
Hay civilizaciones que se definen por sus templos, otras por sus ejércitos, algunas por sus tratados de filosofía, pero España —esa vasta cordillera, meseta, costa, páramo y valle de contradicciones— se reconoce sobre todo en la cantidad de grasa saturada que su aparato digestivo es capaz de metabolizar sin caer fulminado en la acera más próxima. No somos Atenas ni Esparta, pero podríamos sobrevivir a un invierno nuclear encerrados en una tasca de León, mientras no sea La Bicha, que llegada la hora puntualmente nos echan, y con razón. Cuando los informes de la OMS enumeran con preocupación las causas más comunes de la muerte evitable —hipertensión, hipercolesterolemia, arterioesclerosis, angina de pecho— aquí seguimos rellenando intestinos con otros intestinos, friendo en manteca lo ya cocido, y sirviendo en bandejas del tamaño de una lápida funeraria platos cuya receta se remonta, como mínimo, al Antiguo Testamento.
Y es que, por mucho que la posmodernidad insista en sustituir la comida por cápsulas, batidos de proteínas o menús deconstruidos con una lágrima de reducción de lentejas sobre una cáscara de aire, en lo profundo del alma celtibérica —esa que aún huele a pimentón, sofrito y misas de difuntos— late una verdad incontestable: comer mata, sí, pero no comer es todavía peor. No hay médico, nutricionista o influencer del TCA que pueda competir con la abuela que ha pasado la vida cocinando cosas que revientan la escala de Scoville, el índice glucémico y el código penal. Porque lo importante no es morir joven y bello, sino hacerlo con la barriga llena y el paladar llorando de emoción. Así que procedamos a recorrer este mapa de la demencia calórica regional, esta geografía de la gula como forma de identidad, esta orgía proteínica y sepulcral que convierte cada provincia española en un capítulo nuevo del Apocalipsis según San Gocho.
Entre las múltiples señales del apocalipsis, pocas resultan tan inequívocas como el botillo del Bierzo, esa unidad mínima de felicidad que consiste en un intestino de cerdo relleno con costilla y rabo (jaja), adobado con ajo y pimentón y fumigado con siglos de sabiduría rural. Un objeto que, aun antes de ser cocinado, ya huele a gloria y amenaza, y que en su forma final se presenta como un artefacto de destrucción masiva diseñado para inmovilizar al comensal durante horas, quizá días, mientras su cuerpo negocia con el colesterol, la plenitud gástrica y las visiones místicas. Que exista un Festival de Exaltación del Botillo no es casualidad sino justicia poética: si se puede celebrar la resurrección de un carpintero hace dos mil años, ¿cómo no vamos a rendir culto a este meteorito porcino que cada año cae sobre Bembibre con la fuerza de un evangelio embutido?
Mientras tanto en Cantabria, por no salir de lugares hermosos, la estrategia es distinta pero igual de letal. El cocido lebaniego no se anda con eufemismos ni con versiones light, todo lo que vivió y murió en las inmediaciones de Liébana —cerdos, vacas, berzas, legumbres con vocación suicida— acaba confluyendo en un solo recipiente donde el zancarrón se abraza con la miga de pan, los huesos de jamón dan sentido a la existencia y el chorizo aparece como una aparición mariana para poner orden en la grasa. Decir que se sirve caliente es quedarse corto. Se presenta en estado de erupción, como si cada cucharada debiera ir acompañada de un rosario o una cláusula testamentaria. Lo fascinante del asunto es que, al final, hay quien toma el café con sacarina, como si esa gota artificial pudiera cancelar la orgía de triglicéridos que acaba de tener lugar en el alma del comensal. Total, para empapar bien unos sobaos dentro.
