
«Hace muchos años que yo no era testigo de un esfuerzo creativo tan complejo en sus ambiciones y tan exitoso en cumplirlas a la luz de un proyecto literario extendido durante libros y décadas», escribe Enrique Prochazka, uno de los autores centrales en la literatura peruana del siglo XXI, sobre la obra de su compatriota Gustavo Faverón. Mientras leía Minimosca, la última novela de Faverón, Prochazka decidió escribirle una carta al autor, con sus impresiones de lectura, en tiempo real. Lo que sigue es el resultado de ese inusual experimento.
Objeto verbal que comunica la misma impresión de pluraridad que lo real, es, como la realidad, acto y sueño, objetividad y subjetividad, razón y maravilla (…). ¿Es menos real lo que los hombres hacen que lo que creen y sueñan? ¿Las visiones, pesadillas y mitos existen menos que los actos?
(Mario Vargas Llosa, Carta de Batalla por Tirant lo Blanc)
Gustavo:
He leído Minimosca y también o al mismo tiempo una docena de estupendas reseñas de tu nueva novela, reseñas que gente mucho mejor equipada que yo ha publicado —literalmente con demasiada frecuencia— en distintos lugares de la red, que son, para este peruano autoexiliado en Estocolmo, La Realidad. Aunque en su momento escribí una reseña de Vivir abajo, me apetece hacer esta vez algo diferente porque juzgo que Minimosca lo merece. O, al menos, que yo lo necesito.
Las reseñas están escritas para persuadir de algo a otros. Quizá, de una mera compra. En el mejor de los casos se proponen explicar la índole del texto y ser un acicate o barandal eficaz para iniciar la lectura. Y a ti no te voy a explicar tu propia novela, persuadirte de comprarla, ni ofrecerte baranditas porque ya eres grande. Y, aunque empecé la tarea en modo reseña (y en mi desesperación, como se verá, derivé hacia el epigrama), el formato epistolar me ofrece una libertad que antes no sentí. Justamente, al no conocer al destinatario de esta carta, al no saber si al escribir estas páginas me dirijo al autor biológico, o al pimpón barthesiano del autor y lector implícitos, o apenas al lector ex plicado que soy yo mismo (porque ignoro si al final te la enviaré), puedo reaccionar a la lectura, reunir en algún orden las notas acumuladas en estas semanas —leo a pie— y desplegarme.
1. Línea de vista en diciembre
Minimosca, la novela, empieza embebida en la realidad mental de un personaje llamado el Amnésico (los viajes de mis personajes literarios gritty suelen ser exteriores, au plein air, operativos, puntillosos en la logística; en contraste Mr. Amnésico ha publicado dos novelas, no sabe nada, es insomne, pasea entre brumas, rema de noche). Leo sus páginas obsesivas —cuidadamente obsesivas— desde la pulcritud racional de las mías, y en esta lectura mía hay una cosa final, algo que empieza a parecerme estoy haciendo por última vez1.
Pronto veo que Minimosca atraviesa o plagia los dilemas de la amnesia en una escena de mi novela Casa. (Debí saberlo. Sigamos). Luego pone un mapa de Utah y pretende que yo no lo reconozca al punto. Supongo que habrá procesos alternativos de lectura en las que «funciona» (si sirvo como lector) tanto si en este punto reconozco Utah, como si no reconozco Utah. En mi más reciente libro, un epígrafe de Marcel Duchamp acerca de la propagación y anonimato del silencio preside un cuento (como Ernst, como yo, Marcel Duchamp leyó Der Einzige und sein Eigentum hacia 1913). Leo, en la novela de Faverón, cómo Duchamp se propaga desde el mapa de Utah y se maquilla de sí misma durante una firme docena de páginas narradas por una loca. Ya era fama que cada vez que Faverón quiere decir algo importante pone a hablar a algún loco o loca (y así —confirmo, ojeando lo que viene— medio millar de páginas, algunas luminosas, varias repetidas, todas enloquecidas). Por mi parte, he apostado a que el mismo efecto se puede lograr con citas de film noir o de papiros en lengua minoica.
