
Este artículo es un adelanto de nuestra revista trimestral nº 51 especial Fuego, ya disponible aquí.
A la hora de valorar las libertades restringidas durante el franquismo, generalmente, se ha prestado mucha atención a la censura. Y no es para menos, ya que mediante esas políticas la dictadura trataba de fijar los límites por los que iba a transcurrir la mentalidad de los españoles. Siempre ha existido la duda sobre cómo sería la forma de pensar en España si no hubiesen existido esos años en los que, como en los países comunistas, el Estado se creía con el derecho a decidir a qué se podía tener acceso y a qué no a la hora de algo tan doméstico como aplastarse en el sofá y abrir libros.
Esa pregunta suele venir desde un enfoque ideológico, político, y casualmente es ahí donde España es menos excepcional. Los partidos que han dominado y sus políticas no se han diferenciado de las de los famosos «países de nuestro entorno». Lo mismo que las corrientes de izquierda populista de los años 10 y las de extrema derecha de los años 20 han llegado a nuestro país como un reloj. A lo que seguramente más haya contribuido la censura franquista es a la creación cultural, que sí que presenta muchos más matices en comparación con otros países cercanos.
Pero esas disquisiciones son materias que solo podrán resolver estudios académicos. Para mí hay un factor más interesante, que es el germen de esa censura. O esa censura cuando se hallaba en estado de larva. En los primeros días tras el 18 de julio de 1936, cuando el nuevo Estado era solo un proyecto que estaba empezando a definirse sobre el papel, las primeras manifestaciones del odio cultural. Las que fueron prácticamente descontroladas, espontáneas y viscerales. Ya en agosto del 36, el diario navarro Arriba España proclamaba: «¡Camarada! Tienes obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, sus propagandas. ¡Camarada! ¡Por Dios y por la patria!».
El mismo mes, el Ideal Gallego hacía lo propio de forma simultánea daba la noticia: «A orillas del mar, para que el mar se lleve los restos de tanta podredumbre y de tanta miseria, la Falange está quemando montones de libros y folletos de criminal propaganda comunista y antiespañola y de repugnante literatura pornográfica». En A Coruña, el coronel de la Guardia Civil, Florentino González Vallés, ordenó la quema de «todos aquellos que, de un modo más o menos claro encierren propaganda reñida con la buena moral, así como los que combatan la religión cristiana y católica, base del sentimiento religioso del pueblo español». En Vigo ocurrió lo mismo en la plaza de Armas.
En el sur, en esas caóticas jornadas de paseíllos y gloriosas victorias de las tropas profesionales del ejército nacional contra trabajadores armados con escopetas de caza, también se llevó a cabo una quema sistemática de libros. El inicio oficial se produjo con el siempre citado en estas lides Queipo de Llano. El 4 de septiembre de 1936 publicó un bando contra las «ideas peligrosas» de los libros en el que pedía que se requisasen todos los volúmenes sospechosos de todas las dependencias para valorar su quema.
En un ejemplar de El Defensor de Córdoba del 5 de octubre de 1936 (citado por Paco Robles en El Independiente de Granada) tenemos un buen ejemplo, público, de cómo se llevaron a cabo estas acciones. Escribía el coronel de la Guardia Civil, Bruno Ibáñez, responsable, según el historiador Francisco Moreno Gómez, de la muerte de dos mil ciento setenta y dos personas. En nombre de la Jefatura de Orden Público, informaba sobre «Los libros pornográficos y social-revolucionarios recogidos en kioscos y librerías de esta capital». Después de haber dado orden de requisarlos, anunciaba que se iba a dar a conocer una estadística para que pudiera «apreciarse la labor destructiva que en este aspecto venían haciendo los elementos marxistas, con autorización del Gobierno del Frente Popular».
A continuación, iba enumerando cuántos ejemplares se habían requisado en cada librería. Los calificaba de «masonería», «socialistas», «marxistas», «autores rusos», «pornografía», «asuntos sociales», «tendencias izquierdistas», «autores nacionales y extranjeros de reconocido extremismo», «de Azaña», «Voltaire»… Y luego la explicación: «La mala hierba sembrada en esos libros cuya lectura tanto dañо ha hecho y tanto ha influido para cometer los crímenes que las hordas marxistas están llevando a cabo en esos pueblos donde, por unos días solamente, ha triunfado y triunfa la política de la hoz y el martillo». Para concluir: «los dueños de los mismos serán sometidos a las más severas sanciones, aparte de cerrarles los establecimientos. ¡Viva España!».