En Castilla, tierra fría, calurosa y solemne, se rinde culto a los muertos, pero no a través de flores o letanías, sino con un plato popular sobre todo en Burgos llamado olla podrida, que de podrida no tiene más que el nombre y que, en realidad, remite al término «poderida», esto es, digna de los poderosos. Y no es de extrañar, porque hace falta una voluntad regia para enfrentarse a semejante alquimia de carnero, vaca, gallina, longaniza, pies, hocicos, ajos, cebollas y voluntad divina. A medio camino entre el aquelarre y la digestión cósmica, este potaje se descompone en la cazuela hasta alcanzar esa textura en la que ya no se distingue lo animal de lo vegetal, lo sólido de lo espiritual. Es la versión ibérica de la entropía porque todo acaba mezclado, y todo, al final, es grasa en suspensión. Después, en Segovia, la épica se cocina a fuego lento y con grasa suficiente como para ungir legiones. El cochifrito, arte mayor de la gastronomía popular, consiste en freír trozos de cochinillo previamente cocidos —con ajo, vinagre y lo que la recia alma castellana considere oportuno— hasta que crujan como un anatema. Nada de espuma de nada ni reducción de nadie, aquí se viene a masticar civilización. Es un homenaje al colesterol como forma de resistencia cultural.
En Castilla-La Mancha, donde las distancias se miden en horas de soledad seca, las gachas (o puches, según la zona) no son tanto un plato como una declaración política contra la fragilidad contemporánea. Una pasta espesa de harina de almortas, aceite, ajo y secretas especias arcanas —a la que se adhieren, como cláusulas innegociables de un tratado medieval, las tiras de panceta frita— que se sirve directamente en la sartén hundiendo abundante pan, sin esa hipocresía burguesa de la vajilla que pretende separar el acto de cocinar del de devorar. Comerlas es admitir que el resto del día quedará sepultado bajo la digestión como una aldea sumergida por un pantano franquista, y que cualquier intento de actividad física posterior se reducirá a paseos lentos y breves, mientras el corazón, ese sindicalista incorruptible, protesta por la osadía calórica con un latido grave y obstinado.
En Asturias, por su parte, el cachopo ha terminado por convertirse en la versión gastronómica del souvenir de castañuelas: una trampa de los hosteleros, nuestra particular Asociación Nacional del Rifle, para turistas con hambre de folclore y reel de Instagram, que piden el cachopo como podrían pedir un bocadillo de los Picapiedra, ignorando que no deja de ser el filete empanado de toda la vida relleno de cosas, y con nombres distintos en media España. Su grandeza es inversamente proporcional a su autenticidad. Que a mí me ponen siete y me los como, vaya, pero en muchos casos no es más que una excusa para cobrarte treinta euros por algo que harías con un filete de oferta y los restos de la fiambrera. Una de las verdaderas joyas asturianas entre tantas de su clima, su paisaje y sus platos, que sí merece un himno y una estatua ecuestre con unos cojones así de grandes, es la fabada, esa sinfonía de fabes con denominación de origen, chorizo, morcilla y tocino que no pretende gustar a todo el mundo, solo a los que no temen a la muerte ni al sopor postprandial. Cada cucharada es una declaración de principios y un pasaporte al letargo. No hay spa, retiro espiritual o abrazo terapéutico que iguale la paz que trae una buena fabada comiéndola sin prisa, sin móvil para hacerle putas fotos y sin remordimiento.
Pero más allá de las montañas que huelen a sidra y fabada, cuando el paisaje empieza a hablar en gallego y el cielo se derrama en formas líquidas de duda metafísica, aparece la caldeirada de raia, que no es solo un guiso de pescado sino un ajuste de cuentas con Dios y con el mar. La raya —ese animal que parece diseñado por alguien de imaginación lovecraftiana— se cuece con patatas, cebolla, pimentón, laurel y un chorro de vinagre que más que aliñar, exorciza. Lo que resulta es una emulsión de textura gelatinosa, sabor abisal y espíritu oceánico, que se sirve con la solemnidad de una novena y se mastica como se asume el duelo, con resignación, con fe y con un ligero temblor de mandíbula. Porque en Galicia no se come para vivir, sino para recordar a los muertos y mantenerse templado mientras se espera el turno.
