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La leyenda de Billy el Niño (III): la traición

Un grupo de Rangers tejanos, mostrando las armas y vestimentas características de la época de Billy el Niño (foto: DP)
Un grupo de Rangers tejanos, mostrando las armas y vestimentas características de la época de Billy el Niño (foto: DP)

(Viene de la segunda parte)

Billy no era una mala persona. Es decir, no asesinaba gratuitamente. La mayoría de quienes mató se lo merecían. Por descontado, no puedo defender sus robos de caballos y ganado, pero cuando consideras que le obligaron a llevar esa vida de forajido mediante los esfuerzos para asegurar su arresto y procesamiento, es difícil culpar al pobre chico por lo que hizo. Una cosa es cierta: Billy era tan valiente como lo pintan, y sabía defenderse. Le cargaron prácticamente todos los asesinatos que se produjeron en Lincoln County durante aquellos días, pero fue simplemente porque su nombre se había convertido en sinónimo de atrevimiento e intrepidez. Cuando el sheriff William Brady fue asesinado, todos condenamos el hecho. No porque a muchos de nosotros nos gustase el sheriff, sino por la manera en que sucedió. Como es natural, el asesinato de un representante de la justicia volvió a muchos de nuestros amigos en nuestra contra e hizo mucho daño a nuestro bando de cara a la opinión pública. (Susan McSweeen, viuda de Alexander McSween).

Debió de haber tenido buena madera dentro de él, ya que siempre se convertía en un experto de cualquier cosa que intentase hacer. Cuando era duro, era tan duro como cualquier hombre lo pueda llegar a ser. Demasiado duro en ocasiones, pero por entonces todo era duro en este condado. (John Meadows, amigo de Billy).

En 1878, el prestigio de Nuevo México ante el resto de la nación estaba por los suelos. El estado se había ganado justa fama de constituir el feudo de unas instituciones políticas y judiciales sumidas en un cenagal de corrupción. Y como ya narramos en episodios anteriores, la más extensa de sus comarcas había terminado inmersa en una completa anarquía, para preocupación de las altas instancias. Los sangrientos enfrentamientos entre pistoleros del condado de Lincoln habían estado ocupando las portadas de los periódicos, produciendo la sensación generalizada de que las autoridades estatales habían perdido el control de aquel territorio. Es interesante comprobar cuán lejos resonaban los escándalos que se producían en Nuevo México, porque eso ayuda a entender la enorme relevancia internacional que terminaría adquiriendo una figura como la de Billy el Niño. Aunque Nuevo México era un estado fronterizo en el que abundaban los parajes con baja densidad de población organizados como un simulacro de civilización, lo que allí sucedía tenía mucha repercusión en el exterior. Por ejemplo, para los habitantes de la costa este del país, las noticias sobre lejanos tiroteos en el Far West constituían un morboso entretenimiento. Habían transcurrido más de dos décadas desde el final de la guerra civil americana, pero en la frontera parecía no disiparse nunca el olor a pólvora. Incluso en Europa se extendía la fascinación por aquella frontera donde merodeaban los forajidos, donde la ley era poco más que un molesto ruido de fondo al que rara vez se prestaba atención. Podríamos casi decir que Nuevo México representaba en 1878 algo similar a lo que Chicago sería en 1930: un violento anfiteatro en donde ganaban fama criminales y justicieros y, por ende, un inagotable crisol de grandes historias.

El general Lew Wallace, gobernador de New Mexico y autor de la novela "Ben-Hur: A Tale of the Christ"
El general Lew Wallace, gobernador de New Mexico y autor de la novela «Ben-Hur: A Tale of the Christ» (foto: DP)