Más adelante, a estos actos se les dio un cariz institucional. La profesora de Historia de la Complutense, Ana Martínez Rus, ha estudiado este episodio en su obra Libros al fuego y lecturas prohibidas. El bibliocausto franquista 1936-1948 (CSIC, 2021). El incidente más llamativo que menciona, y el que ha aparecido más veces citado, porque hubo fotografías, fue el que tuvo lugar en el viejo huerto de la Universidad Central de Madrid. Lo organizó el Sindicato Español Universitario para conmemorar el Día del Libro. La escenografía estaba estudiada al detalle para que se percibiera como un acto de purificación de la institución universitaria con una estética que aludía a motivos religiosos, marciales y nacionalistas.
Frente a una enorme pila de libros, las milicias de estudiantes cantaban el «Cara al sol», y el catedrático de Derecho, Antonio Luna, pronunció un discurso que explicaba qué libros se iban a convertir en cenizas: «los separatistas, los liberales, los marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los pesimistas, los pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis, los cobardes, los seudocientíficos, los textos malos y los periódicos chabacanos».
Había autores extranjeros, Rosseau, Marx, Lamartine, Gorki, Remarque, Freud y españoles, como Sabino Arana y el periódico El Heraldo de Madrid. Luna citó El Quijote, el fragmento en el que el cura y el barbero arremeten contra la biblioteca del hidalgo como culpable de su locura. Con ese fragmento de Cervantes se pretendía justificar ideológicamente la destrucción, pero lo que se omite, o a esa profundidad de lectura no llegó el catedrático, es que ese es un pasaje triste y melancólico, que el cura duda mucho qué libros indultar y cuáles no. De hecho, en el Amadís de Gaula, el barbero dice «No se queme ese, que yo hallé en él cosas que me agradaron mucho; y en especial cuando llega a decir que «la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece…»». Y contesta el cura: «Por ese solo renglón que mi amigo ha dicho, merece perdón y perpetua vida».
Sin embargo, en nuestra contienda no había mucho margen para sutilezas. Cervantes satirizó la quema de libros y aludió al buen juicio del lector en lugar de a la censura, pero en el citado diario navarro Arriba España se decía en sus artículos «¡Fuego sobre los libros que corrompen el alma de España!», «¡Que las bibliotecas rojas ardan como ardió su régimen!», «Cada volumen marxista es una bala contra la patria». En 1938, decía un editorial: «Es necesario este tribunal rígido de Inquisición. Hoy es la Fiesta del libro. Desde hace años funciona en nuestra España una filial o sucursal de la Editora Espasa-Calpe. ¿Ha pasado (preguntamos) por algún tamiz el historial y los fondos editoriales de esa casa, anteriores a la guerra? ¿Es posible tener una casa en Madrid, otra en San Sebastián y otra en Buenos Aires? ¡Los triángulos nos escaman demasiado!».
El falangista Fernando García Montoro, en su obra En el amanecer de España (Imprenta Hispana, 1938) lo explicaba sin ningún tipo de complejo: «Significa que el libro y la prensa mal inspirados —verdaderamente estupefacientes del alma— habían intoxicado ya la conciencia colectiva, aletargándola. Significa, en fin, que el Enemigo estaba a punto de conseguir su objeto, de corromper la médula de un gran pueblo. Guerra, por tanto, al libro malo. Imitemos el ejemplo que nos brinda Cervantes en el capítulo sexto de su obra inmortal. Y que un día próximo se alcen en las plazas públicas de todos los pueblos de la nueva España las llamas justicieras de fogatas, que, al destruir definitivamente los tóxicos del espíritu almacenados en librerías y bibliotecas, purifiquen el ambiente, librándolo de sus mismos contaminadores».