En tierras andaluzas, donde el sol cae con saña pero el hambre ataca igual, se cocina a fuego lento un potaje gaditano cuyo nombre ya anuncia que aquí no se anda uno con eufemismos ni florituras: la berza gitana. No es plato de mesa de postureo, sino alimento de subsistencia para quienes sabían que las calorías también pueden ser herencia cultural. Garbanzos, judías, morcilla, chorizo, tocino, papada, manitas, codillo, manteca colorá y un surtido vegetal que llega después, más por decencia que por convicción. Un plato nacido en la Andalucía del jornal duro y las casas sin aislamiento, cuyo peso no está en gramos sino en linajes, en generaciones que lo han cocinado y devorado con devoción preñada de sudor. Cuando en la carta aparece la expresión «con tós sus avíos», el comensal avezado no pregunta, traga saliva, respira hondo y encomienda su páncreas a la Virgen del Carmen.
Algo parecido ocurre mucho más al norte, en los páramos indómitos de la Maragatería leonesa, donde la lógica de la alimentación obedece a otros códigos, los del orden invertido. El cocido maragato se sirve al revés, empezando por lo gordo y acabando en lo liviano, como si la muerte por empacho fuera más digerible si viene precedida de sopa. Siete carnes, berza, garbanzos y un caldo que solo se contempla cuando ya se han vencido las últimas defensas del sistema digestivo. La explicación histórica puede variar —desde campesinos precavidos hasta soldados con prisas—, pero el resultado es el mismo, una sucesión de platos servidos en dirección descendente al infierno del exceso. Y al final, cuando llega la sopa, uno ya ha olvidado que venía a alimentarse y no a exorcizar demonios.
Para quienes crean que en Madrid solo se sirve cocido o bocata de calamares, conviene recordar el poder embalsamador de sus callos. En pleno enero, con ese airecillo filtrado desde la sierra de Guadarrama que mata a una personas de frío pero no apaga un candil, se presenta el estómago vacuno como solución definitiva. Hervido, troceado, acompañado de chorizo, jamón y morcilla, nadando en una salsa densa que haría llorar de emoción a un bioquímico y que si no pica vale menos que la moral de la presidenta. No es un plato para pusilánimes ni para gente que repite las palabras «gluten» o «colesterol» como si fueran conjuros de protección. Aquí se mastican texturas que recuerdan a estructuras alienígenas, se sorben jugos donde habitan siglos de hambre, y se entiende por fin por qué los madrileños están siempre aplanados en una terracita: porque llevan plomo en el vientre.
Volviendo al norte, a Navarra, la txistorra se presenta menos complicada pero igual de letal. Fina, roja, grasienta, con ese olor que hace salivar a los muertos y perder la fe a los cardiólogos, la txistorra se mete en bocadillo, en talo, en sartén o en el corazón directamente. Da igual si es en Santo Tomás o en martes de resaca, el mordisco siempre viene acompañado de una revelación mística, una especie de trance pagano en el que uno se siente poseído por un demonio euskaldún con olor a embutido y manos de ganadero. Si se acompaña de huevos rotos y patatas fritas, el combo puede provocar alucinaciones, pérdidas temporales de conciencia o una paz interior solo comparable a la del coma inducido.
Un poco más al norte, allí donde la piedra parece hablar en verso y el cielo en euskera, se sirve en Gipuzkoa uno de los platos más honestos y radicales del imaginario peninsular, las alubias de Tolosa con todos sus sacramentos. Nada de florituras ni trampantojos. Una marmita humeante de legumbre negra, oscura como un mal presagio, acompañada por berza, morcilla, chorizo, costilla y un silencio ritual que solo se rompe para pedir más pan o más autonomía. Cada cucharada pesa como un convenio colectivo y se digiere como si te estuvieras tragando una barricada en llamas. Porque esto no es comida, es kale borroka calórica. Se mastica con convicción política y se baja con txakoli como quien firma un manifiesto. No hay gastrobar que aguante el tipo ante este hecho diferencial.