Los propios habitantes de Nuevo México no eran demasiado felices contemplando el caos en Lincoln. La capìtal del estado —Santa Fe, que era una de las ciudades más antiguas del país— contaba con un sector periodístico muy activo, cuyas informaciones sobre corrupción y un constante silbido de balas estaban atrayendo la atención nacional. Bien pudo comprobarlo Samuel B. Axtell, gobernador y protector de los caciques de Lincoln, que había hartado a diversos sectores de la sociedad por culpa de su personalidad obtusa y dictatorial, de sus contactos mafiosos y, cómo no, de su total incapacidad para pacificar el avispero en que se había convertido el condado de Lincoln. Los periódicos de Santa Fe hicieron del gobernador Axtell el blanco de sus iras, destapando muchas de las corruptelas en las que andaba mezclado, y la onda expansiva del escándalo no tardó en llegar incluso a la Casa Blanca. El presidente estadounidense Rutherford B. Hayes —aunque pertenecía también al Partido Republicano, como Axtell— difícilmente podía tolerar un foco semejante de inestabilidad y barahúnda en el país, así que ordenó a su secretario de Interior que dirigiese una investigación sobre el gobernador de Nuevo México. El secretario Carl Schurz se aplicó a ello con determinación germánica: era un inmigrante alemán, de pasado revolucionario, que tras haberse naturalizado estadounidense ocupó importantes puestos en el Senado o incluso fue embajador estadounidense en España (se dice que convenció a nuestro Gobierno para que no apoyase la causa confederada durante la guerra civil). La investigación de Schurz fue rápida y eficaz. Tanto, que Samuel B. Axtell se vio forzado a abandonar su puesto. Se designó a un nuevo gobernador, el general Lew Wallace, sobre quien recayó la difícil tarea de intentar pacificar Lincoln, aunque hoy es internacionalmente famoso por haber sido el autor de la novela Ben-Hur: A Tale of the Christ, que estaba escribiendo justo durante aquellos días y cuya adaptación cinematográfica fue una de las películas más laureadas de todos los tiempos.

Wallace entendió al instante que el hecho de que la guerra entre bandas en Lincoln se considerase finalizada no significaba que la paz estuviese garantizada. Los Reguladores habían perdido el conflicto, sí, y sus escasos miembros supervivientes, aislados, deambulaban por el territorio escondiéndose donde podían y sabiéndose perseguidos por agentes de la ley, pistoleros a sueldo de sus enemigos e incluso militares. Pero el gobernador suponía, y con razón, que aquella situación desesperada hacía de los Reguladores hombres peligrosos y que en cuanto se sintiesen acorralados responderían con violencia. Lo último que deseaba el nuevo gobernador era ver más noticias de muertes en las páginas de los periódicos, así que tomó una medida atrevida, para muchos discutible, pero que en la teoría prometía ser eficaz: proclamó una amnistía para los involucrados en la guerra de Lincoln. Quienes abandonasen definitivamente la violencia no serían perseguidos por actos que hubiesen podido cometer durante el conflicto, excepto en aquellos casos donde se hubiese iniciado ya una causa penal antes de promulgarse dicha amnistía. Lo cual, en esencia, significaba que el perdón resultaba inaplicable para Billy el Niño, que ya tenía una acusación judicial en marcha por el asesinato del sheriff William Brady.

La tregua que duró unas horas

Billy llevaba varios meses deambulando junto a lo poco que quedaba de los Reguladores, tratando de que sus perseguidores no le diesen caza. Era aquella una existencia agotadora y angustiosa. Habían huido de Lincoln a pie, en pleno julio, durante lo peor de verano de Nuevo México. Después consiguieron hacerse con varios caballos con los que seguir su camino, pero aunque recibían la ocasional ayuda de los habitantes de la región, se vieron obligados a continuar robando caballos para venderlos y poder así sobrevivir. Billy, a su pesar, estaba de nuevo viviendo como un forajido.

Ejerciendo como cuatrero no podía esperar una existencia sin incidentes. Volvieron a verse envueltos en un tiroteo cuando tuvieron la mala idea de intentar robar caballos en la agencia india de la región. Las agencias indias eran oficinas gubernamentales que, al menos sobre el papel, se encargaban de resolver los problemas de abastecimiento de las poblaciones indígenas confinadas en reservas. En realidad eran como almacenes de suministros frecuentemente utilizados por funcionarios corruptos para hacer negocio con los víveres y herramientas supuestamente destinadas a los indios, y se convertían en objetivo habitual de los ladrones y cuatreros. Billy y sus compañeros, pues, intentaron llevarse monturas a hurtadillas de la agencia, pero fueron sorprendidos por sus empleados, que empezaron a disparar sobre ellos. Anastasio Martínez, uno de los Reguladores, disparó en represalia, matando a un empleado llamado Morris Bernstein. A continuación emprendieron la huida.

