Sociedad

Genealogía ultra de la hispanidad

Foto: Cordon Press. Hispanidad
Foto: Cordon Press.

Cada 12 de octubre se repite la liturgia como si fuera la semana fantástica de patria y la inevitable invocación a una hispanidad que se quiere eterna, aunque huela a cilicio y semen retenido. En Burriana, por ejemplo, la alianza bifachita ha decidido organizar dentro de unos días una jornada con el lema «Hispanidad: de la gran obra a los grandes retos», que ya suena a congreso de cambiar la loza del baño pero sin el encanto de cambiar la loza del baño. Por los antecedentes, la cosa se presenta como trinchera cultural frente a saber qué (probablemente, la propia cultura) con financiación municipal, mesas redondas y me malicio que un documental final que promete épica y acabará siendo, con suerte, un vídeo con música de Gladiator y tipografía Comic Sans.

Y ahí estarán, en esas mesas, los sospechosos habituales: Lenore, Quintana Paz, Huges y demás comparsa de opinadores, cada uno con su paquetito de consignas fabricadas en la trastienda de la internacional ultra y esa gestualidad de escritor con el dedito en la sien que pretende disimular lo evidente: que lo suyo no es pensamiento, sino mercadotecnia ideológica servida a la paguita más caliente. El resultado es una alineación que recuerda a un festival de neofascismo de gasolinera, sin épica, sin estética, sin siquiera la potencia visual del mal. Apenas un decorado barato de tópicos recalentados y retórica de bar, como cuando tu cuñado se compra un diccionario de sinónimos y te da la turra: «multiculturalidad, heterogeneidad, diversidad»… que todo lo que es bello y puro suene a insulto. La ultraderecha fea, en fin, la que ensaya frente al espejo y espera turno para repetir la misma letanía que ya escribió en su columna dominical.

La hispanidad como mito reciclado

El problema con la palabra «hispanidad» es que a causa de esta gente funciona como esos viejos baúles familiares que nadie quiere abrir porque huele muy fuerte a humedad, lleno de recuerdos contradictorios y fantasmas incómodos, pero que a falta de mejores símbolos sirve para presumir de abolengo. En el siglo XX lo desempolvó Ramiro de Maeztu como coartada para la nostalgia imperial, lo barnizó el franquismo con liturgia castrense y lo heredó la democracia como un festivo inofensivo entre desfiles militares y «nada que celebrar». Y ahora la ultraderecha lo rescata en versión de bajo presupuesto, con mesas redondas de opinantes para venderlo como muralla defensiva frente a la supuesta «islamización de Occidente», por ejemplo, la chapa más en boga en los días pares mientras que los impares puede ser el TDS PTS.

Lo curioso es que la hispanidad, más que una realidad cultural sólida, ha funcionado siempre como proyección de carencias: Unamuno se peleaba con el término porque intuía que era humo retórico; Maeztu lo convirtió en cruzada metafísica; el franquismo lo utilizó como anestesia ideológica. Y ahora, en plena fiebre de identidades heridas, se empaqueta como versión castiza del «choque de civilizaciones» que Huntington popularizó en los noventa, como si el futuro de España se jugara en un tablero maniqueo donde el islam actúa como antagonista absoluto. La jugada es burda, pero eficaz. Allí donde faltan políticas, se invoca la historia; allí donde escasean soluciones, se inventa un enemigo. Ese enemigo no es el islam en su pluralidad real en las sociedas occidentales, sino un fantasma funcional, útil para todo, ya sea justificar recortes en cultura, engordar presupuestos policiales o teñir de épica una gestión política anodina. La «islamización» que se denuncia a voz en grito tiene menos que ver con la realidad estadística —una minoría dentro de la población extranjera— que con la necesidad de teatralizar una batalla civilizatoria donde lo que existe es convivencia imperfecta, como toda convivencia.

