Opinión Terraza Slănic

Marcel Gascón: Los Diarios de Sebastian

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Permítanme el recurso al argumento de autoridad para explicarles la magnitud de la obra y justificar la glosa. Habla Philip Roth: «Este extraordinario diario merece compartir estantería con el de Ana Frank y llegar a tantos lectores como el de ella. Pero Sebastian no es un niño, sino una sofisticada mente literaria que contempla el horror y plasma con una brillante y lúcida mordacidad la crueldad, cobardía y estupidez de sus amigos de la sociedad cultural y mundana de Bucarest y cómo estos se transforman voluntariamente en criminales intelectuales.”

El 12 de febero de 1935 comienzan los Diarios de Mihail Sebastian (Braila, Rumanía, 1907). Rumanía es en esos días una monarquía constitucional decadente y corrupta, pero aún estable y aún una democracia. Acosado ya por la efervescencia del fanatismo nacionalista que hace estragos en toda Europa, el país vive las postrimerías de su época más brillante.

Al término de la I Guerra Mundial, en la que Bucarest participó del lado de los vencedores, el país dobla su territorio con la absorción de Transilvania, Besarabia y Bucovina de Austria-Hungría y Rusia. Por primera vez todos los rumanoparlantes viven bajo las mismas fronteras. Las nuevas regiones traen a Rumanía cientos de miles de húngaros, judíos, alemanes y otras minorías, que supondrán un colosal impulso humano para el país hasta que la ceguera xenófoba lo arruine todo.

En este ambiente de euforia, Bucarest se convierte en la capital cultural del Este de Europa. Surgen nuevas escuelas de arquitectura, los escritores locales superan el estereotipo del campesino rumano y se lanzan con fuerza a las formas europeas. La vida en las ciudades es de gran refinamento, de inspiración francesa, pero con las ventanas abiertas a Berlín, Londres y Viena. Rumanía acelera el paso y parece capaz al fin de satisfacer sus ansias de identidad europea.

A este Bucarest llega a estudiar en los años veinte el joven Iosif Hechter. Proviene de una familia judía de Braila, y su talento y carisma personal le abren muy pronto las puertas de la élite intelectual bucarestina. El joven Hechter adopta el seudónimo de Mihail Sebastian y publica en los periódicos más influyentes de la época. Escribe novelas y teatro, y forma junto al después mundialmente famoso Mircea Eliade y bajo la «guía espiritual» del filósofo Nae Ionescu la joven generación que será punta de lanza de la vida intelectual de la Rumanía de entreguerras. Su grupo, Criterion, monta obras de teatro y organiza conferencias por todas las ciudades del país. Junto a Eliade y otros escritores y actrices jóvenes apura la vida en largas noches de copas, debate, fraternidad, sensualidad y distinción.

Sebastian parece tenerlo todo para triunfar, pero no son buenos tiempos para los judíos y los intelectuales escépticos en aquella Rumanía. El ascenso y creciente popularidad del místico-nacionalista y antisemita Movimiento Legionario es imparable. Varios de sus amigos, entre ellos Mircea Eliade, y su mentor Nae Ionescu se dejan seducir por los legionarios. Ser judío comienza a ser para Sebastian algo más que una simple circunstancia.

En este estado de las cosas, un 12 de febrero de 1935, martes, diez de la noche, comienzan el Diario de Mihail Sebastian.

Las notas de Sebastian nacen entre las brasas todavía vivas del incendio que provocó Desde hace dos mil años, una crónica novelada de su difícil experiencia de judío en Rumanía que le valió furibundos ataques desde la izquierda y la derecha, desde círculos nacionalistas y judíos. El escritor tiene entonces 27 años. Aunque le inquietan las muestras de antisemitismo que ve en la sociedad rumana, sus primeras preocupaciones son aún sentimentales y profesionales. Con la fresquísima sinceridad que caracteriza todas las notas, Sebastian consigna su vacilante y caótica vida amorosa. Lamenta sentirse solo y viejo, y parece gritar al vacío el intenso deseo de ser feliz cuando llega la primavera. Recoge también sus desvelos de escritor. La falta de ideas en un capítulo, los problemas para construir una escena o la satisfacción de dar con un personaje pleno. Y aparecen, con gravedad creciente y cierta distancia atónita, las opiniones cada vez más antisemitas de buena parte de su entorno más cercano.