El país en el que vive Gustavo Faverón se gobierna mediante citas bíblicas. La novela en la que vive Gustavo Faverón mientras la escribe se gobierna mediante lenguaje: denso, recursivo, extendido hacia sus confines como un pulpo; exploratorio, cuidado, abundante, deshijado de la realidad, encerrado (pero visible) en mentes que flotan por ahí como burbujas; a veces la iridiscencia de una refleja la iridiscencia de otra, y ninguna de las dos lo sabe, pero —siempre detrás de alguna columna— hay que seguir leyendo: el Minotauro, Ariadna. (Si serás…) Y he aquí que el Amnésico es —nada que esconder aquí— el autor de Vivir abajo y mira películas obsesivamente en un sótano, tratando de reconstruir su memoria, su memoria de cuando escribía en la biblioteca de una Casa donde hay una Entrada Secreta y luego unos escalones que descienden a una antigua ausencia de mobiliario. La realidad en la que intenta posarse es un estado mental, añade. Ningún aleteo fija esa realidad en su lugar lo suficiente como para relajarse y aterrizar.
Minimosca, título del total bodoque, es también el título del segundo relato, «MINIMOSCA», porque todo lo anterior («el Amnésico») es un primer relato, una novela stand alone de cien páginas hecha de los pequeños relatos de locos y dementes que ya recorrí. Bien conocemos el talante fractal de Faverón. Desde Utah miramos a unos peruanos, a una peruana, que ha desaparecido del Perú y trata de reaparecer en el Perú. La sospecha de que me hallo ante textos incompletos que apuntan en la dirección de textos complementarios enfatiza el ángulo raro desde el cual el autor leerá mi «reseña», ahora entre comillas: porque es precisamente lo que hago al leer Minimosca desde donde lo leo. Matrioshkas minimoscas que, como en la carátula, compondrán un rostro. El boxeador peruano de categoría minimosca nació en Mariposa y vive en la calle Manantiales. Hace muchas páginas que estoy apostando a que un personaje llamado Esmée Maisse va a significar, en realidad, «es mi maíz». No sé de otro escritor, aparte de Borges y de Girondo, que nos haga sospechar de que elige sus Nombres bajo esos Solapados Criterios. Claro que también lo hago yo o al menos leo inevitablemente así, a sabiendas.
No he anotado hasta aquí que las secciones menores de «el Amnésico» estaban separadas gráficamente por pequeños puntos negros. Eran chicos, pero pronto fueron bolitas y luego bolas. Aumentaban de tamaño a medida que avanzaba el relato, justo como el Samkhari en mi cuento «Desdén». No he hojeado más allá, pero siento que serán un abismo negro donde caerán estas elegantes mosquitas que ahora separan las secciones de Minimosca2.
La ebullición del lenguaje precisa un grado de libertad: la libertad de contar lo que —y como te— dé la gana, siendo que tu gana es el criterio estético más importante. Tu gana es la guillotina editorial. Tu gana es la occamiana navaja que sabe qué no le gusta y cuánta necesidad sí hay de multiplicar los adverbios, página tras página, mosca tras bola negra, azares objetivos tras afinidades electivas desde Bruselas hasta El Olivar de San Isidro. Y ahora, después de que yo he mencionado a Girondo (cosa que hago poco, o nunca) claro, el libro menciona a Girondo, cosa que los libros que leo hacen nunca, pues.
Sabemos que el autor es un cinéfilo obsesivo. La textura de estas páginas puede ser la de un filme de Lynch (como en ellos, aquí a veces el disparate agota, aunque se lea brillante). El desvarío espacial, los huecos fugadizos en los muros, las habitaciones que se agrandan o empequeñecen en las relecturas son espejos astillados entre los simpáticos dislates de Lewis Carroll y las variables profundidades de la Cueva de Montesinos. En esas dagas de vidrio (la otra carátula) yo veo rastros de las urbes de Onetti y del Sabato de Informe sobre ciegos. Sospecho que no soy yo quien los pone allí.