El espejo histórico

Cada vez que la ultraderecha necesita dotarse de una épica abre el arcón polvoriento de la mal llamada Reconquista como si no hubieran pasado quinientos años desde que el último reino musulmán entregó las llaves de Granada y como si la modernidad entera pudiera reducirse a un parte de guerra medieval, de modo que en ese relato selectivo 1492 no aparece ya como un simple año sino como una contraseña capaz de aglutinar en un mismo gesto la caída de Al-Ándalus, la expulsión de los judíos y la conquista de América, todo empaquetado como triunfo civilizatorio cuando en realidad fue la primera gran operación de blanqueo cultural de la península.

No es casualidad que ese mito siga circulando, porque la expulsión de los moriscos en el XVII fue descrita como purificación aunque dejara pueblos arruinados y campos vacíos, y la Inquisición se celebraba como garante de la unidad mientras asfixiaba cualquier resquicio de aire intelectual, del mismo modo que hoy se alude al islam como amenaza latente no porque exista un ejército dispuesto a reconquistar Toledo, sino porque la política identitaria necesita un antagonista reconocible, aunque sea un fantasma de archivo. Y lo irónico es que mientras se invoca esa gesta de pureza cultural la cultura española no se entiende sin aquello que pretende negar, ya que el castellano rebosa arabismos, la arquitectura presume de arcos de herradura y la gastronomía vive de especias que llegaron del otro lado del Estrecho, de manera que el islam como «otro absoluto» resulta ser paradójicamente el ingrediente que dio sabor a la identidad que ahora se quiere inmaculada. Porque España nunca fue monocorde aunque insista en contarse a sí misma como un muro homogéneo que resistió el envite oriental.

El siglo XIX tradujo esa pulsión en imágenes que iban desde los lienzos románticos de moros derrotados hasta las novelas históricas que convertían la frontera en escenarios de valentía patriótica, o los poemas que suspiraban por la Alhambra a la vez que exaltaban su caída, un orientalismo a la española donde se mezclaba la fascinación estética con la repulsión ideológica y que servía para alimentar el mito de una nación recia frente al exotismo decadente. Un doble juego que hoy continúa con idéntica lógica en la que se utilizan eufemismos para exaltar la pureza de la raza y la sangre y el que da el discurso tiene aspecto de querer ser califa en lugar del califa.

El presente como farsa

La ultraderecha española no ha inventado nada, apenas recicla los manuales europeos con un barniz local profundamente hortera de uniforme cayetano, de modo que el esquema es reconocible para cualquiera que haya seguido la coreografía de Le Pen en Francia, de Meloni en Italia o de Zemmour en sus delirios mediáticos. La misma apelación a la patria asediada, el mismo miedo al extranjero que supuestamente desfigura la cultura nacional, el mismo repertorio de tópicos sobre seguridad, religión y tradición, solo que traducido a un lenguaje castizo donde se invoca la Reconquista en lugar de Carlomagno y se agita la bandera rojigualda como quien agita un trapo frente a un toro. De hecho es del gusto de estas personas colocar a un toro en la propia bandera. Y la paradoja es que se construye un relato épico de guerra santa en un país donde los templos se vacían, donde la religiosidad se diluye en supersticiones individuales y donde la chavalada prefieren tatuarse runas vikingas o símbolos japoneses antes que persignarse al entrar en una iglesia.