Mientras, la vida pública se emponzoña en Rumanía y en Europa estalla la guerra. El rey Carlos II impone la dictadura en 1938 ante la inminente llegada de los legionarios al Gobierno. El líder legionario Corneliu Zelea Codreanu es ajusticiado y sus seguidores responden con graves actos de terrorismo y violencias callejeras. La situación cambia para ellos en 1940, cuando el general filonazi Ion Antonescu toma el poder y ofrece el Gobierno a los legionarios. La proclamación del llamado Estado Nacional-Legionario supone la oficialización del más crudo antisemitismo. Se suceden las acciones contra los judíos, se adoptan las leyes raciales y medidas administrativas antisemitas.

Sebastian es obligado a renunciar a sus trabajos de periodista y abogado. Cada vez es más difícil ganarse la vida. No puede publicar ni evadirse los fines de semana esquiando en Sinaia o Predeal como solía. Cada vez más solo y desesperanzado, el miedo y el asco por lo que ocurre achican el espacio de la angustia vital y las melancolías que le ocupaban antes. Todos los miedos se concretan y siempre cabe temer más.

La situación política da un nuevo vuelco en enero de 1941. La Legión se rebela contra su aliado Antonescu, y durante tres días siembra de terror y destrucción las calles de Bucarest. Sebastian escucha disparos, gritos y cánticos legionarios escondido en su casa. Cuando todo pasa pasea incrédulo por la ciudad devastada por los legionarios enfrentados al Ejército. Han perdido, pero en su retirada han llevado a cabo el brutal pogromo de Bucarest, que ha destrozado miles de propiedades judías y ha segado la vida de 127 personas. Los días posteriores a las setenta y dos horas de rebelión legionaria le sirven a Sebastian para descubrir la magnitud del horror. Decenas de judíos fueron colgados como animales de los ganchos de un matadero de Bucarest con la inscripción carne kosher pegada a sus cuerpos.

En la ciudad en la que vive ha ocurrido esto, y hay que seguir viviendo. Los legionarios han perdido, pero Antonescu sigue en el poder aliado con los nazis, y militares alemanes siguen campando a sus anchas por la capital rumana.

Las medidas administrativas contra los judíos se multiplican. Su mayor burocratización las hace si cabe más insultantes. Les obligan a entregar las radios, los televisores. Le fuerzan a abandonar su garsoniera de la calle Victoriei.

«La guerra esta, con su angustia permanente, ha cubierto mis viejas infelicidades personales y ha hecho que pasen a la sombra», escribe el 23 de abril de 1941. La supervivencia, la persecución y la marcha de la guerra ocupan casi todos sus pensamientos.

Sebastian recibe notificaciones de trabajos forzados para retirar nieve de las calles, y escucha descripciones de la carnicería de judíos en el frente rumano en Besarabia. Asiste con estupefacción al faldicortismo de muchos intelectuales rumanos ante la guerra y la tragedia, su escandalosa indiferencia y el descarado oportunismo.

El ambiente en las calles es cada vez más hostil para los judíos. El 8 de abril de 1941, un martes, escribe:

«Folclore. Gitanillos venden por la calle La novela del carnicero rojo, gritando a todo pulmón:

Ya se va el tren de Chitila,

Con Stalin a Palestina.

Se va ya el tren de Galatz,

Con los judíos ahorcados.»

De Polonia vienen crónicas de los campos de la muerte. Las deportaciones se producen también en Rumanía. ¿Llegará también su turno? ¿En unas semanas, seis meses, un año?

El 9 de septiembre del 41 escribe sobre una orden oficial para que los judíos lleven una estrella de seis puntas, finalmente anulada:

«Me acostumbré a la idea de llevar un brazalete amarillo con una estrella de David. Me imaginaba todas las molestias (…), pero después de un primer momento de alarma, no solo me resigné, sino que empecé a ver en este signo una especie de trozo de identidad.»

Son los momentos más angustiosos. La suerte de la guerra parece decidida a favor de los alemanes y la presión antisemita es máxima. Incapaz para el heroísmo ni siquiera consigo mismo, se plantea vagamente escapar, pero no parece que demasiado en serio.

«¿Puedo irme solo? ¿Tengo derecho a dejar a mamá sola? ¿Puedo dejar a Benu [su hermano] solo? No me siento lo suficientemente robusto, en todos los sentidos, para una marcha. Con mi estado de salud arruinado, ¿puedo intentar una gran aventura? Pero, al mismo tiempo, no es una locura esperar desarmado, descompuesto, a ser asesinado?», consigna el 20 de octubre de 1941, al conocer las atrocidades de las tropas rumanas en su camino hacia Ucrania.

