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Si Juan Benet fuera presidente (y Julio Llamazares jefe de la oposición) 

El embalse del Porma, también llamdo enl embalse de Juan Benet, en la montaña leonesa. Foto Pablox (CC)
El embalse del Porma, también llamdo enl embalse de Juan Benet, en la montaña leonesa. Foto: Pablox (CC)

Lo más cerca que estuvo Juan Benet de sentirse presidente del Gobierno debió de ser durante alguna borrachera en La Bodeguilla o en el palacio de las Marismillas de Doñana. Con unas copas de más, y haciendo honor a su fama de arrogante, le llegó a preguntar una vez a Felipe González: «¿Pero tú, aparte de economía, qué sabes?». Sin importarle demasiado caer mal, Benet demostraba saber de todo, especialmente de literatura —compite por ser el prosista más difícil de leer en nuestra lengua— y de ingeniería hidráulica, con la que se ganó holgadamente la existencia hasta su muerte de un cáncer de pulmón. Un compañero de profesión calculaba que, de sus sesenta y cinco años de vida, sumando períodos discontinuos, había pasado unos quince residiendo a pie de obra, junto a una presa, un canal o un túnel en construcción.     

Al margen de su amistad con Felipe, su otro flirteo célebre con la presidencia llegó en el programa televisivo Si yo fuera presidente. Personajes más y menos relevantes contaban en un plató lo que harían si dirigiesen el Gobierno. Benet, que venía crecido tras haber completado pocos años antes los túneles más exigentes del trasvase Tajo-Segura, no habló de paz ni de educación ni de cultura; habló de agua: «Si yo fuera presidente […] ni una gota de agua caída en territorio español sería desaprovechada, excepto aquella que envía la naturaleza con intención catastrófica. Varios acueductos atravesarían nuestro país de norte a sur y de este a oeste, llevando aquí y allá riqueza y prosperidad, al arrullo de la corriente».

Esa idea esbozada ante las cámaras de televisión en 1983, la presentó en 1984 ante el Senado. El ingeniero letraherido argumentaba que en España caían 100 000 millones de metros cúbicos de lluvia al año, agua de sobra para alimentar personas, ganado, industria, turismo y regadíos por todo el país. El problema radicaba en que caían de una forma muy desigual: 70 000 en el norte, 15 000 en las cuencas del Tajo y el Guadiana, 10 000 en la del Guadalquivir y 5000 en todas las cuencas levantinas, desde Castellón a Málaga. Si se conseguía trasvasar el excedente de lo caído y embalsado en el norte hacia las demás zonas, especialmente la mediterránea, España gozaría de más agua por habitante que países como Alemania, Holanda o Reino Unido. Es decir, la nación de la pertinaz sequía sería, oh milagro, un país húmedo. 

Salvo en el caso del Ebro, que trasvasaría parte de sus aguas hacia el norte, hacia Barcelona y la Cataluña costera, el resto de acueductos discurriría como norma general de norte a sur y de oeste a este. En España hay una diagonal que divide el país en dos mitades, la seca y la húmeda, y se trataría fundamentalmente de que el agua sobrante del cuadrante noroeste acabase en el sudeste. 

La corriente fluiría de Galicia y el Cantábrico hacia el Duero, Tajo, Guadiana y Guadalquivir. Y del Ebro, hacia el Júcar, Segura y las cuencas mediterráneas andaluzas. Los acueductos de oeste a este correrían del área cantábrica al Ebro, del Tajo al Segura —el único trasvase que ya existía—, del Guadiana también a ese mismo río murciano y del Guadalquivir a las pequeñas cuencas malagueñas, granadinas y almerienses. 

Todo este plan megalómano de convertir España en un vergel lo fue rumiando Benet durante los años que pasó en la montaña leonesa, mientras levantaba sus dos obras cumbre: Volverás a Región, en literatura, y la presa del Porma, en ingeniería. 

Eran los años 60 y al generalísimo el caudal ecológico de los ríos le importaba tanto como la cisterna de su váter. Espoleado por el ambiente favorable, el Faulkner ibérico llegó a planificar infraestructuras muy concretas, y en ese estado de las cosas, factibles. Una de ellas fue la conexión de todos los pantanos de la vertiente sur de la cordillera Cantábrica. El objetivo era crear una reserva de «incalculable potencial» que habría que hacer llegar a Almería vía Talavera de la Reina. 

No llegó a hacerse realidad, pero, si lo hubiera hecho, seguramente la manifestación que hubo en los 90 para que retirasen el nombre de Juan Benet a la presa del Porma habría sido bastante más numerosa. Muchos eran vecinos desalojados treinta años antes de pueblos que quedaron inundados para siempre. Vecinos que vieron cómo cubrían de hormigón los cementerios para que los cadáveres de sus padres y abuelos no salieran a flote. Que yo sepa, allí no estaba el escritor Julio Llamazares, el habitante más ilustre del valle sumergido por Benet, que había despuntado con un primer poemario sobre la extinción del mundo rural y el desarraigo. 