El discurso es un paripé de identidades heridas en el que importa menos la veracidad que la eficacia performativa, porque lo esencial no es convencer con argumentos sino producir la sensación de pertenencia, la vibración emocional de estar en el lado correcto de la historia, aunque ese lado se sostenga sobre medias verdades y estadísticas amañadas y la completa deshumanización del otro como ente colectivo. Y mientras tanto la vida real sigue su curso con su prosaica irreverencia,los barrios se llenan de restaurantes árabes, latinos o chinos que conviven con las tascas de toda la vida, las ciudades se mezclan en una diversidad que no encaja en los panfletos y las personas, en el bus  y el supermercado, entienden la convivencia no como una cruzada cultural sino como la rutina diaria de compartir espacio. La farsa se desnuda sola aunque no se trata de reflejar la realidad sino de sustituirla, de colocar una pantalla entre el presente y quienes lo habitan, para que el miedo se convierta en horizonte político y el enemigo imaginario en cemento de un electorado frágil. Y si en los años treinta el fascismo prometía imperios y estéticas monumentales, en el siglo XXI lo que ofrece es un paquete turístico de mitologías baratas donde se enarbola la cruzada contra la «islamización» mientras se acepta con entusiasmo la cesión del espacio público al turismo de masas o a la especulación inmobiliaria. Esa es la farsa. Sobre algunas personas funciona, por mucho que el presente sea mucho más vulgar que la movida que venden. No hay moros en la costa ni hordas dispuestas a reconquistar catedrales, lo que hay son repartidores cruzando la ciudad en bicicleta, camareras de piso invisibles que sostienen la industria turística, migrantes que sostienen los campos agrícolas y que después son presentados como amenaza cultural.

La retórica contra la supuesta «islamización» no es —por mucho que se disfrace de preocupación patriótica o de defensa de las raíces— un fenómeno aislado ni un capricho local, sino la última variación de una sinfonía reaccionaria que lleva años resonando en Europa con la misma partitura monocorde, la el miedo al migrante convertido en comodín electoral, la sospecha paranoica sobre todo lo que se aparte de la norma impuesta por los vencedores de la historia, la nostalgia de una pureza identitaria que jamás existió más allá de los delirios de los heraldos del Volk. Esa ola no se detiene en el islam, sino que se derrama con igual virulencia sobre cualquier manifestación de diversidad —sea religiosa, cultural, sexual o de género— porque lo que incomoda de verdad a la ultraderecha no es una fe determinada ni una orientación concreta, sino la pura existencia de la diferencia, ese recordatorio insoportable de que la sociedad es plural y que la pluralidad solo puede suprimirse mediante represión.

Conviene subrayarlo a grandes voces: respetar a las minorías, a quienes viven su identidad sexual o de género al margen de la norma, a quienes llegan huyendo de guerras o del hambre, no es una bandera partidista ni un capricho «woke», sino la diferencia entre una sociedad que pretende llamarse humana y otra que solo refleja un suntuoso montón de mierda. Lo mismo vale con la denuncia del genocidio palestino. No hablamos de ideología, sino de un umbral ético tan básico que resulta grotesco tener que recordar que los derechos humanos no son fichas de cambio en la mesa de la geopolítica. Defender la vida, la dignidad y la libertad debería ser un terreno común, no una cuestión sometida a la lógica partidista. El problema es que cuando la parte conservadora de la sociedad se deja arrastrar por la retórica del miedo, cuando asume sin pestañear que proteger la diversidad equivale a rendirse al enemigo, no solo está aceptando la lógica de la deshumanización, sino que se convierte en actor de la misma farsa que reduce al otro a amenaza, y con ello se sitúa en la misma trinchera de quienes necesitan fabricar enemigos para justificar su asalto al poder absoluto, porque gran parte ya lo llevan heredando décadas.

Este fascismo feo insiste en levantar fantasmas para justificar su existencia, y en ese ejercicio acaba repitiendo la liturgia tan vieja como inútil de convertir la historia en arsenal, el presente en amenaza y el futuro en apocalipsis, como si todo girara alrededor de un enemigo que se multiplica a conveniencia. Hoy es la «islamización», mañana es el feminismo, pasado el ecologismo, siempre la diferencia, siempre el otro. El círculo se repite porque la hispanidad como mito no pretende proponer un horizonte, apenas sirve como narcótico identitario que distrae de lo urgente, un bálsamo para quienes temen perder el poco privielgio que tienen sobre otros, una promesa de grandeza envuelta en retórica. Y sin embargo la verdadera invasión, la que no se nombra en los mítines ni se dramatiza en los documentales, no viene de ninguna religión ni de ninguna cultura extranjera, sino del capital especulativo o de las plataformas digitales que colonizan el tiempo y el deseo. Al final lo que queda de la hispanidad es un globo que se presenta como herencia sagrada y que al pincharlo no suelta épica sino un pedo, el mismo que lleva quinientos años dando vueltas por los pasillos de la historia.

