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La política cultural del Tercer Reich: arte y propaganda

Hitler y Goebbels. Imagen DP. cultura tercer reich
Hitler y Goebbels. Imagen: DP.

«Un nuevo renacimiento artístico del ser ario». Esta frase gritada por Hitler en 1933 en uno de sus mítines resume la intención principal de la política cultural que los nazis ejecutaron durante sus años en el poder. En ella caben sus dos principios, el estilístico y el propagandístico.

El nazismo no tomaba a la cultura como a su enemiga. No eran un grupo de incultos ni el pueblo que les aupó al poder tampoco lo fue. De hecho, en el primer cuarto del siglo XX se tenía a la alemana como la sociedad europea más culta. Para el nazismo la cultura era importante, como herramienta propagandística pero también por sí misma, por los valores estéticos y éticos de la misma. Muchos de los gerifaltes nazis, con Hitler a la cabeza, eran amantes de la cultura, asiduos y en ocasiones exagerados espectadores, oyentes y lectores. Por ello la cultura estaba presente en sus programas políticos e incluso en sus acciones violentas. Así, por ejemplo, los miembros de la Liga de Combate para la Cultura Alemana, liderada por uno de los ideólogos del partido nazi, Alfred Rosenberg, con numerosos artistas y escritores entre sus filas, fueron responsables de numerosas palizas a creadores judios en los primeros momentos de la ascención de los nazis al poder. 

Hitler llegó a pagar de «su» bolsillo la restauración del órgano del monasterio de San Florián donde tocó uno de sus músicos favoritos, Anton Bruckner. También asumió los costes de la edición de las partituras del músico y algunas reformas de cara a convertir el monasterio, del que expulsó a los monjes, en un centro musical de referencia. Igualmente invirtió tiempo y dinero en convertir su ciudad natal, Linz, en la capital del arte de su Reich, comprando, robando y saqueando numerosas obras de arte alemán por toda Europa. Y si Hitler pagaba por el arte, ya fuera musical, escultórico o pictórico, el resto de gerifaltes nazis no le fueron a la zaga y comenzaron una carrera por hacerse por obras de arte, ya fuera por gusto o por imitación del reverenciado líder.

Desde los primeros momentos de su desarrollo, el partido nazi, sigiuendo a su plenipotenciario presidente, pintor frustrado y amante casi obsesivo de Wagner, incluyó a la cultura como parte de su programa político primero y de su acción de gobierno una vez asumieron el poder. Los nazis eran muy conscientes del impacto y del poder de la cultura en la sociedad de aquella época, del potencial para generar conciencias nacionales y para asentar su visión del Estado. Sabían que a través de la misma tendrían la posibilidad de implantar en las mentalidades de los alemanes las ideas y prejuicios que dominaban su discurso fascista y la imagen de la Gran Alemania a la que aspiraban. Y desde esta doble perspectiva, la propaganda y el gusto genuino por el arte (siempre dominado de forma radical por sus gustos, intereses y prejuicios) implementaron una ambiciosa política cultural en Alemania. Apoyo que llevaron hasta el límite. De hecho durante casi toda la guerra este soporte a la (su) cultura se mantuvo; no fue hasta finales del verano de 1944 cuando Joseph Goebbels, recién nombrado ministro plenipotenciario para la Guerra por Hitler, despidió a tres cuartas partes del personal de la Cámara de Cultura del Reich y clausuró teatros, orquestas y editoriales, todo ello para ahorrar recursos y poder dedicarlos al frente bélico. Un recurso casi a la desesperada frente a una guerra que ya la tenían perdida de facto.

Otro aspecto que apuntala la importancia de la cultura dentro del Reich nazi fue el uso de la misma como fuente de poder dentro del partido y del gobierno. Este uso tuvo su ejemplo más claro en la lucha entre Alfred Rosenberg, presidente de la citada Liga de Combate para la Cultura Alemana, y Goebbels, ministro de Ilustración Popular y Propaganda. Ambos usaron su influencia en el sector cultural como medio para reforzar su posición dentro del partido nazi y facilitar su acceso a Hitler. En esta lucha interna fue Goebbels quien se acabó imponiendo a Rosenberg. Aunque de facto no había mucha diferencia entre ambos en lo que a la política cultural se refiere, salvo en el gusto de Goebbels por el arte expresionista que Rosenberg repudiaba. En este caso fue Rosenger quien se salió con la suya, ya que los nazis, tras algunos momentos de titubeo sobre si aceptar el expresionismo o condenarlo, acabaron finalmente prohibiéndolo, pero no tanto por las diatribas de Rosenberg sino por las de Hitler, quien ordenó, siguiendo su pobre criterio artístico, sacar este movimiento del canon del arte del Reich.