Quizá la mayor bestialidad se produjo en Barcelona, se quemaron setenta y dos toneladas. La biblioteca del Ateneu Enciclopèdic Popular fue arrasada por completo y se volatilizaron sus más de seis mil volúmenes. También desaparecieron colecciones personales, como la de Pompeu Fabra o la de Rovira i Virgili. También hubo una gran hoguera en Lloret de Mar. Dada la situación, muchos particulares quemaron corriendo sus colecciones. Rus cita aquí el recuerdo de Eduardo Haro Tecglen, que vio cómo la biblioteca de su padre desaparecía en el fogón de la cocina de su casa. Para otros, esta fiebre destructora fue motivo para no querer volver jamás a España. Así lo dejó escrito en su solicitud de asilo a México el mecánico José Puig Bosch desde el campo de concentración de Argelès-sur-Mer: «Renuncio a volver a mi patria, según las noticias de mis familiares, en un registro en mi casa han quemado más de cien libros (…) por el solo hecho de ser republicanos-federales toda nuestra vida y el no haber bautizado a nadie en generaciones».
Después de las llamas, llegaron las leyes. Por decreto, había que entregar a las autoridades todo libro sospechoso. Y en lo sucesivo, tras la Ley de Prensa de 1938, el Estado tendría el control total sobre la publicación y distribución de obras. Se produjo también un prodigio de reciclaje. Los libros señalados se trituraban para convertirlos en pasta de papel con la que imprimir literatura religiosa, propaganda de Falange y catecismos.
Sobre lo que quedaba, se establecieron comités de depuración bibliográfica en provincias y municipios que separaban los libros admitidos de lo reservados (con acceso restringido) y prohibidos, que o se destruían o apartaban en los llamados «infiernos», secciones ocultas en las bibliotecas. Generalmente, aquí iban a parar obras «con mérito literario o científico», pero ideológicamente peligrosas para lectores «ingenuos o no preparados». Por ahí pasaron las obras de Baroja, «veneno intelectual»; Galdós, «ha causado estragos» o Blasco Ibáñez, «labor demoledora e inmoral». Habría sido demasiado escandaloso llegar tan lejos, pero en lo que se cayó con estos indultos con reservas fue en la escena que habían malinterpretado del Quijote. Cervantes se había mofado de la censura, no había escrito un manual de instrucciones, y su juicio sobre la estupidez se hizo realidad a gran escala.
Quema de libros: no empezaron los nazis https://www.libertaddigital.com/opinion/presente-y-pasado/quema-de-libros-no-empezaron-los-nazis-4110/ a través de @libertaddigital
Vaya artículo de chichinabo y vaya ejercicio más pobre de ‘tu quoque’.
Verdades como puños.
Más bien como palmas abiertas.
Un horror y una historia de infamia, a los libros le siguieron las personas. Que haya gente que diga que fue un tiempo mejor y la baja ratio tradicional de lectura en este país sospecho que estará relacionado.
Los republicanos no quemaron libros. Ni iglesias ni conventos. Ni asesinaron, violaron y vejaron a nadie. Era un ejército de amor.
https://es.wikipedia.org/wiki/Index_librorum_prohibitorum
Hasta 1966 no se eliminó el índice de libros prohibidos. A una organización así encargó el franquismo la educación en España, labor que había ocupado tradicionalmente.
El franquismo busco activamente acabar con las ideas y censurar.
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Los descendientes están deseando repetir las aberraciones que cometieron sus mayores. Mientras esperan llegar al poder, en nuestro país censuran obras de teatro, denuncian a dibujantes y cómicos, persiguen a titiriteros y a músicos. Sus aliados y maestros en USA ya expurgan bibliotecas para librarlas de relatos del tiempo de la esclavitud o de testimonios de personas que no sean heterosexuales, amenazando con cárcel a bibliotecarias y maestras. Compremos gasolina. Antes de que vacíen nuestras estanterías, es mejor hacerlos arder a ellos. Si vis pacem para bellum.
No sólo hubo censura: la destrucción y
depuración de libros en España (1936-1948)*
Ana Martínez Rus
Universidad Complutense de Madrid
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Muchas gracias por el esfuerzo y la intención pero ese enlace no lleva a ningún sitio. Este espero que sí:
journals.uco.es/creneida/article/view/10368/9598
El libro de Martínez Rus citado en el artículo, Libros al fuego y lecturas prohibidas. El bibliocausto franquista 1936-1948, es muy bueno. Lo único malo, de hecho, es que es demasiado breve. Este tema es muy interesante y demasiado desconocido. Molesta mucho también a los fachas, como puede verse en diversos comentarios aquí mismo. Y es comprensible, porque, además de dar muy mala imagen, eso de quemar libros recuerda demasiado a los nazis, esos amigos tan íntimos del régimen franquista.