El libro me habla de Bach mientras estoy escuchando a Bach. Hace un par de meses me quejaba, en mi muro de Facebook, de cómo escuchaba yo a Bach mientras escribía siete cuentos tenuemente vinculados en once semanas, y allí en un comentario Gustavo Faverón me (pero se) preguntó si acaso lo que yo escucho son las suites para cello en versión de Casals o Rostropovich, exactamente «la allemande de la suite no.1 en Sol mayor, por Rostropóvich», especifica ya acoderado delante mío en la página 127 de Minimosca.
Ese gusto del perpetrador por llevar a su lector hacia océanos de (muy buena) prosa, mareas o tsunamis de narración empotrada en narración, deja la impronta de que nuestro Faverón implícito pasa demasiadas horas al día despierto, y que durante las demás claramente tiene pesadillas.
Llego a preguntarme, cada diez o doce páginas: «¿es esto buena literatura?» La respuesta es siempre un variable «sí». Sí, una coreografiada avalancha. Sí, bueno. (Sí, ¿hasta dónde llega el popular disgusto peruano por Faverón como para no reconocerle eso?) Sí, wazu. Sí, ¿por qué no hay más como esto?
Sí, más te vale: porque si no lo es, tampoco lo es lo que yo hago. Sí.
Una anotación deslocalizada: si yo invento media docena de relatos descosidos y quiero unirlos a la Frankenstein, trato al menos de que esas costuras sean verosímiles, que vayan a favor del viento generado por la lectura… A Faverón, ya sabemos, no solo no le importa lo verosímil, sino que un giro narrativo no le interesa si no excede un umbral mínimo de insensatez. Así que en el libro saltamos entre historias perfectamente razonables unidas por monomanías, pesadillas, Trilce, y golpes de cabeza contra la pared. El resultado es no solo de una extraña belleza, sino que está hecho, podemos estar seguros, para poner de realce el hecho de que la vida misma es solo esas monomanías y pesadillas, y que los episodios razonables de estas primeras 200 páginas son las culposas telarañas propuestas por nuestras mentes en el intervalo entre dos estallidos de la mitra contra la pared.
Y claro, escribo estas líneas y al iniciar la tercera sección, «ANGUS», Faverón me atiza otra vez y ya van tres con la misma cita de sir Thomas Browne, Men are alreadie dead by metaphor / and passe butt from one sleepe unto another. Así, viene a cuento recordar que es curioso que el cráneo del doctor Browne no mostrara huellas de haberse golpeado contra paredes cuando fue enterrado por segunda vez a la edad de 317 años, según anotó en el registro No.292. del camposanto de St.Peter Mancroft el entonces vicario, F.J. Meyrick… ¡en 1922, el mismo año de la publicación de Trilce, de Vallejo! Si yo sé estas cosas Faverón las sabe, no me jodan3. Ya digo que su obra es visible, como la de monsieur Menard, mientras que el catálogo de la mía suele verse con alarma y aún con cierta tristeza. Todo hombre es dos histriones, y viceversa.
Y ahí, en la p. 221, una glosa de Alan García4, el gordo histrión que todos los peruanos llevamos dentro y que Augusto Effio ha escamoteado en una novela reciente (que también he leído solo en PDF) y que también se lee como un electroshock, pero uno, pues, breve. Al de Faverón hay que dedicar varias horas chirriantes cada vez, siempre excesivas. Un descalibrarse las neuronas a propósito como quien tiene intimidad con una bobina Tesla o como esos policías de serie gringa que en sus camerinos se retan a tasearse a ver quién aguanta de pie sin mojarse el pantalón.
2. Boyas
Retomo estas líneas semanas más tarde, demorado por la influenza y el agotamiento de leer este moderno Pilgrims Progress, esta gamification de Stranger Things con Guerra y Paz en la pantalla de mi teléfono celular. Pero ahora me ha llegado por correo físico el libro impreso, el libro biológico, todo su kilogramo: una presencia material que me resulta necesaria como escalón y barandal en el trayecto hacia la comprensión de Minimosca. Y justamente esa fisicalidad me hace percatarme de un par de cosas. La primera tiene que ver con la manera como leemos a Heráclito de Éfeso.