La política cultural del gobierno nazi en lo relativo a los contenidos y estilismos tuvo dos directrices claras y relacionadas. Apoyar y difundir toda creación alemana que siguiera la estética del realismo clásico y que encajara como un guante con la ideología nacionalsocialista, y eliminar toda influencia tanto de culturas extranjeras como de corrientes ideológicas que no fueran nazis y de colectivos considerados inferiores, principalmente judíos. Sobre estos dos pilares se construyó una política cultural cuyos logros fueron inexistentes. En ningún momento las diferentes acciones llevadas a cabo por el gobierno del Tercer Reich referidas a la cultura se acercaron ni remotamente a lograr sus objetivos. Eso sí, el resultado más evidente y significativo fue el desmoronamiento fáctico de la cultura alemana, tanto en producción como sobre todo en calidad, esto último debido sobre todo a la huida del territorio del Reich de los principales creadores germánicos. El renacimiento cultural ario estuvo lejos de convertirse en realidad.

Una tercera directriz, la de usar la cultura alemana como elemento de prestigio internacional, pronto fue olvidada ante la aplastante influencia de los creadores alemanes huidos del Reich y la baja calidad de las propuestas que salían de la nueva cultura nazi. Propuestas que conforme avanzaban los años de la dictadura cada vez daban mayor protagonismo a la propaganda nazi en sus tramas, lo que ayudaba, debido a la simpleza de los contenidos, a bajar el nivel artístico de las obras oficiales y oficialistas.

La destrucción de la otra cultura, la que no era puramente alemana según sus criterios, la que estaba contaminada por judíos, bolcheviques y extranjeros, tiene su símbolo en la quema de libros que la Asociación Nacionalsocialista de Estudiantes Alemanes y otros miembros del partido llevaron a cabo el 10 de mayo de 1933, como si de un espectáculo de masas se tratase. La capacidad casi infinita para la propaganda de los nazis, de Goebbels principalmente, hicieron de esta falla literaria un acto de exaltación a la pureza de la raza y la cultura alemana, liberando en el fuego purificador a la sociedad germánica de la nefasta influencia de escritores judíos, comunistas y de otras razas y naciones inferiores a la aria. Esta hoguera y las que la copiaron por todo el Reich no fueron sino un paso más de los muchos que se dieron en su lucha por la imposición de la pureza cultural.

En el mismo año de 1933 se creó, en buena medida para minar el poder de Rosenberg y su Liga, la Cámara de Cultura del Reich, presidida por Goebbels y que incluía siete cámaras menores, la del cine, literatura, música, radio, teatro, prensa y bellas artes. Estas cámaras seguían en teoría un modelo horizontal y corporativo, siguiendo la senda impuesta por Mussolini en Italia. Todos los profesionales de cada uno de estos sectores tenían que estar afiliados a su respectiva cámara para poder ejercer su trabajo. Lógicamente esto supuso un primer proceso de depuración, pues ni a judíos ni a otras razas ni a nadie con antecedentes políticos subversivos se les permitía su membresía, abocándolos al paro o a buscar otros trabajos. Una de las primeras consecuencias fue el incremento de los creadores alemanes que se exiliaron. Algunos ya dejaron su país antes del ascenso de los nazis, muchos lo hicieron una vez comprobaron que no se apaciguó el odio del partido de Hitler con la llegada al poder. La Cámara de Cultura fue una herramienta de gran eficiencia de cara a «limpiar» todo el proceso creativo de personal indeseable bajo los parámetros de la esvástica. Además de los creadores fueron depurados pero también los técnicos y otras profesionales afines dentro del proceso artístico, fuera cual fuera el medio cultural en el que trabajaran. También sirvió para atraerse a creadores conservadores que buscaban apoyos públicos a sus propuestas, muchos de los cuales abrazaron el régimen, si no de conciencia al menos de palabra y omisión, a fin de ganar protagonismo cultural y económico o por mera supervivencia.

Antes incluso de la creación de la Cámara de Cultura se aprobó, el 4 de febrero del 33, un decreto sobre la censura. Con el decreto como arma se comenzó, no por parte de funcionarios, sino por miembros del partido y de la Gestapo, a realizar batidas por librerías y bibliotecas a fin de depurarlas de las creaciones peligrosas para el Reich. Buena parte de los libros requisados en estas batidas sirvieron de alimento a las llamas del 10 de mayo. Y para diciembre del mismo año, el listado de obras prohibidas alcanzó los mil títulos. A la cabeza del ansia censora pusieron a la Autoridad Suprema de Censura para la Literatura Sucia y Despreciable. El nombre es real y no sacado de un cómic del Capitán América de los años 40. 