Y al descender por las faldas de la cordillera hacia La Rioja aparecen las patatas a la riojana, ese guiso que no pretende epatar ni redimir, pero que te revienta el alma con más precisión que una cata de garnacha en ayunas. Chorizo, patata, pimentón y una fe doméstica en que todo lo importante cabe en una cazuela, incluido el arrepentimiento. Porque este no es un plato de restaurante con estrella, sino de mesa camilla y mantel con lamparones. Se cocina en silencio, se sirve sin explicación y se come con pan de miga, que es como Crom manda. Cada cucharada es una hostia consagrada de almidón y grasa, una penitencia carnal para quien lleva demasiados días diciendo la palabra brunch.
Si uno cruza el Ebro y se adentra en Aragón, lo que te espera además del cierzo es el ternasco asado, que no es comida sino evangelio carnal. Cordero joven, horno antiguo, grasa en vena y una fe inquebrantable en que lo que no cruje no alimenta. No hay marinados, ni salsas, ni disculpas, hay pierna, hay paletilla y hay fuego. Cada mordisco es una ceremonia primitiva en la que se celebra la alianza entre la proteína y la muerte lenta. Es el tipo de plato que debería servirse con rosario y ambulancia, porque después de dos porciones ya no estás almorzando, sino escribiendo testamento con las manos llenas de jugo y los ojos entornados hacia el más allá. La digestión, como el cierzo, arrasa con todo.
Al poner un pie en Catalunya, donde conviven el románico, el modernismo y las albóndigas de tres generaciones, uno esperaría un plato refinado, afrancesado, con acento de cocinero estrella y emulsión de humo de gafas de pasta de colores. Pues no. Lo que te cae encima es el cap i pota, que no es una receta sino una declaración de amor al matadero. Morro y patas de ternera, hervidos hasta perder la dignidad estructural y luego reanimados en un sofrito que huele a infancia pobre, taberna sin ventilación y pecado venial. Es un guiso denso, pardo, que no entiende de intolerancias ni de etiquetas ni mierdas, lo que ves es lo que hay, y lo que hay no debería entrar en un plato si viviéramos en un mundo civilizado. Pero no lo hacemos, y por eso se celebra. Porque el cap i pota no solo alimenta, cura la tristeza crónica y cualquier tentación de apuntarte a pilates.
Y en la Comunidad Valenciana, donde cualquier conversación trivial puede acabar en un duelo a muerte por el grosor del arroz o el tipo de leña, uno esperaría que el plato definitivo fuera, claro, la paella. Pero no. Porque si algo define a los valencianos más que el arroz es su obsesión enfermiza por cómo debe prepararse. Su turra ortodoxa es paradigmática y son más capaces de perdonar una buena corrupción urbanística que una paella con cebolla. Como ellos con la pizza, son los napolitanos de la paella: gritones, doctrinarios y dispuestos a morir por un socarrat auténtico. Y, sin embargo, el verdadero monstruo calórico de la terreta es el arròs al forn, primo bastardo y desheredado que se cocina con las sobras del cocido y se sirve como un gancho al hígado. Lleva garbanzos, morcilla, costilla, panceta, tomate, patata y huevo, todo horneado en cazuela de barro y sin disculpas. Es feo, marrón y brutal, como aquel que salió de cárcel por enfermedad terminal hace unos siete millones de años y ahí sigue. Nadie lo defiende en redes, pero todos lo comen. Porque la verdadera tradición no se grita, se mastica.