Aquel incidente constituyó la muestra perfecta de un fenómeno imparable: la creciente fama, o infamia, de Billy el Niño. Las habladurías empezaron a señalarlo como autor de la muerte de Bernstein, pese a que Martínez se reconocía autor material del asesinato y siempre aseguró que Billy ni siquiera había desenfundado sus armas durante el robo frustrado a la agencia india. Pero eso poco importaba a quienes preferían hacer circular la noticia de que el Billy, por entonces todavía conocido como Kid Antrim, se había cobrado una nueva víctima. La resonancia que estaba adquiriendo su nombre podía explicarse en parte porque era considerado autor directo de la muerte de todo un sheriff. Además, su excelente puntería era conocida en la región desde tiempo atrás y se había convertido en un tema habitual de conversación durante la guerra de bandas. Eso proyectaba hacia el exterior la imagen de que Billy, el virtuoso de las armas, era uno de los más sanguinarios forajidos de Nuevo México pese a haber sido un segundón durante casi toda la guerra de Lincoln, con menos asesinatos a sus espaldas que otros criminales de la región. Billy tenía motivos para sentirse preocupado por aquella creciente fama, que para él significaba una mayor probabilidad de ser capturado, juzgado y ejecutado. El cansancio mental producido por la presión de una huida constante le hizo considerar idea de regresar a Lincoln y firmar una tregua con sus perseguidores, propuesta que algunos defendían como la mejor manera de conseguir que el condado volviese a la normalidad.

Lo cierto es que eran muchos los que anhelaban la paz. La guerra entre la Casa y los Reguladores había terminado, pero eso no había supuesto la pacificación del territorio. El asesinato del sheriff Brady, especialmente, produjo la impresión de que la ley —por muy imperfecta o corrupta que hubiese sido bajo su jefatura— ya no imperaba en Lincoln, lo cual atrajo a criminales oportunistas de territorios colindantes que si bien no participaron directamente en la guerra de bandas, sí aprovecharon el revuelo para campar a sus anchas en busca de botín. Los peores de entre estos oportunistas fueron unos bandidos que se hacían llamar The Rustlers. Si ustedes han visto la película Hasta que llegó su hora de Sergio Leone, recordarán sin duda aquella siniestra banda de asesinos ataviados con abrigos que comandaba un terrible personaje encarnado por Henry Fonda. Pues bien, los Rustlers eran algo muy parecido. Iban de granja de granja robando cuanto encontraban y acallando toda oposición a base de balazos. No tenían escrúpulos, no sentían piedad. Les gustaba ejercer la crueldad sin motivo y cometieron varias violaciones, además del asesinato innecesario y gratuito de un par de muchachos indefensos que eran apenas unos niños. Según cuenta la leyenda, ellos mismos se presentaban ante sus víctimas diciendo que eran «demonios venidos del infierno», y desde luego llevaron el infierno a las pobres familias campesinas que tuvieron la mala fortuna de estar en mitad de su camino.

Cabe imaginar el terror que imperaba en el territorio y el agudo interés de casi todos por terminar cuanto antes con toda aquella violencia. Esto explica lo receptivos que se mostraron los enemigos de Billy cuando supieron que el chico, después de más de medio año huyendo sin cesar, efectivamente se había propuesto regresar voluntariamente para firmar una tregua con el cacique local John Dolan y la banda del temible Jesse Evans. La reunión entre los Reguladores y sus antiguos enemigos se produjo la tarde del 18 de febrero de 1879. Llegaron al acuerdo de que no volverían a atacarse, quedando aparcadas las venganzas y represalias. Quedó estipulado que si algún miembro de las respectivas bandas rompía el trato, los demás lo perseguirían hasta matarlo. Al terminar la reunión todos los implicados parecían dispuestos a continuar con sus vidas con normalidad, excepto Billy, quien, visiblemente serio, le daba vueltas a su negro porvenir. El acuerdo le evitaba ser objeto de una vendetta, pero no solucionaba sus problemas con la ley.

En un lugar como Lincoln, sin embargo, la paz no podía alcanzarse tan fácilmente. Apenas trascurrieron unas horas hasta producirse el siguiente asesinato. Aquella misma noche, los miembros de las distintas bandas se dedicaban a celebrar el acuerdo emborrachándose, pero había una persona que no estaba dispuesta a olvidar lo sucedido y para la que una tregua entre pistoleros no significaba nada: Susan McSween, la viuda del comerciante que varios meses antes había sido abatido a tiros por los hombres de Jesse Evans. La mujer intentaba llevar ante un tribunal a los responsables del asesinato de su esposo, y estaba preparando el caso con ayuda del abogado Huston Chapman. Lo cual, como resulta fácil suponer, no era muy bien recibido por la banda de Evans. Cuando, ya ebrios, los hombres de Evans vieron pasar caminando a la viuda acompañada del abogado, empezaron a acosarlos con insultos y amenazas. Billy, según testimonios de los presentes, contemplaba la escena desde el otro lado de la calle con visible expresión de disgusto. De repente, para asombro de muchos, alguno de los pistoleros sacó su arma y abatió a tiros a Huston Chapman, que murió al instante. La jornada en que se había firmado una la paz terminaba con la sangrienta certeza de que las cosas en Lincoln no iban a ir a mejor.