De entre todas las rivalidades de la historia de la literatura esta es, sin duda, una de las más originales. Un escritor inunda el pueblo de otro y lo deja bajo el agua para siempre. Parece más el Antiguo Testamento que el siglo XX, pero así ocurrió. De hecho, además del menosprecio que le hizo a Felipe, hemos conocido por la biografía que recientemente ha publicado Benito FernándezEl plural es una lata— cómo fue exactamente el primer encuentro en 1981 entre los dos escritores, en una escena que figura entre mis favoritas de toda la literatura española. 

Narra Julio Llamazares: «En la barra del bar, del que yo era asiduo, me presentó algún amigo común. Yo sabía que él era el ingeniero de la presa del pantano del Porma. Me miró de arriba abajo con ese aire impertinente que cultivaba y me dijo: O sea, que tú eres escritor gracias a mí. A mí aquello me sentó como una patada en los cojones y le contesté: Y tú eres un gilipollas. Él era un señor de cincuenta y cuatro años y yo tenía veintiséis. Y ahí se acabó la conversación».

En 1985, el joven leonés puso de nuevo a prueba el talante pendenciero del tótem literario. En una entrevista para el programa de TVE Tiempos Modernos, Llamazares le vino a preguntar que si con la creación literaria compensaba lo que destrozaba como ingeniero, aunque divagó un poco para suavizar el golpe: «Hay una cosa que a mí siempre me ha llamado mucho la atención de Juan Benet, que es su doble vida; por un lado, el ingeniero que construye canales, túneles, pantanos, y por otro lado, el relator impenitente de esa ruina que el progreso va dejando atrás. ¿Esto se puede interpretar como una expiación o un acallamiento de la conciencia destructora que va paralela a toda obra de ingeniería?».

Debió de coger a Benet en horas bajas porque no entró al trapo, únicamente vemos una mueca de desagrado y luego la confesión de que escribe porque tiene ganas de hacer algo solo y no en grandes equipos como ocurre con las obras de ingeniería. Nada que ver con otras entrevistas de la época, como la que concedió a Mireia Sentís en su propia casa doce minutos de impertinencias e incomodidad que hacen sufrir al espectador o la que compartió con una jovencísima Ángeles Caso dos años después. 

Uno se pregunta si esta chulería con las presentadoras no sería una forma de ligar, dada la fama de mujeriego que gastaba nuestro general sudista, que así le llamaban también sus amigos. En la biografía de Benito Fernández, Emma Cohen, que tuvo un romance con él durante una breve separación de Fernando Fernán Gómez, parece confirmarlo: «Esa mala leche fulgurante como la de un niño de siete o de nueve años. […] Poseía magnetismo, con un encanto atroz».   

Volviendo a sus disputas con Llamazares, con el tiempo la relación fue mejorando, aunque nunca llegaron a ser amigos. A Benet le rechazaron en la Real Academia Española de la Lengua y con el orgullo herido anunció que nunca volvería a postularse. Su joven rival comentó en televisión que habían cerrado la puerta al escritor con un estilo «más personal y duradero» del país.

En 1986 la incipiente inundación del valle de Riaño les volvió a situar en trincheras enfrentadas, aunque no se disparasen directamente. En las páginas de El País, el poeta del desarraigo felicitaba irónicamente a los socialistas por mandar a cien guardias civiles a desalojar a los vecinos a punta de metralleta, «ya solo faltan dos o tres fusilamientos para que nadie pueda echar de menos épocas pasadas». El veterano narrador faulkneriano, por su parte, además de en el beneficio económico, ponía el acento en que estos planes venían de la república y no del franquismo, que era una forma de desacreditarlos. Y argumentaba algo provocador: «No solo contribuyen al aumento de las especies [naturales], sino que contribuyen a la mejora del paisaje».    

Juan Benet murió en 1993. Treinta años después, cuando seguramente ya ningún escritor respetable se hubiese atrevido a defender en público un circuito acuático que irrigase de punta a punta la reseca Iberia, y menos un pantano que acabase con ninguna aldea, nuestra historia tuvo un bonito epílogo. Sin querer sacar partido del viento que soplaba a favor de las tesis ecologistas, Julio Llamazares leyó durante la inauguración del Congreso Nacional de Periodismo Ambiental un texto muy generoso con el hombre que había inundado su pueblo, titulado Benet y yo: distintas formas de mirar el agua. Tenía ya sesenta y ocho años, tres más que su antagonista al morir, y era momento de admitir que el modelo hidráulico del ingeniero era «moralmente intachable» desde un punto de vista economicista —no desde otros—. Y más interesante todavía, confesaba que le había perdonado lo ocurrido aquella noche de hacía cuarenta y dos años en la barra de un bar de Madrid, en la que Benet le dijo que no se quejase, que era escritor gracias a él. La frase que se había tomado como un insulto, ahora reconocía que era acertada.

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3 Comentarios

  1. Mucha gente piensa que el progreso es una mezcla de globos de colorinchis, espíritu happy pijo y hippie y alpargatas de esparto.
    Luego está la gente seria, que resulta ser ingeniera y prochina.

  2. Quizá tenía algo de razón Benet con su comentario de que sin su «ayuda» Llamazares no se hubiera hecho escritor. Sin ninguna duda, Llamazares tenía toda la razón en su respuesta.

  3. Vaya, parece que el autor prefiere una España desértica. ¡ Debe ser que tiene un buen camello !

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