Y si uno sigue descendiendo por levante hasta llegar a Murcia, lo que encuentra no es cocina de diseño ni emulsiones de calabacín, sino un guiso primitivo y brutal llamado michirones. Habas secas, hueso de jamón, panceta, chorizo, laurel, guindilla, ajo y un hervor que huele a taller mecánico y Semana Santa. No se sirve, se estampa. Humeante, rojo, espeso como la sangre de un mártir y con la textura exacta de un remordimiento que no quiere irse. Es el tipo de plato que debería llevar advertencia sanitaria y un seguro de vida. Porque los michirones no solo alimentan, te miran desde el barro con esa mirada de abuelo que ha visto cosas y que no te va a dejar levantarte de la mesa hasta que entiendas lo que vale una digestión en esta vida.
De un salto vamos a pisar tierras extremeñas, donde cada piedra recuerda una batalla y cada sombra huele a encina, y no se encuentran platos sofisticados ni escudos de DO con lazo. Se encuentran MIGAS. Pero no cualquier migaja, sino las migas extremeñas, que son pan duro resucitado con ajo, panceta, chorizo, pimentón y lágrimas de generaciones. Nacidas del hambre y de la dignidad, las migas no pretenden ser bellas ni sanas, pretenden SER. Son la afirmación última de que el cuerpo puede soportar más grasa de la que permite la física si va acompañada de amor y cuchara de palo. Cada tenedor levanta una historia, cada bocado pesa como una reforma de comunicación por tren que nunca llegó. A veces vienen con uvas, otras con sardinas o huevo frito, pero lo que nunca traen es piedad.
Si después de tanta península uno cruza el mar y pone pie en Canarias, donde la postal es playa pero el plato es monte, lo que te espera no es un cóctel con paraguas sino una cazuela donde flota el alma entera de una cabra que entregó su vida luchando. La carne de cabra guisada es un monumento al esfuerzo, al sudor y al fuego lento con sus horas de cocción hasta que los huesos se rinden, salsa espesa como lava del Teide y un olor que no se va ni con exorcismo. Es comida de monte, de abuela con cuchillo largo, de fiesta patronal que termina con la digestión como única superviviente. Aquí no hay miedo al sabor, ni al músculo, ni al cartílago. Se come con las manos, con pan o con rabia. Porque si algo enseña este guiso es que el trópico también sabe de hambre, y que en Canarias, bajo cada platanera, puede esconderse una cocina de guerra.
En otro mar, en Baleares, donde todo parece pensado para agradar al turista hasta que abres la boca y descubres que aquí también se reza en grasa, aparece la sobrasada. Que como la txistorra de Navarra no es exactamente un plato, sino una forma de estar en el mundo, una forma roja, brillante, picante, untuosa, maleducada. Se unta en pan, se mete en empanadas, se calienta con miel o se engulle a pelo, como un acto de fe que no necesita altar. No hay digestión posible ni redención posterior, pero eso no importa porque la sobrasada no se justifica, se impone. Es el foie de los pobres, el lubricante nacional, la respuesta balear al nihilismo de la dieta. Cuando se funde y gotea sobre una tostada caliente no alimenta sino que redime, como un pecado cometido por un bien mayor. Y quien no ha lamido una cuchara con sobrasada aún no ha tocado fondo ni ha conocido la gloria.
Y al final del mapa, en Ceuta y Melilla, la cocina se convierte en el argumento más lúcido contra la pureza. Allí los pinchos morunos —cordero especiado, comino, ajo, pimentón y fuego directo— resumen siglos de intercambio cultural mejor que cualquier cumbre diplomática, y la pastela de Melilla —hojaldre relleno de pollo guisado con canela y almendras, coronado con azúcar glas— demuestra que la mezcla no solo es posible, sino gloriosa. Son platos nacidos del cruce, del roce, del mestizaje sin filtros ni aduanas, y funcionan como una bofetada dulce y picante a quienes aún creen que la identidad se defiende cerrando frontera, porque si los estómagos se entienden las banderas estorban.