Engañado por el poder

Porque el poder, ya  lo sabes, es inquieto, y siempre tiene las alas despegadas para poder levantar el vuelo. (Ben-Hur. A Tale of the Christ, Lew Wallace, 1880).

Aquel nuevo asesinato era más de lo que el nuevo gobernador de Nuevo México estaba dispuesto a tolerar. Primero un sheriff, después un comerciante inocente, luego un abogado igualmente inocente… a sumar a los granjeros que habían sido aniquilados por los Rustler y los pistoleros que habían muerto en tiroteos varios. Lew Wallace, con ímpetu propio de militar, abandonó su despacho y se desplazó al condado de Lincoln para investigar de primera mano el asesinato de Chapman. Él, personalmente, se encargó de efectuar los interrogatorios. Fue así como supo que Billy había sido testigo del crimen. Dado que el chaval estaba bajo acusación de asesinato y era un fuera de la ley, Wallace decretó una recompensa de mil dólares para quien lo capturase con vida.

Al saber que Wallace estaba en la región y lo buscaba como testigo, Billy entendió que quizá podía testificar a cambio de que se le hiciese extensiva la amnistía gubernamental. Aun sabiendo que una declaración como testigo lo volvería a poner en la diana de Dolan y Evans, también podía liberarlo de una muy probable condena a muerte. Decidió ponerse en contacto con Wallace, con una carta que le envió por medio de terceros. Esta misiva, que fue escrita de su puño y letra, desmiente la imagen de bruto iletrado que muchas leyendas posteriores se empeñaron en componer:

A Su Excelencia el Gobernador, General Lew Wallace:

Estimado Señor, he sabido que usted ofrece mil dólares por mi captura, lo cual según entiendo significa que me busca vivo como testigo en contra de aquellos que asesinaron al Sr. Chapman. Si fuera así, yo podría aparecer en el tribunal y ofrecer la información deseada, pero existen acusaciones contra mí por cosas que ocurrieron en la reciente guerra de Lincoln y temo entregarme, dado que mis enemigos me matarían. El día en que el Sr. Chapman fue asesinado yo había ido a Lincoln, por petición de algunos buenos ciudadanos, donde me encontré con J. J. Dolan. Como amigos, para poder así dejar de lado las armas y regresar al trabajo. Yo estaba presente cuando el Sr. Chapman fue asesinado y si no fuese por las acusaciones en mi contra, lo hubiese dejado en claro antes. Si está en poder de usted la anulación de esas acusaciones, espero que lo haga para darme la ocasión de explicarme. Por favor, envíeme una respuesta diciendo que está en su mano hacerlo. Puede enviarla mediante un portador. No tengo más ganas de luchar, en absoluto, y no he levantado un arma desde su proclamación [como nuevo Gobernador]. En cuanto a mi carácter, le refiero a cualquiera de los ciudadanos [de Lincoln], ya que la mayoría de ellos son mis amigos y me han ayudado todo lo que han podido. Me llaman Kid Antrim, pero Antrim es el apellido de mi padrastro.

Esperando una respuesta, quedo como su obediente servidor,

W.H. Bonney.

 

Una de las cartas que Billy envió al gobernador Wallace (foto: DP)
Una de las cartas que Billy envió al gobernador Wallace (foto: DP)

Es la carta, correcta y algo cándida, de un joven de unos dieciocho o diecinueve años que sabe que después de una detención le espera una posible pena de muerte. Con todo, describía la realidad. Casi toda la población del condado de Lincoln tenía una buena imagen de Billy, algo que como ya dijimos en partes anteriores está bien documentado. Ciertamente había asesinado al sheriff, y este era un crimen muy grave, pero era solamente la estrella que había lucido su víctima la que había mantenido a Billy fuera de la amnistía, porque otros hombres habían derramado tanta o más sangre que él y habían quedado sin cargo alguno. Además, también era cierto que Billy era uno de los más dispuestos a abandonar la violencia y que llevaba varios meses resistiéndose a desenfundar fácilmente.

