comprendas a la madre que quiere volver a tener un hijo en un mundo en el que la posibilidad de tener descendencia está muy restringida y que ve como el que pudo parir está como un vegetal desde hace muchos años. Más allá de una ciencia que, sin embargo, sí es capaz de crear seres que sientan. Niños en serie que sean capaces de establecer un vínculo único, imperecedero y rabioso con la persona que piensan que es su madre. Una madre que le abandona, en un bosque, a David, porque el robot niño se llama David, para evitar que lo destruyan. Como hace el cazador con Blancanieves. Aléjate de las ferias de la carne, donde se mata a los mecas defectuosos. O no. Estamos en el siglo XXI: el calentamiento global ha producido el deshielo. Muchas ciudades han desaparecido: Nueva York, pero no Nueva Jersey; Ámsterdam, Venecia. No hay mano de obra. La construyen: son los meca, que sirven lo mismo para dar placer mejor que cualquier ser humano que para trabajar como niñeras. Y los orga (la gente real, con huesos, venas, pasiones, celos e inseguridades) los desprecian. Un científico crea un robot inmortal que puede sentir y se lo entrega a una familia que, después, verá como su hijo recupera la salud. Y el niño artificial ya no hace falta, porque da miedo. 

Inteligencia Artificial es un cuento. Un cuento que iba a hacer Kubrick pero que legó a Steven Spielberg antes de morir. Y qué hubiera hecho Kubrick, se preguntan. Pues miren: no lo sabemos. Porque esta película es de Spielberg. Y él nos cuenta un cuento, o varios. El del robot que quiere conseguir algo inalcanzable: ser lo que no es. Como nosotros, siempre. El del gigoló que asume su existencia (yo soy, dice Jude Law: «yo soy, yo fui». Y, como pasa en Blade Runner, lo único que al final separa a los humanos de los animales es la conciencia de muerte: saber que te vas a morir y que, a menudo, no te importe salvo cuando estás cerca del final). La supervivencia. La discriminación (todos se van a empeñar en demostrarte que eres diferente, que no eres como ellos). El poder de la masa enfervorecida, que anula al individuo y lo transforma en un monstruo. Las motivaciones ocultas cuando queremos crear. La búsqueda de un dios. La necesidad de ser dios. Y, en medio de todo eso, el Hada Azul de Pinocho y un osito Teddy que en realidad es Pepito Grillo. 

Cuando uno es capaz de amar, también es capaz de sentir miedo. David está lleno de miedo: miedo a no ser único. Miedo a no poder volver a ver a Mónica («mami, te quiero»; «mami, odio a Teddy» —porque es un robot y yo no quiero serlo y él me recuerda aquello que soy—). El miedo a no ser correspondido. Por eso quiere ser un niño: para que Mónica pueda amarlo.

Han pasado dos mil años. Y hay más robots, evolucionados, que buscan la memoria de los robots que fueron. «¿Cómo puede uno distinguir las cosas reales de las que no lo son?». Eso se pregunta David, eso le pregunta David a Teddy, en Los superjuguetes duran todo el verano, el cuento de Brian Aldiss en el que Kubrick se inspiró. «Las cosas reales son buenas». 

Las cosas reales a veces son terribles.

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Un comentario

  1. Muy buen articulo.
    La pelicula es sublime.

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