Arte y Letras Historia

El incendio de Londres de 1666

El incendio de Londres de 1666
El Gran Incendio de Londres, Philip James de Loutherbourg, ca. 1797.

Este artículo es un adelanto de nuestra revista trimestral nº 51 especial Fuego, ya disponible aquí.

La noche cae sobre Londres el 1 de septiembre de 1666. En Pudding Lane, una calle del corazón de la ciudad, el panadero Thomas Fariner se dispone a acabar su jornada: abre la portezuela del horno y extiende las brasas con cuidado. Luego, sumerge un paño en un cubo de agua, lo escurre, y, con movimientos rápidos, humedece las brasas incandescentes. Cuando termina, cierra la puerta del horno y se marcha.

Bostezando, sube las escaleras hasta su habitación, situada justo encima del negocio. Sus hijos y la criada duermen. Con pasos ligeros, procurando no despertarlos, cruza la estancia en penumbra y se mete en la cama. En pocos minutos, el cansancio lo envuelve y cae en un sueño profundo.

Pero un fuerte olor a humo invade la habitación. Lo siente, lo respira, abre los ojos: el aire está denso, oscuro. Se incorpora de un salto, con el pulso acelerado y la garganta reseca. Corre hacia las escaleras; un golpe de calor lo obliga a retroceder. La panadería está ardiendo. El espeso humo negro lo va envolviendo todo. 

Encuentra a sus hijos despiertos, en pie, con los ojos muy abiertos y el rostro iluminado por el resplandor de las llamas. Por un instante, Thomas se queda inmóvil, viendo reflejado en los ojos de sus hijos su propio miedo. Pero no puede permitirse el pánico. Avanza a trompicones entre el humo y pone a los niños a salvo. Cuando está a punto de seguirlos, recuerda a la criada. La busca con la mirada y, a través de la neblina sofocante, la distingue al fin, acurrucada en un rincón, paralizada por el terror.

Thomas vacila. Sabe que le queda poco tiempo y que si se queda un segundo más, no saldrá de allí con vida. El fuego ruge a su alrededor, devorando la madera, cerrándole el paso. No hay opción. Con un último resquicio de fuerza, se vuelve hacia la ventana, se agarra al marco y escapa. 

Detrás de él, la criada perece en las llamas. Es la primera víctima de lo que la historia recuerda como el gran incendio de Londres de 1666. No será la última. Durante cuatro días, el fuego originado en la panadería de Pudding Lane se extendió sin control, reduciendo a cenizas un tercio de la ciudad y dejando a más de cien mil personas sin hogar. El impacto de la tragedia quedó inmortalizado en relatos de escritores que, desde diferentes perspectivas, narraron el desastre: Samuel Pepys, John Evelyn, Daniel Defoe.

Samuel Pepys despertó esa mañana sin sospechar que todo Londres iba a arder. Desde la ventana de su casa en Seething Lane vio una columna de humo alzándose sobre la ciudad, pero no se alarmó, pues los incendios eran comunes en una ciudad de edificios construidos con madera. Solo cuando subió a la Torre de Londres y contempló las llamas devorando el horizonte comprendió la magnitud de la tragedia. En su diario dejó constancia del caos: multitudes huyendo con lo que podían cargar, gritos, miedo. En medio de la confusión, tomó una decisión peculiar: enterró su queso y su vino en el jardín, sus bienes más preciados.

Los últimos doce meses no habían sido fáciles para Pepys, tampoco para el resto de habitantes de la ciudad de Londres. En 1665, un brote de peste bubónica arrasó la ciudad, cobrándose en vidas más de una quinta parte de la población de Londres (entre setenta mil y cien mil en toda Inglaterra). Pronto, los cadáveres comenzaron a amontonarse en las calles. Pepys rara vez salía de su casa, escribiendo sin cesar en su diario mientras el número de muertos seguía aumentando. Finalmente, la Gran Plaga, o Peste, como se la conoce, comenzó a remitir y la normalidad volvió a Londres. 

Pepys aprovechó esa etapa de calma al máximo. Con frecuencia iba al teatro y salía con sus amigos. Sin embargo, un persistente sentimiento de inquietud permanecía. El verano había sido muy cálido, la hierba parecía paja y el lecho del río estaba agrietado y con zonas secas. Los más supersticiosos temían que ese año, 1666, trajera aún más desgracias, pues contenía el número del diablo. Así que, a pesar de sus salidas para divertirse, Samuel no podía quitarse de la cabeza la idea de que algo terrible iba a pasar. Y sucedió. 

*

La primera mañana del incendio, ya el día 2, Pepys trata de despejar su mente nublada por el alcohol mientras observa el avance de las llamas, que se han extendido algunos kilómetros. La única forma de frenar el fuego es derribar las casas en su perímetro, pero solo hay una persona que puede autorizar tal medida: el rey Carlos II. Sin perder un segundo, Pepys desciende hasta el río Támesis y ordena a un barquero que lo lleve a Whitehall, el palacio real en Westminster. Mientras navegan por las aguas turbias, el fuego se expande a ambos lados.