Leemos al Oscuro a través no solo de las interpretaciones de Diógenes Laercio, de Clemente de Alejandría, de Diels & Kranz, de Kirk & Raven o de Rodolfo Mondolfo, sino a través de la forma que ellos creyeron conveniente (o no tuvieron más remedio que acoger) para transmitirlo a través de la entropía y desgaste de los siglos. Esa forma inevitable que ha surgido del tránsito de la tradición oral a la tablilla, al pergamino y a la página impresa, es el fragmento —pero convertido en epigrama, en unidad forzosamente significativa. En otras palabras: la convicción de que estos trocitos que tenemos entre manos son suficientemente significativos, y que ese significado no es fragmentario.
Montaigne, Schopenhauer y Nietzsche también recurrieron a totalizar el fragmento, a dotarlo de punche unitario. Guy Davenport me mostró que aquella era una opción elegante cuando lo que se dice debe cumplir la función de una boya: un punto de anclaje en la superficie, simple, sucinto (quizá anaranjado: queremos verlo a través de la niebla) que señale y proteja determinada profundidad. Ya desde las primeras líneas traté de excusar la certeza de que este proceso mío como lector de Minimosca no puede separarse de mi proceso como escritor de ficciones, incluyendo los ya notorios (y perpetuos) borradores de dos novelas de peso pesado. Aquí caigo en la cuenta de que la otra forma aprovechable de esa doble experiencia inmersiva es, pues, el epigrama, el aforismo, la boya textual. Esto, pretendo, explicará o justificará la segunda idiosincrasia o momento de mi aproximación al bicho narrativo atrapado en el ámbar de Minimosca.
Anoche, pues, sobrevino Heráclito a mi modo de lectura; anoche, apenas minutos más tarde de que yo pensara esto5, Faverón semienterraba el borgiano Le regret de Heráclite en las páginas de Minimosca. Y anoté estas cosas heraclíteas:
- En lo personal, no creo que el no tener sentido un texto no importe.
- Dice McLuhan6 que Shakespeare en King Lear (Act IV, Sc VI) inauguró para la literatura las miradas en diagonal hacia abajo, cosa que yo también siempre he querido copiar, y que en Minimosca se ejerce en mil picados y contrapicados inusuales en la literatura en español.
- Si Faverón dice «se quedó dos horas mirando esa ventana, no a través de ella sino a la ventana», esa frase se puede sustituir por «se quedó dos días mirando esa ventana…» o incluso por «se quedó dos semanas…» sin ningún cambio para el sentido de la historia.
- Como ingeniero, pienso que sería útil someter el texto a algún tipo de análisis numérico —algo que asome tras la ley de Zipf por ejemplo— que demostrará que la relevancia7 promedio de un evento cualquiera narrado en Minimosca es 0.00.8
- Después de 400 páginas ya no es una serie de delirios discretos amontonados unos sobre otros, sino una sola robusta pesadilla cuyo soñador implícito —yo, que leo— rehúsa desentrañar. Nos pone, a mí y a Coleridge, en un problema: esto es literatura desmontada, obvertida, hasta la suspensión voluntaria de la credulidad.
- Después de 500 páginas incluso la pesadilla se esfuma, sube, bellamente deja de significar: las páginas se vuelven (activamente: el verbo es reflexivo) solo una textura aforística, como pueden serlo un damero o una cuadrícula (o un zoom in al Conjunto de Mandelbrot) en el que uno ya desiste de todo esfuerzo de comprensión y de escala y se conforma con el recorrido, admite ser el recorrido, ser este uso textural del lenguaje.
- A estas alturas u honduras Minimosca es Op Art.
- Llego al final como buscando regalos, abriendo paquetes hipercubos envueltos en papel fractal.
- El narrador inicial de Vivir abajo es el periodista que investiga a un George Bennett que investiga a otro George Bennett. En cambio, el narrador inicial de Minimosca está mucho más cerca del autor implícito, que a su vez está mucho más cerca de GF. Atarante, creo.