¡Muchas gracias!
Muchas gracias Luisito.
Para ser sincero el artículo me pareció un poco demagógico. Nos dice Pio Moa “Los incendios cundieron los días siguientes por Andalucía y Levante, dejando un balance final de unos cien edificios destruidos, incluyendo iglesias, varias de gran valor histórico y artístico, centros de enseñanza como la escuela de Artes y Oficios de la calle Areneros, donde se habían formado profesionalmente miles de trabajadores, o el colegio de la Doctrina Cristiana de Cuatro Caminos, donde recibían enseñanza cientos de hijos de obreros; escuelas salesianas, laboratorios, etc. Ardieron bibliotecas como la de la calle de la Flor, una de las más importantes de España, con 80.000 volúmenes, entre ellos incunables, ediciones príncipe de Lope de Vega, Quevedo o Calderón, colecciones únicas de revistas, etcétera; o la del Instituto Católico de Artes e Industrias, con 20.000 volúmenes y obras únicas en España, más el irrecuperable archivo del paleógrafo García Villada, producto de una vida de investigación. Quedaron reducidas a cenizas cuadros y esculturas de Zurbarán, Valdés Leal, Pacheco, Van Dyck, Coello, Mena, Montañés, Alonso Cano, etcétera, así como artesonados, sillerías de coro, portadas y fachadas de gran antigüedad y belleza…»
¿Quiénes son los verdaderos oscurantistas? UNA VISIÓN CRÍTICA SOBRE LA REPÚBLICA Y LA GUERRA CIVIL 2006-02-02 (Libertad Digital).
Quema de conventos… y de bibliotecas y aulas
El sectarismo anticlerical del gobierno republicano de Azaña ocasionó la denegación de fondos a instituciones corporativas de la Iglesia Católica tales como la Sociedad Aragonesa Ibérica de Ciencias Naturales, el Observatorio del Ebro (fundado por jesuitas), el Laboratorio de Hidrobiología de Celso Arévalo (del Museo Nacional de Ciencias Naturales) o el Laboratorio de Investigaciones Bioquímicas de Antonio Gregorio Rocasolano. Por si fuera poco, tan pronto como llegaban los progresistas al poder, los jesuitas eran nuevamente proscritos: en 1820, 1835, 1868, 1932…Precisamente esta última, obra del político republicano Manuel Azaña, tuvo como consecuencia la clausura inmediata de dos universidades (entre ellas la única facultad de España de Ciencias Económicas, Deusto) tres seminarios, dos observatorios astronómicos jesuitas y 21 institutos de enseñanza secundaria…El observatorio del Ebro no fue cerrado pero como explicamos antes sí se quedó sin fondos del gobierno. Para remediar esta situación el Padre Rodés se entrevistó con Francesc Macià presidente de la Generalitat, logrando una pequeña subvención de la Generalitat. Macià también permitió que los cuatro astrónomos jesuitas (la ley prohibía la reunión de más de tres jesuitas) siguiesen trabajando juntos en el observatorio ignorando la disolución de los jesuitas por la II República.
Desgraciadamente Azaña no fue tan sabio como Maciá, la política azañista de persecución de los jesuitas llevo al cierre de los siguientes centros : los observatorios de Roquetes y Granada, el Instituto Químico y el Laboratorio Biológico de Sarriá, el Instituto Católico de Artes e Industria de Madrid, el Centro Escolar y Mercantil de Valencia, las Facultades de Letras y la Universidad Comercial de Deusto, que como ya hemos dicho era la única Facultad de Ciencias Económicas de España, que no volvería a abrir sus aulas hasta pleno franquismo.
Quién tiene miedo a las ideas jamás podrá ser libre. Unamuno tenía razón cuando dijo «ganaréis pero no convenceréis». Y los franquistas lo sabían. Sabían que no contaban ni con una doctrina verdadera ni con el amor a la patria, que tanto les gustaba repetir. Infelizmente lograron imponer el odio frente al amor, que hoy vemos representado en los partidos neoliberales (y nacionalistas).
¡Patria querida y humillada! menos mal que todavía estás viva en los libros que no pudieron quemar.