Sebastian no es un héroe y lo asume con naturalidad en su diario. Está condenado a la lucidez y sufre tanto por su suerte como por la sinrazón y la injusticia.

Sin trabajo y sin poder publicar como autor judío, sobrevive de préstamos, traducciones, obras de teatro que no firmará y un trabajo de profesor en una escuela judía. Privado de los conciertos de música clásica que escuchaba por la radio, resiste a la desolación leyendo a Shakespeare y en las escasas reuniones con amigos. Entre ellos el dramaturgo Eugen Ionescu, después francés y Eugène Ionesco, de madre judía.

«Vino de nuevo a mi casa ayer por la mañana, desesperado, perseguido, obsesionado, sin poder soportar la idea que puede ser despedido de la enseñanza. Un hombre sano que descubre bruscamente que tiene la lepra puede enloquecer. Eugen Ionescu descubre que ni el nombre de Ionescu, ni un padre incontestablemente rumano, ni el hecho de haber nacido cristiano —y nada, nada, nada- puede cubrir la maldición de tener en las venas sangre judía. Nosotros, con nuestra cara lepra, nos hemos acostumbrado desde hace mucho. Hasta la resignación y a veces hasta no sé qué triste, descorazonador orgullo».

Pese a todos los sufrimientos, en ningún momento desaparecen de sus notas la agudeza y la curiosidad por las situaciones y personajes con los que se cruza. La tristeza y la decepción siempre le ganan al odio. Aparece la rabia, pero la mirada de Sebastian permanece clara y nunca se turba. Una mota de ironía piadosa está siempre presente en sus reflexiones, sobre la guerra, las traiciones o el amor.

«Sobre Leni, habría mucho que escribir. Como si aún me interesara, me hace hoy, con facilidad, confesiones de sus aventuras de los últimos 3-4 años, cosas por las que me habría matado saberlas entonces y que ahora me son indiferentes. ¡Qué grotesco ha sido mi ridículo amor!», escribe en abril de 1942.

Con el cambio de signo de la guerra en Rusia y Europa, los incidentes y medidas antisemitas pierden espacio en el diario. Bajo las bombas aliadas, Sebastian centra su atención casi exclusivamente en un conflicto en el que le va la vida. Es consciente de las mayores posibilidades aliadas, pero sabe que puede pasar de todo y que ni siquiera la derrota alemana puede salvar su piel: en su retirada de Rusia bien podrían parar en Rumanía y desatar brutales pogromos, escribe en cierto momento. Pero su único deseo es ver caer al nazismo, en el que ve el mal absoluto y la peste que ha destruído Europa.

La llegada de las tropas soviéticas en el verano de 1944 le trae la alegría y el alivio. Se ha salvado, ha sobrevivido al nazismo, pero la agitación y la confusión del momento apenas le permiten celebrarlo y debe recordarse que la pesadilla se ha acabado.

Las últimas páginas del diario describen a unos soldados soviéticos polvorientos que violan a mujeres y roban relojes a los rumanos. Le espanta su brutalidad, pero no se permite recriminársela a quienes le han liberado después de vivir el horror de la guerra y ve su «salvajismo cándido» con cierta simpatía. Y casi le parece justo que se les permita todo con la población de Bucarest, que contrapone su obscena frivolidad durante la guerra con el heroísmo de los soldados soviéticos.

Tumba Mihail SebastianY mientras el Ejército Rojo se pasea triunfal por Bucarest, el baile para posicionarse en la nueva situación ha empezado entre buena parte de los intelectuales rumanos. Fervorosos legionarios y acérrimos germanófilos alababan ahora la democracia y el esfuerzo de guerra de la URSS de Stalin.

A Sebastian, por su parte, se le ofrece un trabajo como periodista en Romania Libera, pero renuncia a él al poco tiempo disgustado con el ambiente «de comités”.

El diario se acaba con 1944, mientras Sebastian asiste a su rehabilitación en la vida pública.

«Último día del año. Me da vergüenza estar triste. Es, con todo, el año que nos ha devuelto la libertad».

No podría disfrutarla, ni siquiera sufrir de nuevo la persecución de un régimen totalitario, esta vez rojo. Un camión del Ejército Soviético le atropelló mortalmente el 29 de mayo de 1945, cuando esperaba el tranvía para ir a dar su primera clase en la universidad.

 

Diario (1935-1944), de Mihail Sebastian, ha sido publicado en español por la editorial Destino (2003), en traducción de el que fuera director del Instituto Cervantes de Bucarest Joaquín Garrigós.

 

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Un comentario

  1. Gracias, Marcel. Magníficamente bien escrito.

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