- Otro libro que estoy leyendo por estos días —A Brief History of Intelligence— sostiene que el cambio neurológico que faculta el lenguaje humano fue «an adjustment to more ancient structures, which created a learning program for language; the program of proto-conversations and joint attention that enables children to tether names to components of their inner simulations»9. Así se escribió Trilce, pienso: Vallejo volcó su simulación interna en un semilenguaje infantil al que parecen faltarle partes y sentidos (pero no).
- En este sofoco mágico-realista, el lector implícito —no yo, pero acaso yo— empieza a sospechar que Gustavo Faverón es un personaje de Gustavo Faverón, y NO en el sentido trivial ya visto en que el Amnésico comparte con él ‘posición de discurso’, dirección postal, hija, esposa, ocupación y perro10. No: el Amnésico-personaje no se sienta al centro de las mesas allí donde se presenta Minimosca al público. Quien lo hace es este señor-autor Faverón creado por el Faverón implícito a efectos de presentar físicamente la novela, a usos de imponerla al mundo.
- Tal vez es a ellos (a los autores de la NOTA inicial) a quienes tengo que escribirles directamente.
3. Carta de Batalla por el Amnésico
What I cannot create, I cannot understand.
(Richard Feynman)
De modo que así surge la idea de esta carta, Gustavo; y así me permito explorar la segunda cosa que me traen a la mente tanto el libro físico como la fisicalidad (o no) del autor. Que, al margen de su brillo literario, es posible que tu novela también sea aprovechada por las ciencias que estudian la cognición y sus patologías.
Los capítulos finales, cuando todo se reúne o imbrica (cosa que el lector, desde luego, ha estado a la espera de que suceda) a mí me han generado una sospecha, o certeza: que Minimosca está escrito desde una hipótesis acerca de la naturaleza glitcheada de la realidad. Es como si cuando miráramos profundamente en los modos de la experiencia humana comprendiéramos que nuestro modo de percepción fundamental, nuestro qualia, siempre ha sido el relato. En consecuencia, que un mundo complejo requiere (correlaciona con, genera, se explica con) relatos complejos, no importa si incluso contradictorios. A veces urdir esta complejidad se nos facilita mediante la intervención de patrones, algoritmos, arquetipos; es una de las funciones del mito (y una de las cosas que Kafka pone en evidencia mientras la refuta).
Pero cuando la complejidad la excede, como casi siempre, o cuando la cultura la forma, la nubla o la arruina en exceso (lo mismo), o lo hacen la pasión, el trance atroz o el horror creativo, la mente humana se traba. Se enfrenta a un fracaso crítico, a una potencial extinción, a un punto de catástrofe en el sentido de René Thom. Los perceptos no se acomodan al mundo (es decir, los relatos no le relatan lo real) y lo que resulta es un glitch producto del intento de simplificación. El algoritmo genera una cascada de iteraciones provisionales del mismo relato o de relatos sumamente parecidos: es decir, el fractal que me está persiguiendo. Mira el segundo minuto de esto. En una de esas bahías, columnas o escamas de dinosaurio está tu novela; en cualquiera de las demás también, y mil variantes. De esta manera la realidad puede ser suplida para siempre.