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11 Comentarios

  1. ¡VIVA ESPAÑA!

    Firmado: Un f4scist4.

    • A nivel antropológico estoy muy a favor de que existáis los fascistas: sois la constatación fehaciente de que venimos del mono.

  2. Muy buen artículo, enhorabuena. Recordar lo evidente es una tarea que en estos tiempos de chabacanería desacomplejada resulta más urgente que nunca.

    Por otro lado, la trayectoria de Lenore es especialmente miserable: cuando se quedó sin pelo suficiente para seguir oficiando de crítico musical moderno, sacó “Hipsters, gafapastas…”, que no estaba del todo mal. Pero que haya acabado de profesor en la universidad privada de la Le Pen más facha de la familia y que recuerde en cada una de sus intervenciones que lo que salvará a España es “Dios, patria y familia” es de frenopático o jeta de hormigón armado. O las dos cosas a la vez.

    Quintana ya era así de inepto desde que nació. En Salamanca lo conocen bien.

  3. César Fernández

    Lo que tenemos que ir haciendo es proclamar los izquierdistas, en general, y los comunistas, en particular:
    ¡Viva España!

    Y de paso tener un discurso coherente, igualitario y emancipatorio para todos los españoles.

  4. Mike Alpine

    Entre flores, fandanguillos y alegrías
    Nació mi España, la tierra del amor
    Sólo Dios pudiera hacer tanta belleza
    Y es imposible que puedan haber dos
    Y todo el mundo sabe que es verdad
    Y lloran cuando tienen que marchar
    ¡Qué viva España!, lo-lo-lo, lo-lo-lo-lo-lo
    ¡Qué viva España!, lo-lo-lo, lo-lo-lo-lo-lo
    ¡Qué viva España!, lo-lo-lo, lo-lo-lo-lo-lo
    Y España es la mejor (ahora tú solo, Manolo)
    En las tardes soleadas de corrida
    La gente aclama al diestro con fervor
    Y él saluda paseando a su cuadrilla
    Con esa gracia de hidalgo español
    La plaza con sus oles vibra ya
    Y empieza nuestra fiesta nacional
    ¡Qué viva España!, lo-lo-lo, lo-lo-lo-lo-lo
    ¡Qué viva España!, lo-lo-lo, lo-lo-lo-lo-lo
    ¡Qué viva España!, lo-lo-lo, lo-lo-lo-lo-lo
    Y España es la mejor, lo-lo-lo, lo-lo-lo-lo-lo
    ¡Qué viva España!, lo-lo-lo, lo-lo-lo-lo-lo
    ¡Qué viva España!, lo-lo-lo, lo-lo-lo-lo-lo
    ¡Qué viva España!, lo-lo-lo, lo-lo-lo-lo-lo
    Y España es la mejor
    España es la mejor

    A ver si dejais de tocar los cojones con vuestros rollos guerracivilistas y así podemos los de extremo centro vivir un poco en paz sin que nadie nos recuerde que, en un arrebato de furia, alguno de los dos bandos ha de helarnos, de nuevo, el corazón. Pelearos entre vosotros en una playa cabestros.

