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La amenaza capilar: o cómo The Acolyte convierte a los Jedi en fashion victims terminales

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Imagen promocional de la serie The Acolyte

Tras leer recientemente el artículo sobre la calidad de la serie Andor en este mismo magacín —una oda sobria, casi reverencial, al arte de contar historias adultas en una galaxia saturada de espadas láser y traumas heredados— he decidido aportar mi grano de arena con el análisis de otra de las nuevas series del universo Star Wars. Una serie que, a diferencia de Andor, no pertenece al Lado Luminoso de la fuerza narrativa, sino al reverso tenebroso de la vergüenza ajena. Hablo, por supuesto, de The Acolyte, una producción que no se contenta con dinamitar la coherencia interna de la saga con moñecosjedai, sino que además se atreve a fundar su propio canon estético: el de la tragedia capilar. Pocas veces una superproducción ha invertido tanto en efectos digitales y tan poco en sentido común. Lo que The Acolyte ha hecho con el pelo de sus protagonistas debería estudiarse en academias de peluquería como advertencia. Es una serie en la que los Jedi no mueren por falta de agilidad, sino por la descompensación de los centros de gravedad provocada por peinados tan densos, asimétricos y antiaerodinámicos que desafían no solo las leyes de la física, sino también las del decoro galáctico.

Vayamos por partes empezando por el estilismo del actor coreano Lee Jung-jae, aká Sol. El inolvidable «carapapa» de El juego del calamar ha sido elevado aquí a Maestro Jedi, pero también ha sido degradado, estilísticamente hablando, a señora de bingo con inquietudes espirituales, a vieja del visillo con capa, a a directora de coro parroquial reciclada como guía espiritual de un centro de retiro interplanetario. Le han colocado en la cabeza un objeto que solo puede describirse como «peluca de funcionaria viuda con pase anual del Teatro Real». Es una masa uniforme, con ondas fosilizadas y un aura de tristeza que ni un eclipse en Naboo. No se mueve. No respira. No actúa: ocupa. Cada vez que el personaje gira el cuello, uno teme que se le desplace la dignidad. Las gemelas protagonistas no se quedan atrás. Lucen peinados que evocan inevitablemente a aquellas niñas de Tú a Boston y yo a California, solo que tras pasar por una rave en Endor. Lo que las distingue no es la personalidad ni la trayectoria vital, sino el largo del pelo, un detalle crucial en esta serie donde los arcos dramáticos se resumen en extensiones o recortes. Pero el verdadero espectáculo está en la cortinilla frontal: no un flequillo al uso, sino una literal cortina de flecos, como las que se colocan en las puertas de los pueblos para espantar moscas. Aquí no espanta nada. Solo confunde. Ocultan la frente como quien esconde el guion.

Y luego están los Jedi de fondo. Caen como moscas. No porque el enemigo sea hábil, sino porque la visibilidad con esos peinados es nula. Imaginad luchar con trenzas cruzadas como sogas o con crestas que recuerdan a una antena parabólica mojada. Uno de ellos, la pequeña Jecki Lon, luce un estilismo que mezcla rastas con estructura paleolítica. Su cabeza parece diseñada por un arqueólogo borracho que ha reconstruido mal un fósil. Lleva lo que solo puede describirse como un peinado estegosaurio: mechones que se alzan con la solemnidad de un tótem tribal, pero con la gracia de un erizo mojado. Ideal para cortarse a uno mismo al girar bruscamente. Y entonces llega él. El summum. El non plus ultra de la catástrofe craneal: Yord Fandar. Interpretado por Charlie Barnett, este pobre Jedi se pasea con lo que parece un croissant medio derretido pegado a la cabeza. Un moño tan apretado, tan innecesariamente denso, que uno sospecha que dentro se guarda un sable láser de repuesto o un trauma infantil. Es una espiral capilar con pretensiones de arquitectura brutalista, una especie de cúpula con nervios que lo convierte en el primer Jedi con aerodinámica inversa. Ese moño no ayuda a luchar, ni a meditar, ni a escapar. Ese moño pesa. Ese moño te hunde. Ese moño te mata.

El problema no es solo estético, es estructural. Cada personaje parece peinado por alguien distinto: un gnomo psicodélico, un barbero intergaláctico sin diploma, una IA alimentada con revistas de moda de 2002 y las pesadillas de un peluquero frustrado. El resultado: una galaxia muy, muy lejana… del buen gusto. Pero no quiero que se me acuse de injusto. The Acolyte tiene virtudes. La factura visual es impecable, las coreografías de combate tienen brío y se agradece el intento de explorar zonas del canon poco transitadas. Lamentablemente, todo eso se ve eclipsado —literalmente— por las sombras que proyectan los peinados. Cada vez que aparece Lee Jung-jae con su peluca de arqueóloga en excedencia, uno desea que algún personaje le diga: «Maestro, el Lado Oscuro no está fuera, está encima de tu cabeza». Y no es solo cuestión de forma, sino de fondo. Estos peinados no son anecdóticos, son sintomáticos. Reflejan una serie que, pese a su ambición narrativa, confunde complejidad con confusión, identidad con estilismo y dramatismo con gel fijador. No hay personaje que no parezca haber pasado por una barbería gestionada por androides con trastorno de estrés postraumático.

Quizá la serie funcione mejor como alegoría del colapso de las formas. Quizá The Acolyte no sea una space opera sino una tragicomedia estética sobre el peaje de la modernidad. Sea como sea, lo cierto es que ha inaugurado un nuevo subgénero dentro del universo Star Wars: el drama capilar cósmico. En el que la Fuerza se peina mal. Y muere peor.

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4 Comentarios

  1. Acolyte es basura sin vueltas, y este precioso artículo me ha hecho ver peor lo que no se podía hacer más espantoso.

  2. Darth Revan

    Una nota digna de alguien que nunca ha interact usado con obras fuera de la era Skywalker, basta con darse una vuelta en el diseño de personajes de KotoR para entender que The Acolyte falla por varias razones, excepto la ambientación.

  3. José Antonio

    jajajajajaja. Viva el sentido del humor.

  4. Lo que me he reído leyendo esto. Muchas gracias.

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