Wallace respondió afirmativamente a la oferta con otra carta, en la que decía: «Poseo autoridad para eximirte de tus cargos si das testimonio de lo que afirmas saber». Un trato estaba en marcha. Ambos se citaron en una tienda de Lincoln. En una conversación cara a cara, Wallace reiteró la promesa de perdonar los cargos de Billy si este le daba información. Y Billy le contó todo cuanto sabía no solamente sobre el asesinato de Chapman sino también sobre la actividad y las casas francas de algunas bandas criminales locales, como los mencionados Rustlers. Con ese gesto convertía en sus enemigos a casi todos los delincuentes del condado, pero lo que Billy deseaba era comenzar de nuevo.

Se escenificó una falsa detención —en realidad, claro, se estaba entregando— y Billy fue llevado a Santa Fe, donde testificó ante un juez señalando a los culpables de la muerte de Chapman. Después lo volvieron a llevar a Lincoln, donde permaneció recluso a la espera de la finalización del juicio y el prometido perdón. Estaba en un almacén vigilado por guardias que debían evitar que escapase, pero también que otros entrasen a matarlo en represalia por su reciente declaración. Sin embargo, el juicio pronto puso de manifiesto que la justicia en Nuevo México continuaba plagada por la corrupción. El juez y el fiscal del caso pertenecían al Círculo, la trama político-judicial que protegía a los caciques de Lincoln. Para asombro de Billy (y de casi todos en el territorio), se absolvió a varios de los acusados del asesinato de Chapman, pese a los testimonios de testigos oculares. A otros se les aplicó la amnistía de Wallace pese a que ahora se los estaba juzgando por hechos acaecidos con posterioridad a la proclamación de la misma. Billy el Niño, como se puede bien suponer, estaba escandalizado.

Pero todavía hubo más. El fiscal, ignorando la promesa hecha por el gobernador, arrancó el proceso penal contra Billy, bajo la acusación de haber matado al sheriff William Brady. El fiscal llegó a mover hilos para que Billy no fuese juzgado en Lincoln, donde residía, donde habían tenido lugar los hechos de los que era acusado y donde todos le conocían y tenían buena opinión de él. Se consiguió que el caso fuese trasladado al tribunal del condado de Doña Ana, controlado por el corrupto Círculo. Desde su encierro en un almacén de Lincoln, Billy vio atónito y desesperanzado cómo Wallace ignoraba todo el asunto, olvidando la promesa y abandonándole a su suerte, más interesado al parecer en retornar a la redacción de su novela Ben-Hur.

Poca gente en el condado de Lincoln entendió aquello. Todos sabían que Billy había matado, pero no era ni de lejos el único o el peor homicida del lugar. Primero había quedado fuera de la amnistía general. Ahora había testificado a cambio de nada, sabiendo que se convertía en objetivo de los peores criminales de la región, mientras el gobernador Wallace se lavaba las manos. La secuencia de acontecimientos debió de parecerles escandalosa incluso a los guardias que mantenían a Billy cautivo, ya que abrieron las puertas del almacén donde llevaba semanas preso y sencillamente le dejaron que escapase. Una vez más, Billy el Niño se daba a la fuga.

Forajido una vez más

Se dirigió a Fort Sumner, donde todavía tenía un círculo de amigos que incluía a dos de los antiguos Reguladores y también a John Chisum. El nombre de Billy ya corría de boca en boca, pero excepto sus amigos casi nadie conocía su aspecto físico, así que le resultaba fácil pasar desapercibido. Sin un empleo formal, retornó a la vida que había llevado antes de trabajar para el difunto John Tunstall. Se integró en una banda que practicaba el robo de ganado; eso y el juego volvieron a convertirse en su medio de vida.