No se trata solo de comer —aunque también, y mucho—, sino de entender que estas recetas no son caprichos grasientos sino depósitos de cultura, devociones sin iglesia, formas de resistencia frente a la dieta como ideología y al cuerpo como escaparate. En cada zarajo, en cada cazuela donde la txistorra borbotea en su grasa primordial, late la idea de que el placer no admite remordimientos y que el estómago, como la memoria, también necesita exceso para recordar. No hay mapa más fiel de este país que el que trazan sus platos imposibles, un territorio sembrado de vísceras, curado en humo y pimentón, y amasado durante siglos por generaciones que, sin saberlo, estaban escribiendo su historia con la boca llena.









Ha hecho Ud corto y nos hemos quedado con hambre.
Greixonera dels darrers díes (Baleares). Manitas de cerdo y careta sepultadas en sobrasada y manteca, haciendo de ello unas cazuelas con las que se reconstruirían los desconchones de cualquier piscina.
Los baleares, además, le dan mucho al cerdo en el interior de sus islas: los frits, la lengua, como ejemplos hipercolesterolémicos.
El botillo mencionado recorre desde Lugo hasta Zamora y Portugal como si fuera un ejército, bajo denominaciones tales como botelo, boitelo etc. Se expande tanto como dé de sí el chiste de «¿hay huevos de meterle dentro X?»
Sospecho que los gazpachos manchegos quedaron fuera de la lista por falta de espacio estomacal. Pero es una tarima flotante riquísima hecha con caza menor, mayor, T-Rex manchego y un sólido surgido de un pan-galleta que rechazaron los jefes de logística de Admundsen y Scott por incomestible.
¡Viva el trombo!
¡Fantástico! Sólo dos peros: el olvido imperdonable de las gachas manchegas de harina de almorta, aderezadas con tocino, chorizo y asaduras, y despachar a Galicia con una espléndida, pero sanísima, caldeirada cuando le haría más justicia un cocido gallego que es un homenaje a todo lo carnal. Por lo demás, que me vayan sirviendo todo por ese mismo orden.
arroz al horno con huevo, de que? DE QUEEEEEEEE…!!!??
La Bicha, el templo de Paco, primo carnal mío.
Hombre educado, afable y respetuoso si tú también lo eres; si no te mandará a la mierda, con toda la razón .
Lugar para comer la mejor morcilla del Universo.
Un picadillo exquisito.
El chorizo, extraordinario.
Variedad justa de vinos, pero buenos.
Imprescindible en León, que solo bien se lame.
Transmite mi respeto a tu primo de mi parte por servir la que es, en efecto, mejor morcilla del universo. Y con el mejor pan y mejor tostado. Pero bien es verdad que en La Bicha no vas a pasar un invierno nuclear porque cuando llega la hora de cerrar Paco cierra por sus santos cojones, como debe ser, así fuere el fin del mundo.
Razón tienes también. Lastimosamente es un defecto que tienen los que trabajan donde los demás se divierten…!! Hosteleros, aristas, ginecólogos…
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Maravilloso artículo, cómo me he reído. Al vivir en Canarias no he probado casi ninguno de los platos (excepto esa carne de cabra, acompañada de un carretilla de papas fritas y una pimienta verde estregada), pero sí que probé el cocido maragato en León y salimos mal del restaurante, el atracón fue brutal. Casi tenemos que llevar a uno a urgencias. Aún así he salivado con todas y cada una de las descripciones de los platos.
¡Magnífico artículo! Me he reído y dado hambre, a la vez.
Por escasa vez en medios españoles, gracias por diferenciar las dos regiones que componen la triste y malhadada Castilla Y León.
de verás q agradecemos tus alusiones a la siempre atractiva Castilla (parte de La Vieja) y por otro lado tus alusiones a las tierras leoneses (Región Leonesa/ Reino de León)
un slaudo