He dicho «relatos sumamente parecidos». Aquí hay otra vez un cartelito que nos11 lleva al raro palacio del autor implícito y sus contrapartes y espejos y espantapájaros. La sensación de estar leyendo un fractal no ha sido solo mía, según parece12 (un fractal es autogenerado según su propia lógica interna). Sin embargo, antes de dar con esa imagen intenté esta otra, demasiado extensa para mi lista de aforismos:
Minimosca se conduce, estimo, en base a una química simple, a una química-telegrama, una química digo que orgánica (por el reducido lote de elementos que maneja13) pero casi o más bien mineral en sus efectos. Resultaría fácil decir que son pares de opuestos, pero el juego visible en Minimosca es más tridimensional. No se trata de actores sino acaso de funciones. Muy lejos de ser una lista exhaustiva, aquí van algunos ejemplos de ese elenco elemental:
Casa ↔ hipogeo (zanja, grieta, sótano…)
Madre engendra hija p abandonar ↔ padre engendra hijo p destruir
Doble horrible (Mr. Hyde) ↔ Doble gentil (Dr. Jekill)
Uno ↔ unos (que no varios, ni muchos)
Cielo ↔ techo (paredes, columnas = pretextos)
Trayecto sin sentido ↔ su repetición (enfatiza el sinsentido)
Insisto en su carácter de funciones, más que ‘pares en oposición binaria’, porque cada una puede aplicarse y cortocircuitar a varias de los otras; no quiero llenar la página de flechitas pero a veces la iridiscencia de una refleja la iridiscencia de otra. Esto, me temo, solo enfatiza (por repetición) el sinsentido de mi trayecto de lectura.
Por fin llego, exhausto y me imagino que también tú, al callejón sin salida de este desvío mío por el Utah cognitivo. Esos relumbres (diré: la interacción de esas funciones quálicas) generan el glitch, que va desde lo fantasmagórico —eso que André Breton llamó el azar objetivo14, lo que mucha más gente que yo va a llamar hrönir— hasta ese papelito con el nombre de Arturo Valladares hallado por la novia de Elías David, y tu pasmosa experiencia con Werner Herzog15. Sospecho, de una manera harto nebulosa, que —como lo hacen en The Matrix— estas invasiones tlönianas anuncian o dicen algo de la muerte, pero esto creo que ya lo sabías: nos lo había advertido Mr. Borges a través de Mr. Browne.
4. El lector, explicado (y por qué no hay que creer que es una persona normal que lee)
De chico latinoamericano, uno aprende ciertas cosas puntuales que la escuela pre-digiere y machaca para hacernos sentirnos patriotas y orgullosos, para que aprendamos a respirar y a satisfacernos de esa atmósfera de mediocridad decente y aceptable que es ‘lo nacional’. Pero a algunos peruanos afortunados —mientras el fútbol nos disuade del platonismo de ‘Perú Campeón’— nos toma media vida mirar afuera y alrededor con la educación y perspectiva suficientes entender que el Perú sí fue cuna de civilizaciones, que Machupicchu es realmente admirable, y que no es exagerado aquello de que César Vallejo fue una de las cumbres poéticas del siglo XX.
Pero como en lo personal yo no soy Caral ni Machupicchu ni Vallejo, cuando me empezó a ir comparativamente bien escalando rocas o inventando cuentos, mi mente se armó, pues, un relato contreras: «esta ilusión de calidad es un efecto de la mediocridad de los otros. En realidad no soy ni la mitad de lo bueno que dicen». Y, a lo más, la mediocridad (la autoficción) subió de decente a digna.
Desde esa percha a media asta afirmo, por si hiciera falta, que yo no soy el lector implícito en una ficción como Minimosca. Soy, en el mundo de las contingencias, un hombre de sesenta y cuatro años (que se ha golpeado la cabeza más que Thomas Browne); con poca educación formal y serias trabas para esfuerzos prolongados de lectura en el mismo tema, libro, tipo de letra, ánimo y estado de la Unión16.
Se sabe (tú lo has escrito) que Prochazka escribe para un número muy reducido de lectores. Esto es ahora una constatación empírica, pero nació hace cuarenta años como un sincero programa (mi autor implícito es mucho más caballerito que yo y se somete, muy ocasionalmente, a ese agitarse como loco que le demanda el mercado). Lo secreto, Gustavo, era quiénes eran esos lectores deseados. Cuando empecé a escribir mis textos como si fueran literatura, me imaginaba que mis lectores eran Lucrecio, Sterne, Chesterton, Borges. Los años y los libros que publiqué hicieron que Umberto Eco, George Steiner y Guy Davenport sustituyeran a esos primeros lectores, como ojos menos imposibles o más accesibles. Desde hace una década mis lectores implícitos se han vuelto muy reales: son siete u ocho personas que, sin saberlo, cuando me las imagino leyéndome me ayudan a trascender la sensación de digna mediocridad compartida. Una de esas eres tú, quienquiera que seas. Yo escribo para ustedes.