  5. Clonazepando

    Aquí otro bodrio. En este caso, de cuatro señoras profesoras universitarias y similares que llevan viviendo veinte años en este país opresor y fascistoide. Seguro que lo están pasando canutas. Pobrecicas.

    https://www.almendron.com/tribuna/1492-palabras-contra-la-hispanidad/

  6. Desconcertado

    ¡MUY NOVEDOSO TODO!
    Nunca se ha escrito nada similar. Seguro que no se ha leído nada así en El Jueves durante 40 años, y menos con un lenguaje tan florido: Hispanidad=rancio («semen retenido») = facha («alianza bifachita») = tarugo («frente a la propia cultura») = caca («suntuoso montón de mierda»).
    Nunca visto tampoco el que haya quién se avergüence de la bandera de su país (bueno, seguramente que eso sólo ocurre en España) porque su historia no es inmaculada. Innovador también que alguien que, sentado cómodamente en pleno siglo XXI delante de su ordenador, se atreva a juzgar lo que se hacía y como se vivía siglos antes. Ya se sabe, invasiones sin perspectiva de género, no sostenibles, no transversales, que no asimilaban al diferente, etc.
    ¿Se cometió hace más de 500 años un genocidio, eliminando a la población indígena? Pues si lo comparamos lo que hicieron los ingleses en Norteamérica podríamos decir que no. Allí prácticamente no quedó ni un nativo, y los descendientes de los que quedaron no sé qué porcentaje de la población representan hoy. En Hispanoamérica ese cacareado exterminio tuvo que ser una chapuza, como todo lo que hacemos, porque a día de hoy son miles y miles los descendientes de los indígenas los que vienen a vivir aquí. Será para que se les pida perdón, no creo que vengan a que se acabe la faena.
    Pero bueno, puestos a lucir con orgullo una bandera, que sea la de Palestina, cuya historia no tiene mácula: más que nunca hoy es un espejo en el que mirarse, por su tolerancia con los homosexuales, su respeto a la mujer, a la libertad religiosa y al que piensa diferente. Estos días, tras la paz, estamos viendo edificantes imágenes de distintos grupos debatiendo, democráticamente pertrechados con ametralladoras y silenciando al contrario de un modo definitivo. En el año 2.025.
    Nada nueva tampoco la idealizada visión de la pluralidad, de la convivencia idílica con el inmigrante, con el que que cuando llega es minoría. No tenemos ejemplos de otros países (no sé, Suecia, Alemania, Francia…) ni de zonas de las grandes ciudades españolas donde los que antes eran minoría se han convertido en mayoría y su respeto a la pluralidad está dejando que desear. Ningún sitio donde sea el autóctono el que de alguna manera se esté teniendo que integrar ahora. Ningún ejemplo, que bien va todo.
    Nada nuevo que esos actos de exaltación del patriotismo español megafascista estén financiados por arcas municipales o de cualquier otra administración. ¡¡Ya podrían tomar ejemplo de los del «Nada que celebrar», cuyos actos no reciben, en ningún caso, ningún tipo de subvención o de ayuda!!
    De todos modos estaremos expectantes ante el sin duda próximo artículo sobre la exaltación, por ejemplo, de la catalanidad, de la vasquidad o la peruanidad. Tratará con la misma acidez el tema, estamos seguros.

    • Alphaville

      Todos los topicazos de la extrema derecha encadenados en el mismo texto repetido mil veces que vale para responder cualquier escrito progresista. Corta y pega y a por el siguiente, que nos queda mucha guerra cultural por delante.
      El texto como pretexto para soltar su cagada de mosca empaquetada de datos falsos, exageraciones y directamente, mentiras.
      Por supuesto que ni leerse el texto ni argumentar lógicamente, qué pereza. Falacia de hombre de paja, que yo he venido aquí a hablar de mi libro.

      Y cómo estas, cien más veréis, si con paciencia habéis de atender.

      • Desconcertado

        Esperamos con atención sus datos reales y exentos de exageraciones o mentiras.
        Algo que contradiga los topicazos de extrema derecha que con un simple corta y pega se han expuesto.
        ¿Como iba a leer yo el texto?? ¡Si sólo he venido aquí a soltar mi cagada de mosca!
        Ya se sabe que todo el que no se sienta «progresista» es de extrema derecha y por extensión carece de cerebro… y eso sí que es un topicazo que se suelta muy a menudo desde una supuesta superioridad moral, ética y cultural. Pero bueno, son mejores, ya está, no hay más que decir.

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