Pero para evitar vías de escape al control estatal sobre la cultura, en 1935 se publicó una orden de Goebbels que limitaba (prohibía de facto) la crítica cultural. Desde ese momento la crítica, en cualquier medio de comunicación, solo podía dar información y descripción y nunca opinión ni juicios de valor. El público, ya fuera de cine, teatro, literatura o música, no necesitaba saber si la obra era buena o mala, si cumplía ciertos parámetros estéticos o no, solo necesitaba saber de qué iba, el gobierno ya se encargaba de que nada que no contribuyera a hacer Alemania grande de nuevo llegara a las manos del pueblo. 

En paralelo a toda esta depuración y censura, Goebbels impulsó en todas las artes obras populares y ligeras, consciente de la necesidad de tener a la ciudadanía entretenida, sobre todo una vez empezada la guerra. Uno de los objetivos de su ministerio era usar la cultura como anestesiante social, como vacuna contra el peligroso ocio. Teniendo en cuenta la capacidad de por sí enorme de la ficción, en el medio que sea, para lograr la evasión en tiempos de crisis, el dirigente nazi y su séquito no lo tuvieron difícil. Así, se calcula que en torno a 1939 había en toda Alemania doscientos cuarenta teatros públicos y ciento veinte privados que contaban con una gran afluencia de público. Las SS, en un informe interno, señalaron que «durante la guerra un gran número de teatros pueden consignar cifras de visitantes que antes casi nunca se habían dado. En las ciudades grandes ya es poco menos que imposible obtener entradas a la venta en las taquillas». Con el cine ocurrió igual, disfrutando las salas durante los primeros años de la guerra de una enorme asistencia. En 1942 se vendieron más de mil millones de entradas. No debe olvidarse que el partido nazi llegó al poder con algo más del 30 % de los votos, por lo que el apoyo popular que recibió estaba lejos de ser masivo y eran conscientes de ello, de ahí la obsesión por un lado de adoctrinar y por el otro de entretener. Querían convencer al mayor número posible de alemanes de las bondades del régimen y evitar los momentos de ocio, de aburrimiento, tratar de reducir al mínimo el tiempo que los ciudadanos pudieran dedicar a reflexionar sobre la realidad que les rodeaba inundándolos de propuestas culturales que proclamaban las bondades del Tercer Reich. 

Pese a este esfuerzo por promover lo popular, en la música atacaron de forma inmisericorde dos de los estilos de más éxito en la Alemania de aquellos años, el jazz y el swing, músicas a la que otorgaban el doble pecado mortal de ser extranjeras y «negras». Entre otras acciones contra estas música, las juventudes hitlerianas acudían a zonas de donde se reunían los jóvenes con gramófonos portátiles a romper los discos y dar palizas. 

En esta estructura de ansia de control existía una tercera pata, la que se dedicaba de forma radical y persistente a minar la credibilidad y la imagen de aquellos que eran un peligro de base para la nueva Alemania, disidentes políticos y sobre todo los no arios, con los judíos como obejtivo principal del odio racial. Se trataba de atacarles, incluso físicamente, pero también de demostrar, en el campo de la cultura, que las obras perpetradas por estos grupos eran impías para la raza y para la nación. Así, el ministerio de Goebbels subvencionó numerosas publicaciones encaminadas a este objetivo como el libro de pretensiones académicas Música y raza de Richard Eichenauer o el más llamativo El ABC de los músicos judíos, que buscaba señalar y advertir sobre los músicos judíos y sus creaciones como obras a evitar de forma absoluta, a fin de preservar la pureza de la música alemana.

En este sentido, igual que la quema de libros se ha convertidor símbolo del odio nazi a la literatura «enemiga», en el campo de las bellas artes la exposición sobre arte degenerado ha asumido ese rol simbólico. Realmente se realizaron varias muestras de este tipo, donde se mostraban obras modernas y de vanguardias y de artistas de otras razas. Pero en 1937 en Munich se organizó una doble exposición, por un lado la muestra titulada Gran Exposición del Arte Alemán. El propio Hitler supervisó la selección de obras realizadas por el comisario de la muestra y fotógrafo oficial del Reich,  Heinrich Hoffman. Esta exposición incluía las obras más importantes del arte alemán según los criterio, artísticos y de raza de Hoffman y Hitler. Un día después de la inauguración, se abría al público la muestra que recogía la otra cara de la moneda, la Exposición de Arte Degenerado que incluía más de seiscientas obras de artistas como Picasso, Matisse o Kokoschka entre otros muchos. La idea era mostrar aquellas obras que ensuciaban con sus estilos modernos la gloriosa tradición de la pintura alemana. Esta muestra tuvo más de dos millones de visitantes frente a los cuatrocientos mil de la Gran Exposición del Arte Alemán, si bien la primera era de entrada gratuita y la segunda tenía precio de entrada. La curiosidad por ese arte enfermo fue más fuerte que la propuesta esteticista del realismo clásico que imperaba la exposición «correcta». La Gran Exposición acabó por repetirse anualmente, llegando en 1940 a tener mil trescientas noventa y siete obras, con el tema bélico como gran protagonista, con títulos como Los lanzallamas de Rudolf Leipus, Francotirador apuntando con un fusil de Gisbert Palmié o Alerta en un submarino de Rudolf Hausknecht. La mentalidad guerrera que los nazis llevaban a gala desde sus inicios terminó de invadir la cultura institucional con el comienzo de la guerra, convirtiéndose en el tema más valorado por jurados, programadores y comisarios a sueldo del gobierno. Así la propaganda colonizaba un aspecto más de la cultura alemana.