Al llegar a Whitehall, Pepys es recibido por un grupo de mensajeros, a quienes describe con todo detalle el desastre. Entonces, un funcionario real le informa que el rey quiere hablar con él. En su oficina privada, el monarca maldice su mala suerte.

Desde su restauración en el trono, Carlos II ha tenido muchos problemas: el país sigue dividido tras la guerra civil y la monarquía es vista como símbolo de decadencia. Su reputación se ha deteriorado aún más después de la Gran Plaga de 1665, cuando su estilo de vida extravagante contrastó con el sufrimiento del pueblo. Pero ahora ve en el incendio una oportunidad. Si actúa con rapidez y eficacia, podrá cambiar su imagen pública.

El rey no pierde el tiempo. Envía a Pepys con una orden urgente: dirigirse al alcalde de Londres, sir Thomas Bloodworth, y ordenarle demoler las casas cercanas al incendio para frenar su avance. Samuel se abre paso por las calles en un coche que lucha contra una marea humana que huye del fuego. Incapaz de avanzar, Samuel salta del vehículo y continúa a pie, abriéndose paso entre la multitud.

Finalmente, llega a primera línea de fuego, donde los bomberos arrojan agua a las llamas. A un lado, con una expresión de incredulidad, está sir Thomas Bloodworth. Pepys lo considera un incompetente, un hombre necio, como deja escrito en su diario. Sin embargo, no hay tiempo para disputas. Le transmite la orden del rey: crear un cortafuegos derribando las casas en el límite del incendio. Bloodworth responde que ya han intentado hacerlo, pero el fuego avanza demasiado rápido.

Pepys no acepta excusas. Insiste en que el alcalde debe reclutar a la Guardia Real para combatir las llamas, pero Bloodworth, orgulloso y obstinado, rechaza la ayuda del rey, asegurando que todo está bajo control. Frustrado, Pepys ve que el viento aviva las llamas, convirtiendo las estrechas calles en túneles de fuego. 

Mientras tanto, Carlos II ya está en camino. Desde la proa de su barcaza real, ve con horror la magnitud del incendio. Al desembarcar cerca de la catedral de San Pablo, encuentra a un grupo de bomberos en la orilla del río y toma una decisión drástica: ordena demoler las casas en el límite del fuego.

El incendio sigue avanzando. Una fuerte ráfaga de viento arroja chispas y brasas en dirección a Westminster, amenazando el palacio real y las oficinas gubernamentales. Carlos ordena la construcción de un cortafuegos en Charing Cross y despliega voluntarios para sofocar las llamas en Fleet Street. Designa a su hermano, el duque de York, como jefe de bomberos, tratando de contener el incendio. Sin embargo, el fuego sigue ardiendo sin control.

Cuando las llamas alcanzan su punto más crítico, San Pablo, la catedral, queda envuelta en llamas y colapsa en una montaña de cenizas. El rey, exhausto, se niega a rendirse. Montado a caballo, recorre la ciudad organizando cuadrillas de voluntarios, repartiendo provisiones de la Armada Real y estableciendo un fondo de ayuda para los damnificados. La noticia de sus esfuerzos se difunde rápidamente entre la población.

Para la noche del miércoles, sus órdenes comienzan a surtir efecto. La demolición de edificios crea una barrera efectiva contra el fuego. Entonces, cuando el viento amaina, poco a poco, las llamas se extinguen. Para cuando el incendio finalmente se apaga, Londres ha quedado en ruinas.

*

El gran incendio no solo devastó la la ciudad; también dejó una huella imborrable en quienes lo vivieron. Daniel Defoe, aunque aún niño, sería uno de los que crecerían con la memoria de esa catástrofe. Décadas después, al narrar en su Journal of the Plague Year los horrores de la peste de 1665, sus editores decidieron incluir una crónica del incendio en palabras de un supuesto escritor anónimo. El incendio, como un mal presagio, se entendió como un segundo castigo para una ciudad abatida por la enfermedad.

En cuanto a Samuel Pepys, continuó su carrera como funcionario. Ocupó cargos importantes en la administración de la Marina Real, convirtiéndose en una figura clave en su modernización. En 1669 dejó de escribir debido a problemas de visión, temiendo quedar ciego si continuaba. Murió en 1703 sin haber publicado una sola línea; el manuscrito permaneció oculto hasta el siglo XIX, cuando fue descifrado y reconocido como fuente histórica de gran valor. 

La tragedia marcó para siempre la memoria de la ciudad. Pero, como todo desastre, también abrió paso a una era de transformación: un Londres más fuerte, más organizado, y, sobre todo, más consciente de la necesidad de reconstruirse.

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2 Comentarios

  1. E.Roberto

    Estas «pequeñas» historias son una delicia. Gracias, como siempre, Señora.

  2. Pingback: El gran incendio de Londres: cómo una tragedia transformó la ciudad - Hemeroteca KillBait

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