Pero su celebridad, por más que pocos estuviesen familiarizados con su rostro, estaba convirtiéndose en un serio problema. En enero de 1880, mientras estaba tomando algo en el saloon de Fort Sumner junto a sus amigos, un individuo llamado Joe Grant comenzó a bravuconear en voz alta, diciendo que dispararía a Billy el Niño en cuanto se encontrase con él. Lo decía, claro, sin saber que estaba en el mismo local, a pocos pasos de él. Billy entendió que en cualquier momento alguien podría revelarle su identidad a Grant, pero no reaccionó con precipitación, sino con frialdad. Pese a su juventud, estaba ya muy fogueado. Se lo podía considerar un veterano en cuanto a tiroteos y situaciones extremas. Así que, sin perder la calma, se interesó por el revólver de Grant y le pidió echarle un vistazo. Grant se lo prestó. Por entonces era costumbre dejar un hueco vacío en el cargador, lo cual funcionaba como seguro en caso de que el gatillo se accionase por accidente (los tiradores accionaban el percutor una vez para dejar pasar el hueco vacío del cargador, y a continuación efectuaban el disparo propiamente dicho). Sabiendo esto, Billy giró disimuladamente el tambor para asegurarse de que si Grant accionaba el percutor y después intentaba disparar, no hubiese bala. Le devolvió el arma y se dispuso a salir del local. En aquel momento alguien le dijo a Grant que acababa de hablar con el mismísimo Billy el Niño. Grant trató de disparar al muchacho —según algunos testimonios, por la espalda— pero la treta de Billy funcionó. Al activar el percutor, Grant dejó pasar una bala. Cuando apretó el gatillo, no hubo disparo. En cuanto Billy escuchó el característico clic del gatillo, se dio la vuelta y disparó antes de que Grant se recuperase del asombro y volviese a probar suerte. Con su característica precisión, acertó a la primera. Joe Grant cayó muerto al instante, con una bala en el rostro.

Así supo Billy el Niño que su existencia iba a ser incluso más difícil que antes. Acababa de comprobar que individuos que no le conocían personalmente y con los que no había tenido nada que ver parecían tener ganas de darle caza. Para colmo, la muerte de Grant —aunque fuese en defensa propia— era la gota que colmaba el vaso de su infamia. La prensa empezó a retratar a Billy el Niño con colores cada vez más sórdidos, achacándole casi cualquier acto delictivo grave que se cometiese en el condado de Lincoln. Sus numerosos enemigos ayudaron a exagerar todo lo negativo que se decía de él. Casi no había robo o acto violento en la región que los periodistas no asociasen con su nombre, pese a que por aquellos lares no escaseaban los criminales. Billy se sentía sobrepasado por la situación. Ahora ya ni siquiera se lo consideraba un forajido cualquiera. Ahora era el villano de Nuevo México por antonomasia. Ni siquiera el gobernador Lew Wallace, que tenía plena constancia de la buena disposición de Billy para una reinserción, iba a mover un dedo por disipar la creciente leyenda negra del Niño.

Lo más razonable hubiese sido marcharse a otro estado donde, pese a que su nombre fuese cada vez más célebre a nivel nacional, no hubiese gente que pudiera delatarle. Pero Billy, que todavía no había cumplido los veinte años, se sentía atado al territorio y decidió permanecer en el condado, donde tenía a sus amigos, a las chicas con las que salía, y el único entorno estable que había conocido desde que había perdido a su familia. Aunque ya dijimos que los testimonios de gente cercana lo pintaban como un muchacho inteligente, por no decir brillante, resulta fácil suponer que carecía de la madurez necesaria como para entender la necesidad de iniciar una nueva vida en otra parte. Un nuevo comienzo que hubiese sido muy posible: los periódicos de entonces apenas imprimían imágenes y la única fotografía suya cuya existencia nos consta no era de dominio público, así que Billy no hubiese tenido grandes problemas para fabricarse otra identidad, como demuestra el hecho de que justo durante su estancia en Fort Sumner engañase a un agente del censo, inventándose datos biográficos sin despertar sospecha alguna.

Pero Billy no se marchó. Y a sus cada vez más numerosos problemas iba a sumarse otro aún peor. Por aquel entonces llegaba al condado un hombre que acababa de recibir el nombramiento como nuevo sheriff de Lincoln y que no se parecía a ninguno de los agentes de la ley que hubiese podido conocer en su corta vida. Iba a ser la encarnación de la némesis definitiva de Billy el Niño. ¿Su nombre? Patrick Floyd Garrett.

(Continúa aquí)

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4 Comentarios

  1. Pingback: La leyenda de Billy el Niño (II): la guerra de Lincoln - Jot Down Cultural Magazine

  2. Excelente saga, muy atento a todas las entregas. Enhorabuena.

  3. Pingback: La leyenda de Billy el Niño (y IV): Cacería, fuga y muerte - Jot Down Cultural Magazine

  4. mencanta vily the kid

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