Al respecto del arte degenerado, de perspectivas imposibles, de figuras deformadas y de expresionismo extremo, algunos miembros del partido nazi plantearon, sin llegar a ser aprobado, las esterilización de los artistas que practiban estos estilos, basándose en que deformaban las imágenes no por una búsqueda estética y artística sino por culpa de defectos físicos que podían ser hereditarios. Ha de mencionarse que la eugenesia acabó con la vida de miles de discapacitados y fue bajo su amparo donde se desarrollaron las primeras cámaras de gas. La amenaza de esterilización, pese a que no llegara a cumplirse, iba completamente en serio.

Un caso un tanto extraño por su inusual permisividad, fue la Liga Cultural Judía, creada en 1933 por Kurt Singer, antiguo director de la Ópera de Berlín y despedido por judío. Creada con el nombre de Liga Cultural de Judíos de Alemania, fue obligada a eliminar la palabra Alemania en su nombre en 1935. Cerca de ocho mil creadores judíos se adscribierona la liga y cerca de doscientos mil judios pudieron acceder a las diferentes propuesta artísticas ofertadas por esta. Si bien Goebbels aprobó la creación de la misma en un primer momento, rápidamente sustituyó a Singer por Hans Hinkel, un nazi colaborador de Goebbels. Hinkel comenzó prohibiendo representar por parte de la Liga obras de autores alemanes no judíos, tanto teatrales como musicales. Las limitaciones al consumo cultural por parte de los judío alcanzó su punto álgido en 1938, cuando se les prohibió a todos ellos acudir a cines, teatros, salas de conciertos y exposiciones. El enclaustramiento en guetos acabó por dar la puntilla a la ya apaleada cultura judía en la Alemania nazi.

Censura, despidos, violencia y asesinatos fueron herramientas que, tanto desde fuera como dentro del gobierno del Reich, usaron los nazis para imponer su visión de la sociedad en y a través de la cultura. La cultura debía ser motor y herramienta del cambio que propugnaban y a ello encaminaron las gran mayoría de medidas que ejecutaron desde el ministerio de Goebbels. Como se ha señalado más arriba, el resultado en lo creativo fue pobre, con obras olvidadas en su gran mayoría, quizás la excepción sean los documentales de Leni Riefenstahl. Los grandes nombres de la cultura alemana que no huyeron y que mantuvieron una cierta cercanía al régimen nazi como Richard Strauss, que llegó a presidir la Cámara de Música del Reich, no pudieron compensar la perdida de talento a la que la huida, los asesinatos y la censura radical condenó a la cultura alemana.

Pese a la fuerza y la enfermiza convicción con las que pusieron en marcha sus políticas culturales, los nazis no lograron provocar el renacimiento de la cultura aria con la que tanto se llenaba la boca Hitler. La errónea presunción de que en el pasado glorioso de Alemania estaba la mejor cultura del país y de que la pureza del arte alemán estaba íntimamente ligada a la obra del Tercer Reich, hicieron imposible ese renacer. La mediocridad campó a sus anchas durante los años de dictadura, dejando muy pocas propuestas creativas que recordar y sobre todo una ruptura en la creación alemana que tardó mucho años en poder comenzar siquiera a sanar. Pese a toda la violencia ejercida desde y por el Estado, en paralelo al entramado de extorsión y miedo que desde el partido nazi se impuso a la sociedad alemana, no consiguieron domesticar la cultura. Se tuvieron que conformar con obras mediocres que empalidecían con los logros artísticos de su odiada República de Weimar y que en contraste demostraba la incapacidad de los nazis por generar una cultura propia de la que sentirse orgulloso. Ni siquiera la propaganda pudo tapar la ineficacia de sus políticas culturales.

En uno de sus mítines Hitler ladró: «a partir de ahora, debemos hacer una guerra implacable contra los últimos elementos subversivos de nuestra cultura». Esta guerra también la acabaron perdiendo.


Bibliografía

El Tercer Reich en el poder, de Richard J. Evans.

La cultura en la Alemania nazi, de Michael H. Kater.

Enciclopedia del Holocausto.

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