Minimosca señala tareas. No para los lectores, sino para los otros novelistas que somos. Será una novela que marque una agenda. No voy a decir que pone la valla muy alta, porque la literatura de la que yo participo no es un certamen de pista y campo sino un conciliábulo de responsabilidades compartidas17. Juzgo que a partir de Minimosca cada cual seguirá trabajando en su escritorio, pero con una noción un poco diferente —un poco más antigua, ¿o renovada hacia la antigüedad?— de lo que es posible y deseable con el idioma y lo que nos permite imaginar. Yo seguiré haciendo muebles y escalando, pensando en more ancient structures, en viejas cosas griegas y aún más alerta al glitch.
Hace muchos años, Gustavo, que yo no era testigo de un esfuerzo creativo tan complejo en sus ambiciones y tan exitoso en cumplirlas a la luz de un proyecto literario extendido durante libros y décadas. Te agradezco el upgrade cognitivo, y te felicito.
Notas
(1) Es aquí, claramente, cuando empiezo a dudar de que esto vaya a adoptar la forma de una reseña proper. En mi propio ladrillo en construcción, una novela gorda que me viene tomando treinta años, hay una señorita «Luciana Faberón», hay líneas completas de novelas de Vargas Llosa, de Alonso Cueto, de Santiago Roncagliolo; hay párrafos sacados de entrevistas a Gustavo Faverón. Hace dos años se las leí y no reconoció ninguna.
(2) Acerté, pero ya el mismo Faverón hizo ver (en su primera reseña a Un Único Desierto) que acertar en estas adivinanzas es pueril, y que hay que «revindicar al fabulador en desmedro del erudito».
(3) Le escribo para preguntarle. Inmediatamente me responde que no sabía. ¿Le creeré? Esta cercanía permitida por el medio electrónico y el juego culterano, culturoso o cultívoro al que hemos ingresado Gustavo Faverón y yo en estas semanas (y décadas) a la vez pone en peligro la ficción y hace florecer el diagrama.
(4) «…ahí les dejo mi cuerpo como un signo de desprecio…»
(5) En su propia reseña publicada en la revista Nube Roja, el escritor Elías David comenta que su novia le preguntó si conocía a «Arturo Valladares» (personaje central de Minimosca), por un papel con ese nombre que recogió del suelo real junto a su auto. «Le respondí que no, aunque en mi mente pensé que seguramente sí, pero no de mi auto real, sino de algún auto existente en la ficción. Minimosca es una novela cuyas partes invaden la realidad, se materializan frente a los lectores y vuelan hacia las calles de la ciudad…» termina David. No cabe duda de que se han abierto las puertas literarias del infierno, pero tampoco hay que olvidar que ya se ha descubierto «la improcedencia de testigos que conocieran la naturaleza experimental de la busca» de los hrönir. Minimosca ha sido escrito para ser uno.
(6) Al inicio de La Galaxia Gutenberg.
(7) Semántica; semiótica; anecdótica; «plótica» o argumentativa…
(8) Este número cambia en los capítulos finales, pero eso era de esperarse.
(9) El autor de A Brief History of Intelligence se llama Max S. y apellida, claro, Bennett.
(10) Léase: «Minimosca es autoficción».
(11) Aquí no uso «nos» como plural sociativo ni mayestático: me refiero a ti y a mí.
(12) También Peter Elmore ha descrito esa peculiaridad.
(13) «…descompone y recompone» dice Peter Elmore sobre más o menos lo mismo.
(14) Para dar cuenta, entre otras cosas, de las fotografías que insertaba en sus novelas, mira tú.
(15) A mí me dio la misma sensación de burundanga descubrir que The Clipped Stater estaba dedicado a T.E. Lawrence (lo conté en Caminos de Damasco) pero la tuya es más espectacular.
(16) Utah’mare.
(17) De ganas de hacer las cosas bien, de dejar todo en la cancha, ¡somos once contra once! (Mentira).
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